EL JARDÍN
DE LAS ILUSIONES
Niño, Jairo Aníbal, 1941-2010
El jardín de las ilusiones / Jairo Aníbal Niño ; ilustraciones
Maribel López Roa. -- Segunda edición. -- Bogotá : Panamericana
Editorial, 2021.
80 páginas : ilustraciones ; 21 cm. -- (Colección Corcel)
ISBN 978-958-30-6353-4
1. Cuentos infantiles colombianos 2. Niños - Cuentos infantiles
3. Magia - Cuentos infantiles 4. Magos - Cuentos infantiles 5. Vida
cotidiana - Cuentos infantiles I. López Roa, Maribel, ilustradora II.
Tít. III. Serie.
I863.6 cd 22 ed.
Segunda edición, junio de 2021
Primera edición, Carlos Valencia Editores, 1996
Primera edición en Panamericana Editorial Ltda.,
marzo de 2000
Autor: Jairo Aníbal Niño
© Herederos de Jairo Aníbal Niño
© Panamericana Editorial Ltda.
Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57 1) 3649000
www.panamericanaeditorial.com
Tienda virtual: www.panamericana.com.co
Bogotá D. C., Colombia
Editor
Panamericana Editorial Ltda.
llustraciones
Maribel López Roa
Diagramación
María Paula Forero Díaz
ISBN 978-958-30-6353-4
Prohibida su reproducción total o parcial
por cualquier medio sin permiso del Editor.
Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.
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Bogotá D. C., Colombia
Quien solo actúa como impresor.
Impreso en Colombia - Printed in Colombia
EL JARDÍN
DE LAS ILUSIONES
Jairo Aníbal Niño
Ilustraciones
Maribel López Roa
Aquella mañana Sebastián estaba desesperado porque no encontraba su apreciada piedra de la luna. Ese guijarro es uno de sus mayores tesoros. Lo adquirió a cambio de la astronómica suma de cinco bolas de cristal, una moneda antigua, setecientos pesos, un lapicero nuevo, cincuenta caramelos de fresa y una fórmula mágica —ligeramente usada— para hacerse invisible.
Como lo temía, Sebastián escuchó el llamado de su padre. Don Facundo posee una voz de bajo profundo que pone a temblar la casa. También es el dueño de un bigote inmenso. Algunas personas afirman que ese bigote es una selva de pelos en la que se ocultan iguanas, osos y pájaros. Y algo de eso debe de ser cierto porque en ocasiones don Facundo silba de una manera tan hermosa que a nadie puede engañar. Todos sospechan que no es don Facundo el que canta, sino alguno de los pájaros que se esconden en su frondoso bigote.
Sebastián se acordó, al fin, de que para protegerla de los ladrones había guardado la piedra de la luna debajo de la almohada. La tomó y salió presuroso de su cuarto acosado por los insistentes llamados de su padre.
Una mujer joven, toda vestida de verde, bajó por las escaleras.
«Mi mamá parece un árbol», pensó Sebastián.
—Hijo, debes ponerte un suéter, la bufanda y el gorro de lana —dijo la mujer.
—¿Todo eso? —inquirió Sebastián.
—Sí; todo eso —afirmó la mujer.
—Pero... mamá... no tengo frío —balbuceó Sebastián.
—Obedece a tu madre —ordenó don Facundo.
—No se les olvide traer la canela, el azúcar y la harina de trigo —dijo la mujer.
—¿Podemos comprar caramelos de fresa? —preguntó el niño.
—Eso lo decide tu padre —dijo la mujer.
—Vamos, que se nos hace tarde —ordenó el hombre.
Sebastián y don Facundo salieron de la casa rumbo a la plaza de mercado. Avanzaron a lo largo de una calle adoquinada y doblaron en una esquina en la que se había congregado una tribu de perros. Uno de ellos, muy pequeño y muy negro, escapó del círculo en el que lo habían colocado los demás y se hizo a la sombra de los pasos de Sebastián. El niño decidió darle su protección y ahuyentó a un perro colorado que se proponía a toda costa evitar la retirada del negrito. Sin palabras, solo con el pensamiento, el niño le habló al perro negro.
«Tranquilo, yo te protegeré».
El perrito lo miró a los ojos y ladró como si cantara.
«No revelaré tu secreto», agregó Sebastián con el pensamiento. «Yo sé que eres un gato disfrazado de perro. Debes tener mucho cuidado. Los perros estuvieron a punto de descubrirte».
El negrito ladró de manera cantarina, saltó por encima de una barda y desapareció.
Don Facundo se detuvo y dijo:
—¿Viste? Ese animal saltó por encima de la barda. Creí que era un perro pero después de ver ese movimiento tan ágil, juraría que era un gato.
El niño sonrió y no dijo nada.
El sol salió de improviso de un banco de nubes e iluminó la calle y el cuerpo de una mansión de dos pisos, pintada de color durazno y con un balcón inmenso que ocupaba la fachada. En ese balcón se destacaba una maceta de buen tamaño en la que nadie había sembrado nada desde hacía mucho tiempo. A Sebastián siempre lo habían intrigado el color azul cobalto y los dibujos de dragones que adornaban la barriga de ese tiesto. Lo veía como una abierta mano de barro pidiéndole a alguien una limosna. Al lado de la maceta sin oficio se balanceaba una jaula en la que permanecía un pájaro triste.
A Sebastián comenzaron a temblarle las rodillas a causa de dos miedos. El primero lo producía don Severo. Ese hombre ventripotente y hosco era el dueño de la mansión pintada de color durazno, era el alcalde municipal y, como si eso no fuera suficiente, también era el padre de Úrsula, una niña muy bella, dueña de unos ojos tan grandes y profundos que Sebastián evitaba encontrarlos por el temor de tener que recorrer esa mirada por toda una eternidad.
De pronto se abrió el portón de la casa y apareció don Severo con aires de gran señor. El saludo entre él y don Facundo fue ceremonioso. El pájaro preso en la jaula cantó y en ese instante Sebastián descubrió que el ave era un astronauta hechizado por una bruja del planeta Saturno.
Don Severo arqueó las cejas, miró desde su altura al niño y muy tieso dijo:
—¿Y cómo le va a este caballerete en la escuela?
—Bien... señor... —balbuceó Sebastián.
—Lo dudo... —barbotó don Severo—. En estos tiempos todos los muchachos son unos vagos.
Dirigiéndose a don Facundo, agregó:
—En nuestra época todo era diferente. Siempre hacíamos gala de obediencia, respeto y seriedad.
En el balcón apareció Úrsula y Sebastián sintió entonces que un automóvil loco recorría a tremenda velocidad las carreteras de su corazón.
Don Severo respondió con un movimiento de la mano a la sonrisa de su hija que lo contemplaba desde el balcón. Luego arrugó el ceño y le habló a Sebastián:
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