Frédéric Lenormand - Medicina para asesinos

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Un médico se ha atrevido a introducir un veneno mortal dentro del círculo del emperador de China. El juez Di recibe el encargo de investigar el Gran Servicio Médico, una institución única en el mundo que recoge todos los conocimientos médicos y forma a los mejores sabios del imperio. De la acupuntura a la farmacopea, Di emprende la búsqueda de un asesino brillante y temible y nos lleva a descubrir los refinamientos del arte médico chino.

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La sala no se parecía nada a los gabinetes atestados de expedientes donde chupatintas como Di pasaban el día solucionando cuestiones de intendencia. Parecía más la sala de recepción de una vivienda patricia. Zhou Haotian leía el correo sentado en un ancho sillón cubierto de mullidos cojines, delante de una mesa baja de bronce de la dinastía Han. No alzó la mirada de sus tablillas de bambú. Di empezó a prosternarse sobre la magnífica alfombra traída del lejano reino de Persia por la ruta de la seda.

– Imploro clemencia a su Sublime Grandeza -dijo golpeando el suelo con la frente-. No soy más que un gusano indigno de mostrarme en su presencia. Sé que mis errores son imperdonables.

El secretario imperial dejó el documento que acababa de leer. Pareció sorprendido por la declaración de Di.

– Usted es siempre bienvenido, Di. La modestia es una virtud muy escasa entre estas paredes. Pero no le he hecho venir para ver cómo llora lágrimas de sangre. Me han contado que ha hecho una incursión fuera de su Departamento de Aguas y Bosques esta mañana, ¿es así?

Di comprobó que la eficacia de la policía central no eran palabras vanas.

– Sí, y por mi culpa los troncos de Hubei no serán entregados a tiempo.

– Su personal se ocupará de ello -zanjó Zhou en tono inexpresivo-. Tengo otros proyectos para usted.

Di empezó a ver el final de sus sinsabores en la capital. Respondió que recibiría cualquier nuevo destino como un don del cielo, ya fuese en las montañas nevadas o en las llanuras más áridas.

– Confieso que había previsto un terreno más peligroso si cabe -respondió el gran secretario-. ¿Se ve capaz de investigar en esta ciudad?

Di alzó la cabeza, desconcertado.

– ¿Debo entender que Su Sublime Grandeza ha decidido confiarme la seguridad de la capital?

El secretario respondió con una mueca, falsamente horrorizado.

– ¡Ah, no, Di! ¡No le corresponde a su dignidad andar correteando por las calles de nuestra hermosa ciudad en pos de los cuatro malhechores que pueda encontrar!

Ante todo, no querían que se mezclara en las intrigas de cortesanos o de la emperatriz, que no dudaban en organizar asesinatos cuando les convenía. Lo habían hecho traer tan cerca del poder por sus méritos, aunque era evidente que una vez allí habían tenido miedo de sus talentos.

– Tengo en mente un ambiente menos bullicioso -continuó el gran secretario-. Se trata de un cenáculo de buen tono, donde podrá realizar su investigación de manera discreta -dijo poniendo énfasis en la palabra- sin que nadie tenga nada que decir.

Di esperó a que su Sublime Grandeza tuviera a bien informarle más acerca de ese «cenáculo de buen tono» adonde lo enviaba. El secretario parecía disfrutar maliciosamente alargando el suspense.

– Pero, le ruego, levántese, nada de zalamerías entre nosotros, yo aprecio aún la sencillez -dijo el augusto personaje cuyo solo nombre bastaba para que la capital de los Tang se echara a temblar, desde el más humilde vendedor de pescado a los ministros más influyentes-. Mi cargo consiste en mantenerme en contacto con quienes me rodean; con nuestros altos funcionarios, sobre todo. Por eso cada responsable cuenta con la protección de uno de mis hombres, sin que él lo sospeche. El que he destinado a su… ¡um!… protección… me ha informado hace unos instantes de su escapada a la Corte de Justicia. Parece que usted posee conocimientos en medicina que lo convierten en el más indicado para esta misión.

El gran secretario dio unas palmadas. La puerta por la que Di había entrado se volvió a abrir. El mandarín comprendió que la entrevista había concluido. Se retiró de espaldas, sin dejar de hacer reverencias ante su superior, que había vuelto a su lectura. Salvo la alusión a sus conocimientos médicos, no le había revelado absolutamente nada de su misión.

