Eduardo Zamacois - Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas

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Esta antología recoge un muestra representativa de la producción literaria de Eduardo Zamacois, considerado el inventor de la novela corta de quiosco y el máximo exponente de la novela galante. Añade a los relatos de terror de sus diversas etapas una comedia galante,una selección de sus memorias, una galería de autores contemporáneos y un epistolario que ofrece la posibilidad de descubrir la personalidad de este escritor español de origen cubano.

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«Como soy enemigo de inventar, aun cuando para ello tenga gran facilidad, la mayor parte de los incidentes de mis libros están basados en hechos reales de que fui protagonista o espectador, y que luego trueco o desfiguro según las necesidades o exigencias de mi obra»21.

«Hechos reales de que fui protagonista o espectador». ¿También cuando pintaba escenas del «gran mundo», sazonadas de aristócratas, plutócratas y damas de alcurnia? Cualquier afirmación absoluta requiere de matizaciones. Y esta no supone ninguna excepción. Él mismo se encargó de aclararlo: «La mayor parte de los incidentes de mis libros»; la mayor parte, ¿y el resto? Pues es muy evidente: de la realidad y de la experiencia de Zamacois formaban parte sus lecturas, enamorado por ejemplo de París, como tantos otros escritores y artistas de la época, a través de las novelas de Victor Hugo y Murger22. Lector memorioso, en los libros encontró los elementos para tales ambientaciones, proceso ciertamente atemperado a lo largo de su carrera: menos vividos y más literarios sus relatos en la primera de las tres etapas en que dividió su obra; menos literarios y más vividos después, proceso plenamente asentado en la tercera. «La fábula mejor es la más verosímil», leemos en Consuelo, apuntando un programa y adelantando un logro.

Eduardo Zamacois se dejaba llamar por los asuntos, disponía unos cuadernos de trabajo minuciosos y hacía lo que menester fuera para empaparse de la materia a novelar. La historia le conducía a situaciones de hambre, pues se apartaba durante días de la alimentación: «Las mismas páginas donde describo el hambre de Isabel Ortego», explicó en De mi vida a propósito de Memorias de una cortesana, «las compuse después de haber permanecido voluntariamente tres días justos sin comer»23. Y si al hambre por el hambre, al mundo de los trenes (Memorias de un vagón de ferrocarril) metiéndose a fogonero24 o al de los presos, pongo por caso, internándose en las prisiones, penado entre los penados, uno más en la rutina del patio y en la sordidez del enchiqueramiento25. No era ver la cara del hambre, informarse de las condiciones de los trenes o vislumbrar el penar de los encarcelados; se trataba de padecer los ladridos del estómago, de sufrir las angustias del preso. A partir de tales presupuestos el escritor inventaba desde la lógica de la historia y la coherencia de los personajes: cada uno de ellos «un hijo que se pone a discutir con su padre», fallido cuando las acciones perdían consecuencia26. Para caracterizar su fórmula narrativa, algunos críticos (Carmona Nenclares) han acuñado la expresión «realismo imaginario», a mi juicio nada desencaminada.

Puesto a escribir su trilogía más ambiciosa, Zamacois se miró, proclamándolo, en el espejo del Zola de aquella saga imponente de Les Rougon-Macquart27, «histoire naturelle et sociale d’une famille sous le Second Empire», cinco generaciones que «personnifieront l’époque, l’Empire lui-même», en total veinte novelas en más de dos décadas de trabajo (de 1871 a 1893), a su vez con el Balzac de la Comedia humana como referente. El maestro del naturalismo aspiraba a la «novela fisiológica», ganado por las teorías de Taine, enfrentado a las interpretaciones espiritualistas y a las especulaciones psicológicas, persuadido de que las obras de arte se explican mejor desde el estudio geográfico, la realidad económica y la situación social, influido por Claude Bernard, uno de los padres de la medicina experimental.

Recreando esas influencias y atenuando sus planteamientos, ahí se reconocen los propósitos y el estilo de Zamacois, también identificado con otros autores galos, como el Gautier de la literatura viajera (Constantinopla, Viaje a España, Viaje a Rusia), el Catulle Mendès de Para leer en el convento, Voltaire, Victor Hugo, Murger, Musset o Max Nordau (húngaro —Budapest, 1849— de origen hebreo, a partir de 1880 instalado en París), y naturalmente con algunos de sus contemporáneos españoles como Vicente Blasco Ibáñez, de quien se declaró admirador y cuya obra demostró conocer, y diversos compañeros de afanes, figuras de algún fuste entonces pero náufragos hoy en el ancho océano de la historia de la literatura. ¿Qué multitud de lectores recuerda, por ejemplo, a Jacinto Octavio Picón, José Zahonero o Eduardo López Bago, tres referentes de peso para Zamacois?

