Jorge Eslava - Mirador de ilusiones

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Para muchos educadores es motivo de sorpresa que algunas artes pasen de largo por la escuela, sin atravesar sus puertas, como si fueran adversarias del conocimiento, de la sensibilidad o del juicio crítico, capacidades indispensables en la formación estudiantil. Una expresión artística contemporánea como el cine —podría ser el cómic o la televisión— ha sufrido este desdén de parte del sistema educativo; a menudo ninguneada por las autoridades y temida por los docentes, ha terminado apartada de los planes de lectura y arrojada al tacho de los malos hábitos pedagógicos. Bien conducida, una sesión de cine no significa una pérdida de tiempo ni una invitación al desorden académico. La cinematografía ha cumplido ciento veinte cinco años y, junto con la música, es el mayor consumo artístico entre los jóvenes: largometrajes, documentales o series cautivan sus miradas y eso debe comprometer responsablemente a la escuela. En su empeño por ofrecer nuevos enfoques en la educación, Eslava ha escrito este nuevo libro para nuestras profesoras y profesores preocupados por enriquecerse culturalmente e innovar sus formas de enseñanza en las aulas. Mirador de ilusiones fija dos vigas maestras: el reconocimiento del valor estético del cine y su aprovechamiento para profundizar muchas materias. No para convertir el cine en una asignatura —advierte el autor—, sino para usarla como una herramienta de enorme poder educativo que tiende a hundirnos dignamente en lo humano.

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Acaso el punto más alto del desarrollo del documental resida en la obra del cineasta estadounidense Robert J. Flaherty, quien incorporó al género un sentido dramático. Su extraordinario testimonio fílmico Nanuk, el esquimal (1922), un documental mudo rodado durante los dos años que su director convivió con los inuit, ha quedado como un ejemplo de consonancia entre la vida y la obra de un creador. Poco se comenta sobre su alejamiento del cine, pero se sabe de los problemas que enfrentó con la crítica y con sus productores: su película The Land (1942) fue prohibida por su tono demasiado pesimista; y, por otro lado, abandonó dos de sus proyectos ya comenzados, Sombras blancas y Elephant Boy , por haber sido retocadas de forma muy comercial.

Flaherty fue muy riguroso con su trabajo, en el que realizó labores de sociólogo, antropólogo y geólogo, además de descubrir algunas técnicas que lo llevarían a convertirse en el padre del primer híbrido: la docuficción, un género frecuentado más adelante por cineastas de la talla de Jean Rouch y Agnès Varda, el primero considerado el inspirador de la nouvelle vague y ella como la grand-mère de la nouvelle vague . No hace mucho ha estrenado, con 88 años de edad, su último trabajo: Rostros y lugares (2017), un retrato relajado y hasta divertido sobre un artista callejero 7.

Como este estudio juega a ser un cuaderno de apuntes —similar al que llevaba al cine cuando era un joven estudiante—, mencionaré sin detalle los géneros que han formado mis gustos. En primer lugar, el mundo épico que encarnaban héroes como Maciste, Hércules, Sansón o Goliat, que hacían delirar a la platea con sus burdos trucos y colores chillones. Era la representación de un mundo grandioso, lleno de fuerza sobrehumana y de enfrentamiento entre el bien y el mal. No sé por qué lo han bautizado como género péplum , lo cierto es que poco después de los dibujos animados fue lo primero que me emocionó 8. Después, vino el cine negro o film noir , empezando por las películas que pasaban los domingos por televisión hacia fines de los sesenta y principios de los setenta. Las veía con mi padre, quien me hablaba admirado de la fotografía, la escenografía y por supuesto de su santoral de actores conformado por Edward G. Robinson, James Cagney y Humphrey Bogart. Yo prefería al granítico Robert Ryan.

Mi padre tenía razón al destacar el trazo expresionista de las imágenes y la línea estilizada de la escenografía. También de las actuaciones, pues sus personajes son sinuosos y cínicos, enigmáticos y al margen de la ley. Una femme fatale ponía el toque sensual y, al final, el más sorpresivo. Como buen lector, sabía que la construcción formal de la historia era muy cuidadosa, minada de elipsis y metáforas. No encendíamos la luz de la sala, era como estar en el cine, apenas una débil iluminación caía sobre la pantalla, y dentro estaba el claroscuro de la ciudad, la inquietud de las sombras y los borrosos límites entre la virtud y la vileza. En plena adolescencia, mi mundo dejó de ser el de los superhéroes para observar una sociedad injusta y violenta, aunque menos impúdica de lo que es hoy. Lo que he señalado tal vez sean los rasgos principales del cine negro.

