Fue un ambiente impetuoso, de nuevas modas y apariencias femeninas, de concurridos bulevares y cafés bohemios, de cabarés y galerías de arte frecuentados por la alta burguesía y la clase media. Pero, además, una realidad que descubría en la sociedad nuevos valores económicos y culturales con la consolidación y expansión del capitalismo, que hacía confiar en el progreso de la ciencia, las artes y la tecnología. Su traducción en nuestro país a inicios del siglo XX fue denominada por Jorge Basadre como la República Aristocrática .
Aunque fueron años de crecimiento económico, se agudizaron los contrastes sociales y las luchas políticas; surgieron los primeros sindicatos frente a la explotación en las fábricas, pero hubo cierto abandono ante el despotismo que oprimía el interior del país, principalmente en las minas de la sierra, en el cultivo del algodón y de la caña de azúcar en la costa, y por la fiebre del caucho en la Amazonía. En medio de esta explosión social, económica y cultural en el mundo de Occidente, el cine empieza a dar sus primeros pasos.
Es justo mencionar que antes de la primera proyección cinematográfica por parte de los hermanos Lumière, en el Grand Café de París a finales de 1895, los avances en la técnica fotográfica del siglo anterior habían actuado como importantes antecedentes. En este sentido, debemos mencionar a Thomas Alva Edison, pues con el quinetoscopio estuvo cerca de inventar el cine. Quien efectivamente le dio un gran impulso y categoría artística fue el ilusionista francés Georges Méliès 1, quien incorporó los efectos especiales de sus espectáculos al cine. Hizo del cine un arte, todavía rudimentario, pero de poderoso encantamiento.
Es de imaginar que las primeras películas tenían pocos minutos de duración, la actuación de actores y actrices era bastante teatral, se abordaban temas simples —y no tan simples, como veremos— y la producción artística era muy de bajo presupuesto. Veamos, a manera de ejemplo, unas películas con un tema que emociona tanto en el pasado como hoy. El beso ( The Kiss , 1896), dirigida por William Heise, recreaba la escena final de un musical de Broadway titulado La viuda Jones . Bastarían un único plano y veintitantos segundos de acaramelamiento entre May Irwin y John Rice para que escandalizaran a la sociedad de la época. Treinta y un años después se exhibirá —¡vaya atrevimiento!, dirían algunos— el primer beso gay de la historia del cine: dos jóvenes aviadores se acarician y besan a manera de despedida, uno de ellos está a punto de morir, en el filme Alas ( Wings , 1927) de William A. Wellman. Mientras que el primer beso lésbico aparece en Marruecos ( Morocco , 1930), de Josef von Sternberg, con una siempre perturbadora Marlene Dietrich, quien vestida de hombre y luego de interpretar una canción en un cabaré, besa a una muchacha del público.
Desde la cuarteta romántica de Gustavo Adolfo Bécquer: “Por una mirada, un mundo; / por una sonrisa, un cielo; / por un beso... yo no sé / qué te diera por un beso”; a los versos del poema “Piedra de sol”, del escritor mexicano Octavio Paz: “todo se transfigura y es sagrado, / es el centro del mundo cada cuarto, / es la primera noche, el primer día, / el mundo nace cuando dos se besan”, hay una gran diferencia de estilo, pero un mismo desvarío amoroso. En su homenaje, recordemos algunos besos memorables del cine: el más largo dejó a Regis Toomey y Jane Wyman casi sin respiración, pues les exigió más de tres minutos en la comedia Estás en el ejército ahora (1941), de Lewis Seiler.
De los envidiables besos mencionaría el que protagonizan Humphrey Bogart e Ingrid Bergman en la notable Casablanca (1942), un clásico de Michael Curtiz. Aunque sea un filme sensiblero y con George Peppard como partner , la chispeante Audrey Hepburn, sumada al precioso fondo musical y el aguacero sobre sus cabezas en la escena final de Desayuno con diamantes (1961), de Blake Edwards, justifican su mención. Y llegamos al nuevo siglo con la comedia francesa Amélie (2001), de Jean-Pierre Jeunet, en la que Audrey Tautou no presiona sus labios contra los de Mathieu Kassovitz, sino que apenas los toca rozando la comisura de sus labios, su cuello y su párpado.
