El bagaje de Cosmópolis se redujo a sendas ediciones de Doña Perfecta de Pérez Galdós, El seductor y Punto negro, quince mil ejemplares que descansaban «intactos» en el hotelito de marras cuando aquella entelequia se desmoronó. Carrascal, el capitalista, entendió la inversión perdida y regaló los libros a Zamacois, «por haber trabajado sin sueldo», que se apresuró a regresar junto al Sena, convencido de que los lectores se los quitarían de las manos, fantasía resuelta en las librerías de lance y por los bouquinistes97. Sin desanimarse por ello, el autor/editor retornó a Madrid dispuesto a seguir intentándolo, convencido de que antes o después acertaría con la fórmula del triunfo.
Fue pronto: una noche de finales de 1905 —afirma en Un hombre que se va— «en que las zozobras que trae consigo la penuria no me dejaban dormir, me asaltó la idea de fundar una revista que había de titularse El Cuento Semanal», novedosa revista literaria de periodicidad semanal y exclusivamente dedicada a la publicación de novelas cortas inéditas de autores españoles contemporáneos, de veinticuatro páginas y precio módico, 30 céntimos98. «No hubo en mi ánimo el menor titubeo», concluye99.
Sin capital para ejecutar el proyecto, este cuajó merced a la oportuna aparición de Antonio Galiardo, un joven con inquietud literaria y medios económicos. El número inaugural, Desencanto de Jacinto Octavio Picón, irrumpió el 1 de enero de 1907 y obtuvo un respaldo masivo, semana tras semana confirmado con tiradas de hasta cincuenta y sesenta mil ejemplares. Así las cosas, el negocio marchaba miel sobre hojuelas, pero miel sobre hojuelas de puertas afuera, porque de puertas adentro pronto surgieron tensiones, impagos y apremios, hasta el extremo de que Galiardo, rebasado por la situación, se quitó la vida el 30 de mayo de 1908. Zamacois insertó esta nota titulada «Antonio Galiardo» en la primera entrega post mórtem de la revista:
«Más de año y medio hace que él y yo nos unimos para fundar El Cuento Semanal. En las horas de esperanza y alegría, como en los momentos procelosos de vacilación o de quebranto, siempre estuvimos juntos; y le vi animoso, resuelto, seguro de sí mismo.
Yo le quise mucho. Era joven, era simpático, era artista…
Su generosa imaginación meridional iba muy lejos.
—Dentro de tres o cuatro años —decía— podremos introducir en el periódico “tal” reforma…
¿Cómo quien concedía a una obra suya vida tan larga pudo poner a la suya propia un fin tan brusco? ¿Qué idea negra oscureció su pensamiento y armó su mano? ¿Qué inextricable tragedia o qué desapoderado aletazo de locura lograron arrastrarle hacia la muerte en el espacio breve de una tarde?
Yo no lo sé; nadie lo sabe. Entre él y la curiosidad anhelante de los vivos, se alza ya el enigma frío y callado de las cosas inertes.
Todo esto es horrible, y cuanto más lo recuerdo menos sabría describirlo.
Yo le vi muerto…, yo vi cómo se lo llevaban… Pasó ante mí en una caja negra. ¡Oh…! ¡Qué quieto iba, qué misterioso…! Y aquello compone ahora en mi memoria un cuadro extraño, con brochazos negros y rojos y manchas blancas, manchas exangües, lívidas y tristes como la cera…
—Adiós, hermano…
Y queda, además, en esta Redacción, antes tan risueña para mí, una especie de pasmo, una sensación intraducible de estupor, de silencio, de frío, de olor a humedad que parece agarrarse a las paredes y amortiguar un poco la alegría luminosa de las lámparas. No es aprensión mía; en las sillas, sobre las mesas, a lo largo de los pasillos… hay algo que me dice:
—No está…
¡Ah!… Yo no te olvidaré nunca, tarde maldita del 30 de mayo»100.
De cara a los lectores, El Cuento Semanal prosiguió con normalidad, con nuestro escritor en solitario al frente. Sin embargo, la realidad era muy distinta. Porque Rita Segret, viuda de Galiardo, y Zamacois entraron de inmediato en desavenencias irreconciliables, concretadas en denuncias y pleitos. La ruptura afloró a finales de año. Zamacois insertó en el último número publicado bajo su dirección una «Despedida. A mis lectores» hábil, cruda y bien graduada:
«En los primeros días de septiembre de 1906 fue a verme a mi casa un caballero como de treinta años, simpático y elegantemente vestido. Me abrazó.