Las películas del Oeste las vi más en series televisivas, todas de producción norteamericana. No sé por qué, pero ya desde niño me molestaba que siempre ganara el joven —así le decíamos al hombre blanco, guapo y misterioso—, que enfrentaba a una multitud de indios que aparecían desorbitados y ordinarios; hasta que llegó de la mano de Sergio Leone el spaghetti western o wéstern europeo, que se puso muy de moda entre los sesenta y los setenta. Esas películas donde todo parece provenir del destierro sí me cautivaron, es como si cada elemento fuera imprescindible para su realidad: imposible extirpar la música o los decorados o a cualquiera de sus turbios personajes sin echar a perder el filme. Después ya se desflecó un poco, pues contuvo su violencia y ofreció a cambio un tono picaresco con la trilogía de Trinidad, aunque me siguieron gustando.

Con el tiempo conocí algo de la evolución del wéstern estadounidense, tan vinculado a la historia de su nación —como los poemas épicos El mío Cid o La canción de Rolando para España y Francia, respectivamente—, con películas como La caravana de Oregón (1923), de James Cruze, y El caballo de hierro (1924), de John Ford. En estas primeras décadas del siglo XX es todavía un cine tosco, con personajes planos y arenas humeantes. Pero se convertirá en un género considerable con el propio John Ford, tan fiel a su naturaleza, quien alcanzará a descollar en la cinematografía mundial con La diligencia (1939), Pasión de los fuertes (1946) y Fuerte apache (1948). Otros directores importantes de este género son Howard Hawks, Raoul Walsh, John Sturges y, por supuesto, el crepuscular Sam Peckinpah. Recomendaría ver La pandilla salvaje (1969), La balada de Cable Hogue (1970) y Pat Garrett y Billy the Kid (1973).

Los géneros se fueron diversificando y, además, fueron encontrando acomodo en variadas categorías como tema, estilo o modos de producción. También de moda, por supuesto; hablar hoy del cine de culto o del cine independiente no deja de ser una expresión bastante moderna. Si nos referimos a los géneros convencionales, tendríamos que mencionar la comedia, el drama, la ciencia ficción, el romance, el terror, la aventura… Cerraré estos fragmentos con un género que no termina de convencerme emocionalmente, pero que merece mi admiración: el musical.

No es ninguna novedad afirmar que el silencio está en los orígenes del cine; entonces, pensar en la integración del canto y el espectáculo coreográfico como ejes de una historia significa sin duda el resultado de una madurez del cine sonoro. Y lo curioso es que el género musical no solo marca un depurado progreso técnico, sino incluso el nacimiento del cine sonoro; aunque en este punto haya surgido recientemente una duda: hasta hace pocos años la película El cantante de jazz (1927), dirigida por Alan Crosland, era considerada la partida de bautizo del género, pero se ha descubierto una veintena de cortometrajes de Lee de Forest, fecundo inventor estadounidense, que comprobaban su método para incorporar sonido a las películas. En uno de ellos, From Far Seville (1923), aparece una adolescente Conchita Piquer cantando coplas españolas.

Recordar filmes musicales nos lleva a la imagen de la gran industria del cine y a los ostentosos espectáculos de Broadway, aunque también a una escala íntima: la nobleza que despertaba una pareja formada por Fred Astaire y Ginger Rogers, por ejemplo, en El desfile del amor (1929), de Ernst Lubitsch; o la plasticidad y gracia de Gene Kelly —patrono del género—, bien con Leslie Caron en Un americano en París (1951), de Vincente Minnelli; o con Debbie Reynolds en Cantando bajo la lluvia (1952), dirigida por Gene Kelly y Stanley Donen, que representa “una deliciosa evocación de los difíciles años del cine sonoro” (Gubern, 2016, p. 347).

Sí, es la película de la inmortal escena de casi cinco minutos en la que el protagonista se despide de su amada, despacha al taxi y se echa a caminar feliz bajo la lluvia torrencial; de súbito empieza a cantar y a bailar, da uno y dos pasos para trepar al poste, luego gira como un barrilete, bordea la acera y va zapateando rítmicamente sobre los charcos. Es una preciosa exhibición de claqué callejero, que según la leyenda fue filmada en una sola toma.

Todavía recuerdo cuánto me sorprendió ver Amor sin barreras (1961), de Robert Wise y Jerome Robbins; y Los paraguas de Cherburgo (1964), de Jacques Demy. En ambos casos, fui al cine con mi padre a ver una película convencional y de pronto todos los diálogos eran cantados, como en una ópera popular. Para un chico de trece o catorce años era raro. La primera es una película norteamericana inspirada en Romeo y Julieta (1597), la tragedia teatral de William Shakespeare, que tiene actuaciones soberbias con la encantadora Natalie Wood, Rita Moreno y George Chakiris. La música pertenece al extraordinario Leonard Bernstein. La otra es una película francesa, con Catherine Deneuve y Nino Castelnuovo, quienes encarnan a una pareja de enamorados que sufre la separación a causa de la guerra de Argelia. Años después, el reencuentro entre ellos será casual y definitivo. Es un filme emotivo e ingenuo, con colores brillantes y contrastados, con escenas muy domésticas y un decorado de casa de muñecas.

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