Jacinto Octavio Picón (Madrid, 1852-1923), educado en Francia y uno de los máximos exponentes del naturalismo español, académico por partida doble (Real Academia Española28, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando29), desempeñó la vicepresidencia del Patronato del Museo del Prado (formó parte de la comisión redactora de sus estatutos y dejó un rico legado al Museo de Arte Moderno) y consiguió acta de diputado republicano por Madrid30, significándose en calidad de político europeísta, distinguido por el Gobierno de Francia con la encomienda de la Legión de Honor.

Escritor profesional, de los pocos que en su época vivió de la pluma31, progresista, partidario de la justicia social y el feminismo, defensor del amor natural y enemigo de cualquier tipo de fanatismo, Picón fue biógrafo de Velázquez (obra ponderada por Gaya Nuño32), pionero en el estudio de la caricatura33, crítico canónico de arte desde Revista de España, Revista Europea, El Correo, La Ilustración Española y Americana, La Esfera, El Imparcial, del que fue corresponsal en la Exposición Universal de París de 1878, o Heraldo de Madrid y además cuenta en su haber con novelas y cuentos como La honrada, Dulce y sabrosa34, Tres mujeres, Drama de familia o Sacramento, auténticos best sellers en su momento. En refrendo de tanta notoriedad y buscando una respuesta masiva para el lanzamiento de El Cuento Semanal, Zamacois escogió su novela corta Desencanto para dar comienzo a la serie, acierto indiscutible, ya que alcanzó varias ediciones consecutivas con tiradas considerables. Renacimiento editó en los años veinte sus obras completas y Zamacois le dedicó un libro: Impresiones de arte, publicado por Sopena en 1905, antología de críticas literarias y artísticas35 un tanto extrañamente completada por un puñado de cuentos galantes. Picón pisó fuerte en aquel tiempo.

A su vez José Zahonero (Ávila, 1853-Madrid, 1931), con estudios de Medicina y Derecho en las universidades de Granada y Valladolid, se significó entre los partidarios de Zola36 e intervino junto a Clarín en el debate del Ateneo de Madrid sobre el naturalismo, pese a lo cual apenas se le cita de pasada o en condición de folletinista, etiqueta injusta37.

Zahonero debutó en el mundo literario con una colección de cuentos, Zig Zag (1881), y apenas tres años después llegó con La carnaza al cenit de su carrera en tanto que escritor naturalista, y digo bien: en tanto que escritor naturalista, porque a finales de siglo entró en crisis y, renunciando al anticlericalismo, la denuncia de la condición social de la mujer, el republicanismo y el determinismo, volvió a la fe católica, repudiando aquella etapa. «El renombrado cuentista es fervoroso católico, apostólico y romano», contó Polo Benito, «aunque cierto día díjome muy entristecido que en esto había pasado por breve tiempo de desvío […], por absorción en el aborrascamiento de un ambiente político y literario cargado de podredumbre »38.

Dotado para las descripciones y con dominio del diálogo, Zahonero naufraga por las estructuras y el sentido del relato, pecando de desordenado, efectista y grandilocuente. Alejandro Sawa, que a raíz de La prostituta lo proclamó «campeón del naturalismo radical», lamentó después su influencia: «En mi primera época hacía novelas truculentas, de un realismo zolesco exagerado, por el estilo de Zahonero, el de La carnaza […], cosas de que hoy me avergüenzo»39.

Eduardo López Bago (Aranjuez, 1853-Alicante, 1931), médico y zolista extremado (calificó sus novelas de «ensayos médico-sociales»), ingresó de golpe en la literatura y en el índice de obras prohibidas por la autoridad eclesiástica con Los amores (1876). Lo suyo consistió en un naturalismo radical, concretado en dos series: la tetralogía formada por La prostituta, retirada de la venta y denunciada, La pálida, La buscona y La querida, sembrada de elementos autobiográficos; y la trilogía «Amor y miseria», compuesta por La mujer honrada. La señora de López, La mujer honrada. La soltera y La mujer honrada. La desposada, enderezada de lleno a la denuncia de la moral sexual.

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