Uno de los consejeros del gran secretario lo esperaba en el pasillo. Caminaban sin que Di tuviese la menor idea del lugar adonde lo conducían.

– Como usted se figura -dijo su guía- no le corresponde a Su Sublime Grandeza exponerle los detalles del expediente.

Di siguió en silencio al hombre al que al parecer correspondía ponerle al corriente. En voz baja, como si se dispusiera a hacerle increíbles confidencias, el consejero prometió revelarle cuanto le estuviera permitido sin traicionar los secretos de Estado. Empezó afirmando que la salud del emperador no era resplandeciente, una litote para expresar lo que todo el mundo sabía, que no había dejado de estar enfermo desde que accedió al trono. La carga del impero parecía un peso inmenso sobre los frágiles hombros del heredero de los Tang.

Di tuvo que recurrir a toda su perspicacia para comprender el sentido de las palabras en apariencia anodinas que su interlocutor desgranaba. Según comprendió, Su Majestad se había interesado por el ejercicio de la medicina en su capital y deseaba que se pusiera orden en tales prácticas. La emperatriz, por su parte, deseaba que se mantuviera a su esposo con vida el mayor tiempo posible. Ignoraba si lograría conservar el poder cuando él faltara, y temía la venganza de cortesanos, príncipes y generales a los que había maltratado. Convenía, por lo tanto, erradicar a las personalidades subversivas del cuerpo médico. El consejero calló de golpe.

– Ya le he dicho más de lo que debiera -concluyó con preocupación mientras Di se preguntaba cuándo iría al grano.

Estas alusiones truncas no correspondían al investigador especial. Otro funcionario los esperaba ante la puerta de su despacho. El consejero le confió a Di y los entregó después de recomendar al mandarín la máxima prudencia en sus investigaciones.

Apenas dobló la esquina del pasillo, Di maldijo para sus adentros esta costumbre de la Corte de repartir estrictamente las prerrogativas entre los empleados según su grado de responsabilidad. El empleaducho que le acababan de presentar estaba, por suerte, bastante abajo en el escalafón para ofrecer información menos neutra.

– Se acaba de cometer un atentado contra la persona del emperador -murmuró al oído del viceministro.

Di sintió que el pelo se le erizaba bajo el gorro. ¡Así que le estaban pidiendo que detuviera a un criminal de Estado!

Según su informador, un adepto de Su Majestad había sido envenenado. Se trataba de una persona con entrada en los círculos más restringidos, un hombre que veía al Hijo del Cielo casi todos los días. El ultraje debía tratarse con la mayor atención. Asesinar a un miembro de su entorno equivalía a un crimen contra el Dragón mismo. El culpable sería identificado, atrapado y condenado a sufrir la muerte más horrenda.

¡Y él era el elegido para llevar a cabo esa tarea! Se preguntó cómo esperaban que desenredara el ovillo, considerando la escasa información de la que disponía. Di se disponía a oír los pormenores de este asunto tenebroso cuando una puerta se abrió delante de ellos. La cruzó, creyendo que iba a dar a otro gabinete. Antes de comprender qué ocurría, se encontró fuera, solo. ¡Lo habían sacado por una puerta reservada a la servidumbre! Había cruzado los límites del Pabellón de las Virtudes Civiles, salía de la Cancillería con una orden de misión, pero sin el menor asomo de pistas para cumplirla.

«¡Tengo que resolver un crimen, ignoro cuál; detener a un criminal, ignoro de quién se trata; por una víctima a la que ignoro qué le ha ocurrido!» Era el más increíble desafío que habían lanzado nunca a su sagacidad.

Habría entregado el meñique de su mano izquierda para averiguar por qué razón esos hombres no podían contarle las cosas tal y como eran. Mientras se alejaba de la Cancillería, pensó en quién podría proporcionarle la información que necesitaba. Ya que la élite administrativa se negaba a hablar, no le quedaba otra que dirigirse a una categoría muy distinta de empleados. Giró en dirección a la puerta del Pájaro Púrpura por la que había llegado esa misma mañana.

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