Otro beso original es el de Tobey Maguire y Kirsten Dunst en El Hombre Araña ( Spider-Man , 2002) de Sam Raimi. Un adolescente Peter Parker colgado boca abajo, también en una escena lluviosa como en Desayuno con diamantes , acaba de propinar una paliza a unos hampones que atacaron a su vecina Mary Jane Watson y deja que ella descubra parte de su rostro para gratificarlo rendidamente. En Diario de una pasión ( The Notebook , 2004), de Nick Cassavetesy protagonizada por Ryan Goslingy Rachel McAdams, tenemos otro beso empapado —esta vez con borrasca, lago y patos amaestrados— que parece durar una eternidad. Pero mi beso de cine favorito es uno intenso y desesperado entre dos desconocidos: un Marlon Brando maduro y una jovencita Maria Schneider, quienes apenas se han cruzado un instante en la cabina telefónica y se reencuentran unos minutos después en un apartamento vacío. Usted ha adivinado, es la polémica película El último tango en París (1972), dirigida por Bernardo Bertolucci. Una película que, ciertamente, yo jamás pasaría en una clase de colegio.
ÉPOCAS QUE MARCARON
Antes de entretenernos con esas veleidades, quisiera referirme al asunto central del presente capítulo y abordar algunos períodos o movimientos decisivos en la historia del cine. Conviene recordar que este arte no nace de la noche a la mañana, sino que es consecuencia de un largo proceso de inventos y eventos, de progresos tecnológicos y de actividades artísticas conquistadas por la humanidad. Contribuyeron tanto el diorama, que fue un entretenimiento popular en la sociedad del siglo XVIII, como los principios del teatro aristotélico; la fotografía y, más precisamente, la cronofotografía; como los espectáculos de feria; o la linterna mágica y la novela europea del siglo XIX. Creo que lo que hizo fue valerse de toda la sagacidad e imaginación que fue dispensando la historia.
Antiguamente se sostenía que el origen del cine se producía en el encuentro entre dos concepciones y prácticas antagónicas que presentaba la producción cinematográfica. Por un lado, una vertiente objetiva, de carácter documental y cuya fundación se podría atribuir a los hermanos Lumière; por otro lado, una más artificiosa, con voluntad ilusoria, que correspondería a la vertiente creada por Georges Méliès. Con el tiempo ambas irían adaptándose e integrándose, conformando el complejo producto que es el cine. No conviene hoy caer en este esquematismo didáctico, porque sería una tarea muy ardua o infructuosa encasillar las películas de los primeros años solo en realistas o fantásticas.
Contaré una anécdota familiar para graficar el cine mudo, que es del primer período del que quiero hablar. Veíamos con mi primer hijo El pibe (1921), de Charles Chaplin. Ni él ni yo cruzábamos una palabra. Era evidente que la historia sencilla y sentimental —ciertamente melodramática— lo tenía cautivado, pero no imaginaba qué otras consideraciones pasaban por su mente infantil. Un par de veces lo vi sonreír, nada más. ¿Ustedes recuerdan las experiencias de abandono y miseria que narra la película? Sin embargo, el genial director se las ingenia siempre para hacer gala de su humor más tierno, no exento de crítica social.
Cuando terminó la película me interesó conocer su opinión y conversamos un buen rato, tal vez no hubo nada que me sorprendiera. Hasta que me hizo un par de preguntas propias de la intuición de un niño: “Pa, ¿antes la gente solo veía en blanco y negro?” y “¿Por qué todos se movían tan rápido?”. Seguramente sonreí y traté de contestar de la manera más convincente; con los años he comprendido mejor la hondura de las preguntas. Que mi hijo no cuestionara la falta de color, que aceptara el código cromático, era aceptar parte del lenguaje que ofrece el cine mudo 2.
Читать дальше