Eduardo Zamacois - Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas

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Cortesanas, bohemios, asesinos y fantasmas: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta antología recoge un muestra representativa de la producción literaria de Eduardo Zamacois, considerado el inventor de la novela corta de quiosco y el máximo exponente de la novela galante. Añade a los relatos de terror de sus diversas etapas una comedia galante,una selección de sus memorias, una galería de autores contemporáneos y un epistolario que ofrece la posibilidad de descubrir la personalidad de este escritor español de origen cubano.

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—¡Socorro…, que me matan…! —gritó.

Engañado el empleado del tren, arremetió contra Fermín Alonso, a quien inmovilizó, sujetándole por los brazos; circunstancia que el facineroso aprovechó para asestarle debajo de la mandíbula un golpe que le tiró al suelo sin conocimiento.

Sofocado y restañándose con un pañuelo la sangre que le enrojecía el semblante, el taimado añadió:

—Ha querido robarme…, poco ha faltado para que me matase…, avise usted a la policía…, ¡pronto!…, ¡antes de que se recobre! ¡Yo cuidaré de él!…

El «ruta», asustado, salió precipitadamente a cumplir la orden. No bien se fue, el ladrón se inclinó sobre el caído, le desabotonó el chaleco, donde sabía que aquel llevaba guardado el dinero, y desapareció.

Cuando el «ruta» volvió, seguido de dos policías, Fermín Alonso estaba solo.

LA MUERTE MISTERIOSA DE LUZ ESTEBAN

NUEVE AÑOS CONSECUTIVOS, Luis López, antiguo croupier, había sido feliz, plenamente feliz, entre las prisiones tibias y fragantes que las magníficas pupilas verdosas, la melena dorada y los brazos blanquísimos de Luz Esteban pusieron a su carne y a su corazón. Hermosa, rica y selecta, aquella mujer poseía esa fuerza suave y cautivadora —fuerza de resistencia— con que los remansos hondos debilitan el ímpetu emigrador de los ríos; y así, semejante a una ola fatigada, el aventurero se detuvo en ella. Más tarde, junto al Amor fortificado y como legalizado por el tiempo —¿qué es una ley sino una costumbre escrita?—, el Hastío asomó su rostro bostezador. En el decurso de otros dos años, esta desgana se transmutó en antipatía y, finalmente, en odio intolerable. A pesar de lo cual, el amor no se iba. Para Luis López, peregrino de innúmeras romerías sentimentales, Luz simbolizaba el pasado, la melancolía inefable de los días extintos; era el recuerdo, la ruina querida y veneranda. Desgraciadamente, su alma epicúrea no se satisfacía con la contemplación. Necesitaba del Hoy palpitante. Quizá el aborrecimiento, más codicioso cada vez, que le mordía sólo fuese, en puridad de verdad, el deseo de apurar libremente las delicias de «la hora que pasa». Sin renunciar al cariño de Luz, precisaba de otros cariños. La admiraba, pero la sentía incómoda, absorbente. Luis López era como esos turistas que, después de extasiarse ante la magnificencia de la Alhambra, corren en busca del regocijo maquillado de los music-halls.

Además, ella, en un arranque de previsión maternal, había testado a favor de su amante, instituyéndole heredero único de sus bienes; el contrato de la casa que habitaban, lo mismo que los relativos a diversos negocios que emprendieron, estaban a nombre de él. Ella, de consiguiente, aparecía anulada, y lo que no hace falta estorba.

Entonces apareció en el oscuro espíritu del ingrato la idea del crimen. El crimen representaba la riqueza, la libertad, la orgía sin freno. Había, pues, que eliminar el obstáculo; pero cautamente, sin comprometerse. Un asesino avisado dispone de infinitos recursos para burlar la justicia. Y la impunidad no suele hallarse en los viajes largos, pues las fronteras están vigiladas, ni en ningún medio extraordinario de ocultación, sino en los detalles: hay detalles evidentemente triviales y que, no obstante, bastan a borrar una pista.

Convencido de esto, Luis López aplicose a meditar en aquel astuto pormenor o circunstancia que, de llevar a término su vitanda intención, había de ponerle al abrigo de peligrosas sospechas. La rebusca fue laboriosa, prolija, y se convirtió en obsesión. Muchas veces, sentado enfrente de su probable víctima, quedábase inmóvil, sin acordarse de fumar, los ojos dilatados y ausentes, persiguiendo una idea en la que vislumbraba un camino. Extrañada de verle tan absorto, tan lejos, Luz solía exclamar:

—¿En qué piensas?…

El miserable parpadeaba, sonreía; puede afirmarse que despertaba. Y luego, con suavidad feroz:

—En ti pensaba —decía.