—¿No se acuerda usted de mí?
Quedeme perplejo unos instantes, pues aunque soy fisonomista excelente, tardo mucho en asociar los nombres a las figuras. Al cabo mi memoria se iluminó.
—¡Sí! —dije—. Ahora caigo. Usted es Antonio Galiardo. Perdone usted… ¡pero usted ha cambiado! Le encuentro mucho más grueso, tiene usted mejor… ¡Si hasta me parece que ha crecido usted!
—Es cierto —repuso—, ahora vivo bien, porque vivo sin trabajar. Mi padre murió y he heredado bastante; puedo decir que soy rico. Además, me he casado. Soy, por tanto, eso que los franceses llaman un homme rangé.
Y prosiguió:
—Actualmente resido en Barcelona, pero deseo trasladarme a Madrid y fundar un periódico. Para esto le he buscado a usted. Quiero que trabajemos juntos. Yo recuerdo que hace años, cuando yo no tenía nada ni valía nada, usted fue bueno para mí.
Hablamos. Me dijo que su proyecto era fundar una revista del corte de Nuevo Mundo, pero en colores y a 15 céntimos.
—Eso es un disparate mayúsculo —le repliqué—: Nuevo Mundo está confeccionado admirablemente y es imposible competir con él.
—Entonces, ¿qué podríamos hacer? ¿Tiene usted alguna idea?
—Sí, señor.
—¿Cuál?
Con todo espacio y minuciosamente, pues se trataba de un proyecto que desde hacía mucho tiempo yo traía prudentemente sopesado y medido, le expliqué lo que El Cuento Semanal había de ser».
Galiardo y Zamacois se entendieron al instante, y aunque los profesionales expresaran pronósticos fatales, ellos, sin desalentarse, persistieron. Y la fortuna les sonrió, apuntándose en su haber «uno de los éxitos periodísticos más grandes de estos últimos tiempos». ¿Y después? Primero sobrevino la fatalidad del suicidio; a continuación la viuda se desentendió y El Cuento Semanal iba en directo hacia la suspensión, pero él supo evitarla atento al interés de los suscriptores y para «demostrar que el periódico tiene vida propia, puesto que conmigo, que carezco de bienes de fortuna, ha vivido desde mayo acá». Pero el año se cumplía y, rodeado de hostilidad, dijo basta:
«El abintestato me disputa la propiedad de El Cuento Semanal (que yo creo me pertenece en virtud de cierto contrato que firmamos Antonio Galiardo y yo el día 18 de marzo de 1907) y los tribunales que entienden en el asunto no me permiten cobrar ni aun mi sueldo de director, en tanto que la cuestión que se litiga no quede resuelta. Y yo no puedo trabajar gratuitamente un año y otro, yo soy pobre y los engranajes judiciales marchan muy despacio».
En consecuencia, entregaba las cuentas y se iba. «Vivo y lleno de autoridad sale el periódico de mis manos.» Quien lo recibía, «si quiere, lo continuará». Él abandonaba, orgulloso de haber conseguido «una síntesis admirable de la mentalidad española actual»101.
Dueña absoluta de la revista, Rita Segret prosiguió sin pérdida de fecha, posiblemente para asombro de Zamacois, que evidentemente la minusvaloraba. Además nombró un nuevo director literario, Francisco Agramonte, y «en legítima defensa» respondió al exsocio de su marido, poniendo algunas cartas boca arriba. Zamacois no abandonaba por su voluntad ni por cansancio. Es más, ni siquiera abandonaba. Había pleiteado hasta el fin, y había perdido. Salía —lo sacaban— de allí por mandato judicial:
«Sin mi intervención, sin mi consentimiento, el Sr. Zamacois publicó el periódico el día 5 de junio y ha seguido publicándolo hasta el 25 del mes último. El juzgado de primera instancia del distrito del Centro le requirió en 3 de agosto “para que se abstuviera de publicar el periódico, para que bajo apercibimiento de ser procesado por desobediencia entregase todo lo que perteneciente a El Cuento Semanal tuviera en su poder, y para que me rindiese cuenta de su gestión durante el tiempo que llevaba publicándolo”. El Sr. Zamacois no acató la orden judicial, pidió reposición de ella, que le fue denegada, apeló ante la Audiencia, promovió demanda reclamando la propiedad…¡Cuantos recursos conceden las leyes, otros tantos utilizó en mi perjuicio durante estos siete meses!».
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