Frédéric Lenormand
Medicina para asesinos
Título original: Médecin chinoise à l'usage des assassins
Traducción de María José Furió Sancho
Serie: Nuevas investigaciones del juez Di 1
Para Marie-Gisèle Lebrette,
experta como un médico de hoy,
sabia como un chino de la antigüedad.
Zhou Haotian, gran secretario de la Cancillería.
Wei Xiaqing, juez.
Choi Ki-Moon, médico de origen coreano.
A Sheng, conocido como Saber Absoluto, experto en diagnósticos.
Du Zichun, director del Gran Servicio Médico.
Shen Lin, médico jefe de tratamiento del cuerpo.
Li Fuyan, barón de Pao-ting.
Hua Yan, acupuntor.
Cai Yong, especialista en enfermedades venéreas.
Esta aventura del juez Di tiene lugar en Chang'an, capital del imperio de los Tang, a finales del año 677 de nuestra era. Di Yen-tsie, de 47 años de edad, acaba de resolver con éxito una investigación en las cocinas de la Ciudad Prohibida.
El Gran Servicio Médico del que aquí se habla existió realmente. Igual sucede con Sun Simiao, considerado por los chinos uno de los padres de su medicina tradicional [1].
La felicidad es una carga insoportable para el mandarín Di; resuelve una investigación providencial.
Di se despertó de buena mañana en su hermosa casa donde todo el mundo se desvivía por él desde que se convirtiera en uno de los primeros colaboradores del Estado. Sus esposas acudieron a darle los buenos días, las tres vestidas de seda, relajadas y solícitas. Estaban encantadas con su nuevo estilo de vida. Ya sólo se ocupaban de arte y temas elevados, frecuentaban a nobles damas de la capital, planeaban brillantes matrimonios para sus hijos y disfrutaban de las inagotables distracciones que ofrecía la ciudad en la cima de su esplendor. Después de cerciorarse de que había pasado una buena noche y desearle una jornada excelente, lo dejaron al cuidado de sus nuevos criados, de los que ni siquiera sabía cuántos eran. Le sirvieron un desayuno delicioso y luego el barbero, el peluquero, el sastre y el zapatero se encargaron de darle la apariencia que convenía a un personaje de su rango.
Di subió a su confortable palanquín de ocho porteadores adornado con los gloriosos emblemas de su cargo. Las avenidas anchas como ríos cortaban en ángulo recio las calles secundarias, dentro del cuadrado perfecto delimitado por las imponentes murallas de la capital. Al ver acercarse su comitiva, los guardias abrieron de par en par la puerta del Pájaro Púrpura, tras la cual se extendía la explanada de los ministerios. Por el rabillo del ojo, vio al portero jefe anotar su llegada en uno de esos expedientes que le era imposible imaginar que alguien llegara a leer nunca.
La brillante resolución de la investigación que había realizado en las cocinas imperiales le había valido un rápido ascenso. Ahora ocupaba en el gongbu [2] el rango de mandarín de tercer grado, segunda clase. Su función consistía en supervisar la gestión de los bosques de todo el territorio. Era una tarea esencial, por ser la madera uno de los recursos indispensables para la construcción así como para los astilleros navales.
El pabellón de Obras Públicas era un espléndido edificio de tres plantas adornado con estatuas y estandartes. Una nube de secretarios auxiliares, copistas y empleados obsequiosos de todo tipo acudió a recibirlo con una coreografía de reverencias. Luego, esa pequeña multitud lo escoltó hasta el magnífico despacho que tenía asignado en el Departamento de Aguas y Bosques, donde le dejaron meditar en paz sobre la decisiones que convenía tomar por el bien del imperio eterno.
La puerta de palisandro se cerró tras los escribas dispuestos a recoger la más insignificante palabra suya, los esclavos con librea gris, los oficiales de corazas rutilantes, los instruidos y cautelosos ujieres. Dejó vagar entonces su mirada por los jades preciosos y las estampas que decoraban con gusto la espaciosa estancia revestida de madera roja. Por la ventana entreabierta veía las ramas de los cerezos enanos del patio interior. Unos pajarillos piaban alegres entre el follaje. El panorama era encantador, adorable, maravilloso.
«¡Pero qué desgraciado soy!», gimió escondiendo la cabeza entre las manos.
Cuando levantó la nariz, su expresión mostraba una profunda amargura. De haber sabido que su carrera en la metrópolis iba a consistir en esto, habría seguido a los ejércitos enviados a las estepas a explicar la grandeza de la cultura china a los irreductibles pueblos nómadas. Di Yen-tsie sufría el peor de los males que puede afectar a una inteligencia clarividente como la suya: el aburrimiento. Un inmenso aburrimiento se apoderaba de él apenas abría los ojos por la mañana en su palacio, lo acompañaba hasta la sede del poder central y le hacía la vida insoportable a lo largo de toda su jornada de potentado imperial. Andaba ya pensando qué error imperdonable podía cometer para caer en desgracia y conseguir que lo enviaran a sus queridas provincias, rebosantes de bandidos desalmados y de pérfidos criminales.
Una suave llamada a la puerta lo arrancó de sus tristes pensamientos. Entró una criada que traía en una bandeja un pequeño cuenco de cerámica y una tetera a juego. No le prestó ninguna atención mientras disponía el servicio de té delante de él, hasta que un detalle nimio cambió de golpe el curso de la mañana. La criada suspiró ruidosamente. Él la escrutó con sus pupilas negras, brillando en ellas una excitación que había dado por perdida para siempre. La mujer tenía los ojos enrojecidos. Dio por seguro que había estado llorando, puede que incluso en el pasillo que llevaba a su gabinete. Fue como si una miríada de lucecillas incandescentes se encendiera en su mente.
– Huelo… el perfume… -murmuró clavando en ella su penetrante mirada.
– Es té perfumado de crisantemos, señor -dijo la criada con voz ahogada.
– No. Huelo el suave perfume de la intriga y el misterio.
Aunque intimidada, la mujer consiguió explicarle sus tormentos. Sospechaba que su marido, empleado de intendencia en la entrada de la Ciudad Prohibida, quería repudiarla para tomar otra esposa más joven. Había encontrado indicios que lo delataban: gastaba todo el dinero sin explicar en qué, ya no le dedicaba ni tiempo ni atención, regresaba entrada la noche y se negaba a participar en las comidas familiares que organizaban sus suegros.
Todos los indicios se ordenaron por sí solos hasta conformar una imagen que Di fue el único en ver. Si el intendente hubiese tenido un amorío, su mujer habría olido en sus ropas efluvios extraños, le habría notado un arrebato de coquetería o algo por el estilo. Mentalmente, recordó una banderola comercial muy nueva que había visto cerca de la Ciudad Prohibida, y a un hombre muy pagado de sí, ataviado como correspondía a su cargo, que hablaba con porteadores delante de unos palanquines flamantes de puro nuevos.
– Tu marido no te está engañando. Acaba de invertir en un negocio de sillas de alquiler y no se ha atrevido aún a contártelo por miedo a tu familia, que lo ha tratado siempre como a un don nadie.
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