Era cierto: en ella reflexionaba incansablemente, y semejante al ajedrecista que estudia una combinación definitiva, así perseguía el ardid que había de defenderle ante los tribunales. Aquella treta a zancadilla exculpadora él la sentía —la adivinaba— junto a él, fácil, accesible, perfectamente encubridora por obra de su misma sencillez.

Al cabo la halló. Mejor dicho, fueron cinco, que no una, las circunstancias amparadoras con que magistralmente acertó a taparse.

Mediaba octubre.

Una tarde, terminando de almorzar, Luis López preguntó a Luz:

—¿Cómo sigue la madre de Benita?

La interrogada hizo un mohín de ignorancia.

—No lo sé; creo que está muy enferma.

Benita era la criada.

—Debías autorizarla para que luego, a la nochecita, fuese a verla.

—Como quieras, pero díselo tú; diciéndoselo tú tardará menos en volver.

Él repuso, galante:

—No; quien debe otorgarle el permiso es la dueña de la casa. Aquí, entre estas paredes, la autoridad máxima la ejerces tú.

Luz Esteban sonrió, halagada.

—Como gustes.

Él insistió, meloso y artero:

—De ese modo el favor te lo agradecerá a ti.

Transcurridos unos momentos, el futuro asesino, que ya comenzaba a devanar su plan, con reposados pasos salió del comedor.

Luz inmediatamente llamó a la criada:

—¿Has tenido nuevas noticias de tu madre?

A la moza se le acuitó el rostro; sus ojos pitañosos se humedecieron.

—No, señora…

Con el delantal se restañó una lágrima, y añadió, temblorosa la voz:

—Lo peor es que cayó en cama con pulmonía. ¡Figúrese usted…! Y como para cuidarla no tiene más que a mi hermana, que es chica…

Luz Esteban miró el reloj. Pronto serían las cuatro.

—¿Acabaste de fregar?

—Todavía no he principiado.

—Pues friega y vístete, para ir a ver a tu madre.

—¡Ay, sí, señora!… ¡Dios se lo pague a usted!

Pasada una hora —ya empezaba a palidecer la luz en los balcones—, Benita se asomó al gabinete, en donde sus amos tertuliaban.

—¿Tienen ustedes algo que mandar?

Luis López manifestose sorprendido.

—¿Adónde va la muchacha?

—Le di permiso —replicó Luz— para ver a su madre.

—¡Ah, muy bien…!

Benita saludó, y segundos después la puerta de la escalera se cerraba tras ella con un eco que a Luis López le pareció extraño. Luz, de súbito, sintió miedo.

—Voy a pasar el cerrojo —dijo.

Intentó levantarse, pero su amante no le dio tiempo, e inclinándose sobre ella, cual si fuese a besarla, con una barbera, que a prevención llevaba abierta, la degolló. El golpe lo asestó con la mano izquierda, para que más adelante los forenses hablasen de la zurdidad del asesino, y fue tan certero y hondo que la víctima sucumbió sin quejarse.

Hecho esto, lavose pulcramente en el fregadero de la cocina, se vistió, y a las seis —a la hora de todos los días— marchose a la calle. En el zaguán saludó a la portera.

—Buenas tardes, señora Julia.

—Buenas tardes, don Luis…

Al doblar la esquina, el asesino, que tenía prisa en desarrollar su proyecto, subió a un auto.

Veinte minutos más tarde, la señora Julia y las dos vecinas que, de vuelta de sus compras, habíanse detenido a platicar con ella vieron aparecer en el zaguán, a medias invadido por las penumbras crepusculares, un hombre metido en una trinchera gris. Aquel individuo cruzó el portal con paso rápido, musitó vagamente un saludo al enfrentar la portería y emprendió el ascenso de la escalera, ganando los peldaños de dos en dos. Un sombrero negro y haldudo, derribado indolentemente sobre una oreja, le recataba el rostro.

—¿Habéis reparado en ese? —comentó la señora Julia, siguiéndole con la vista—. Le falta un brazo…

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