Frédéric Lenormand - Medicina para asesinos

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Un médico se ha atrevido a introducir un veneno mortal dentro del círculo del emperador de China. El juez Di recibe el encargo de investigar el Gran Servicio Médico, una institución única en el mundo que recoge todos los conocimientos médicos y forma a los mejores sabios del imperio. De la acupuntura a la farmacopea, Di emprende la búsqueda de un asesino brillante y temible y nos lleva a descubrir los refinamientos del arte médico chino.

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– ¡Venturoso! -exclamó su anfitrión, que no cabía en sí de alegría.

Se formó una ronda de criados cargados con bandejas llenas de golosinas de miel. Los dos hombres tomaron asiento sobre los cojines mientras llenaban sus cuencos con el más fino té tibetano.

– Este brebaje justifica por sí sola la invasión de esas montañas hostiles, ¿no le parece? -dijo el cortesano, en el mismo tono que debía de utilizar para divertir a Sus Majestades.

Empezaron charlando sobre asuntos sin importancia, como era habitual entre letrados. Di se mostró extasiado por la calidad de las pinturas que adornaban las paredes del elegante salón.

– ¡Coja una! -exclamó el marqués con un chasquido de los dedos.

Un lacayo descolgó de inmediato uno de los rollos de seda, lo enrolló en torno a su varilla y lo depositó en manos de Di. El mandarín se tragó entonces el cumplido sobre la delicadeza del mobiliario, por miedo a que lo obligaran a llevarse el asiento en el que estaba sentado. El marqués, considerando que ya había hecho esfuerzos suficientes para que su visitante se sintiera a gusto, adoptó la expresión de un gastrónomo que encuentra un insecto en la sopa. Rogó a Di que le disculpara por no estar al corriente de las últimas anécdotas picantes que debían de alimentar las crónicas mundanas. Lo cierto era que apenas salía ya; un lamentable contratiempo le obligaba a permanecer en casa, donde distraía su tiempo libre rogando a los dioses que conservasen a Sus Majestades en eterna salud.

– ¿Se puede saber qué es eso tan fastidioso que le ha ocurrido? -preguntó Di, pensando a su pesar en alguna enfermedad contraída en el barrio de los sauces, que este amante de todo tipo de bellezas debía de frecuentar sin freno.

Una sombra cruzó por la cara primorosamente afeitada del esteta.

– Hice una broma que, creo, hicieron llegar a oídos del emperador distorsionándola -soltó antes de lanzar un suspiro que no habría sido más doloroso si estuviese a punto de enterrar a toda su familia.

No hubo que presionarle demasiado para que repitiera esa broma, que el marqués pronunció con un arte digno de los mejores actores de Chang'an. A Di le costó mantener la sonrisa tensa que la corrección exigía. Hasta entonces había ignorado que en los círculos del poder se permitieran tales bromas a cuenta de las aptitudes físicas más íntimas de Su Majestad; tampoco creyó que fuese necesario deformar tales palabras: ya eran bastante insolentes tal cual.

– ¿Y esa inocente broma ha significado su expulsión? -preguntó cortésmente sorprendido, aunque entendía muy bien que a un individuo tan deslenguado se lo condenara a expiar sus insultos en sus tierras de Yuzhang.

– No -respondió el marqués espantando una mosca imaginaria con el revés de su mano-. En realidad, es mi amistad con los príncipes Li lo que me están haciendo pagar muy caro.

Li era el patronímico de los Tang. Los príncipes Li estaban emparentados con los tres emperadores que esta dinastía había dado hasta la fecha. Era curioso pensar que alguien pudiera caer en desgracia por sus vínculos de amistad con el clan del soberano. En realidad, los parientes del emperador estaban de punta con su esposa principal, nacida Wu, que se había esforzado en apartar a todos.

– Pero ¿qué he hecho yo? -declaró el marqués en tono casi jocoso-. Fui a verlos algunas veces, les hice pequeños favores… Se los debía: mi familia sirvió a sus órdenes, ellos hicieron nuestra fortuna. Saben que pueden contar con mi discreción. ¡Pues yo he oído cosas, ya lo creo, en esos palacios! Si la emperatriz quisiera, me complacería rectificar su juicio sobre el humilde y fiel servidor que tiene en mi persona.

Diciendo esto, dirigió a Di una mirada que éste consideró muy desagradable. El mandarín comprendió que tenía delante a un hombre astuto que sólo esperaba la oportunidad de traicionar a los Li para volver a la palestra.

– No dude en transmitirles mi buena disposición a la emperatriz -concluyó el marqués con gesto cómplice.

Di estaba demasiado impresionado para captar a la primera el mensaje.

– No dejaré de hacerlo el día que tenga la dicha de serle presentado -respondió con torpeza.

El marqués alzó las cejas y su mirada cambió. El ambiente se enfrió. Di consideró urgente exponer el motivo de su visita.

– He venido a cerciorarme de que se encontraba bien -dijo tras un largo silencio.

– Pero… me encuentro la mar de bien -respondió su anfitrión, cada vez más circunspecto.

– ¿De verdad? Yo temía que sufriese alguna indisposición. Me habían dicho…

– No tengo la menor idea de lo que hayan podido decirle -replicó con voz seca el marqués levantándose-. Perdóneme, mis deberes religiosos me llaman a la capilla.

Le dio la espalda y lo dejó plantado, sentado en su sillón, bajo la mirada ya menos amable de los criados que observaban de lejos. Di comprendió que los miramientos con que lo habían agasajado iban destinados al emisario imperial del que toda la casa esperaba trajera la orden de liberación, y no para el director suplente de un departamento administrativo encargado de las obras públicas. Había motivos para pensar que las oraciones que se pronunciaban en esa capilla hablaban de algo muy distinto de la eterna buena salud de Sus Majestades.

Los criados seguían mirándolo como si acabaran de descubrir a un gorrón comiendo del plato de su amo. Se levantó en medio de un silencio helado y salió de la estancia sin llevarse el regalito de bienvenida, seguido por un cordón de hombres vestidos de librea que lo escoltaron hasta la salida sin pronunciar una sola palabra.

Cuando la puerta se cerró a su espalda, Di se rindió a la evidencia: ninguna de esos tres personajes que tiempo atrás gozaron del poder había sido envenenado, al menos no hasta ahora. Para olvidar el disgusto, decidió regalarse un placer poco usual: dar un paseo a pie por los canales, sin porteadores ni guardas engalanados, para meditar sobre sus siguientes pasos.

El ambiente que encontró en su propia casa dos horas después se parecía al pánico que dominaba en casa de su predecesor en Aguas y Bosques. Sus tres esposas lo recibieron en el vestíbulo, rígidas y con expresión seria. Aunque no dijeron nada, él adivinó por su actitud que estaban muy enfadadas.

– ¿Qué ocurre? -dijo preguntándose si los dioses le concederían algún día la dicha de un hogar donde descansar de sus preocupaciones en un ambiente sereno.

– Nada, precisamente, señor -respondió su Primera, que parecía furiosa.

A lo largo de la tarde, todo habían sido disgustos y contrariedades. Las amigas a las que estaban esperando para charlar y jugar a dados habían enviado a sus criadas para disculparse por darles plantón: la ciudad parecía víctima de una epidemia de migraña y de pequeños problemas del mismo tipo. Las invitaciones a bodas o peticiones de mano que habían recibido en las últimas semanas habían sido anuladas de golpe. ¡Hasta los tapiceros habían olvidado acudir a presentar sus mercancías! La remodelación del salón rojo estaba parada y nadie podía decir cuándo reemprenderían los trabajos. Los más pequeños de la casa habían regresado de casa de su compañeritos contando que los habían echado.

Di se mesó maquinalmente su larga barba mientras sus esposas le ayudaban a desprenderse de su ropa oficial para ponerse otra más cómoda.

– Es triste, sí, pero no hay de qué preocuparse -aseguró, aunque en realidad pensaba lo contrario-. La gente de la capital es más voluble que en provincias. Ya veréis como mañana las cosas irán mejor.

Creía inútil alertar a sus esposas más de lo que ya lo estaban. Apenas tenía dudas del origen de sus disgustos: era él.

Su Primera Esposa no se dejó engañar. Esperó a quedarse a solas con él para leerle la cartilla.

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