Y sobre el movimiento podría afirmar casi lo mismo. Usted, amable lector, sabe que se rodaba con frecuencia de dieciséis fotogramas por segundo, pero se proyectaba con frecuencia de veinticuatro. Este disloque descomponía el ritmo, pero no era ese detalle lo que incomodaba a mi hijo. Lo aceptaba así; le preocupaba más bien que las personas vivieran tan agitadas. Es decir, él aceptaba la “realidad” del filme; ahora me digo que tal vez permitir que ingresen dichos códigos en la sensibilidad del espectador es una forma de conocer y valorar los méritos del cine mudo. Los recursos rudimentarios son, cuando existe talento, una valiosa fuente de inspiración.
Claro que no olvido otro detalle: el silencio. No el de nosotros, espectadores atentos, sino el de la pantalla. ¿Por qué no me dijo nada sobre la mudez de los personajes? ¿Realmente no “hablaban”? ¿Acaso no escuchó susurrar a los ladrones para hurtar el carro, tampoco el llanto de la criatura ni el ruego del vagabundo ante el juez para evitar que ingrese al niño a un hospicio? Creo que sí y muy claramente, porque le bastó interpretar las imágenes. He sabido que el formalista ruso Boris Eichenbaum propuso un concepto sugestivo dentro de la semiótica, el del discurso interior , que es precisamente el contacto que se produce entre el espectador y las imágenes, prescindiendo del sonido. Por eso lamento que se hayan ensayado algunas fórmulas para dotar de diálogo a los personajes, con globos a manera de los comics, que desvirtúan la precariedad y el desafío que significa apreciar una película muda.
Tal vez muchos recuerden la terquedad de Chaplin para no introducir el sonido en sus películas, cuando ya a fines de la segunda década del siglo XX empezaba a ser el camino de cineastas y productoras. Él opta, más bien, por incorporarlo con pinzas y sin alterar la estructura narrativa de su propuesta original. Y, sobre todo, sin traicionar a su personaje que personificaba el arte de la pantomima. Así lo hace en Luces de la ciudad (1931), una película que se ajusta a las convenciones del cine mudo, pero que sí apela a efectos de sonido.
Un buen ejemplo lo encontramos en la escena inicial, en la que unos señorones dan un discurso de inauguración de una estatua y lo que escuchamos son pitidos incomprensibles, que en el fondo podrían tomarse como rechiflas de las películas sonoras. Sin embargo, el mejor ejemplo lo tenemos en el portazo —que no se oye— de un coche de lujo justo cuando pasa el vagabundo pobretón delante de la florista ciega, quien lo confunde con un hombre acaudalado. Este embrollo es un eje importante de la trama sentimental que une a los dos personajes. Lo cierto es que, por otras vías, tal vez principalmente a través de la comedia y los dibujos animados, la voz y la música fueron convirtiéndose en sustrato esencial del cine a partir de los años treinta.
Permítame, amable lector, saltarnos una década y media en la historia del cine; me refiero a la época de oro del cine norteamericano, la golden age de Hollywood, que cubre desde 1930 hasta mediados de la década del cuarenta. Ya instalado completamente el sonido —para lo cual recibió un gran impulso del desarrollo de la radio—, este cine perfecciona sus mecanismos artísticos y de producción; modela y da brillo a su star system con actrices y actores de la talla de Greta Garbo, John Gilbert, Vivien Leigh o Clark Gable; define mejor sus géneros privilegiando el melodrama, el film noir y el wéstern. Pero todo este esplendor empieza a declinar con la invasión de la televisión.
Así llegamos al neorrealismo, movimiento cinematográfico italiano del que quisiera ocuparme brevemente. La primera película que conocí de esta escuela fue Umberto D . (1952), de Vittorio de Sica, en el canal 4 o 5 de entonces. Le encantaba a un tío, pero a mí me pareció aburridísima. Narra la historia de un viejo y solitario empleado del gobierno, que apenas puede sobrevivir con su pensión de jubilado. Casi al final de su vida atraviesa una adversidad tras otra —pierde su habitación, a su perro fiel y la amistad de una joven criada—, su salud es cada día más endeble, por lo que decide quitarse la vida… Estamos frente a una de las películas más extremas del neorrealismo, natural y prolija, casi sin argumento, pues se “limita” a seguir al personaje en un tiempo que parece corresponder al de la realidad.
Acababa de salir del colegio cuando vi extasiado, en el cineclub de la Universidad de San Marcos, El evangelio según Mateo (1964), de Pier Paolo Pasolini. Una película tardía del neorrealismo, cuyos fundamentos de simplicidad, cotidianidad y desgarrada humanidad están humildemente al servicio de una película religiosa. Esa carga ideológica, que siempre he admirado en el neorrealismo, me descolocó. Yo provenía de una educación católica, con palmeta y catecismo, donde los textos y las películas que nos pasaban mostraban vírgenes y cristos exquisitos, y aquella noche tenía en la pantalla a Jesús, a su sagrada familia, a los doce apóstoles y a una multitud de mujeres y hombres desheredados, muchos de ellos andrajosos y hundidos en la miseria. La película testimonia la vida de Cristo —desde su nacimiento hasta su muerte y resurrección—, según el más prosaico de los cuatro evangelios; y no por azar, su elección marca la aspereza estilística de Pasolini.
El neorrealismo renueva la narración cinematográfica no solo por haber rodado en exteriores o gracias a sus encuadres y movimientos de cámara, sino principalmente por la utilización de diversas técnicas de los novelistas norteamericanos como Faulkner o Hemingway; es decir, fragmentando la realidad y recomponiéndola artísticamente de acuerdo más con una urgencia “biológica” que “dramática”. No sorprende, por lo tanto, que muchas de sus películas se basaran en novelas o que sus guionistas como Pier Paolo Pasolini o Cesare Zavattini cultivaran también la narrativa de ficción. A propósito, el venerado crítico y teórico de cine André Bazin tiene un ensayo sobre el neorrealismo que tituló “El realismo cinematográfico y la escuela italiana de la liberación”, que apareció originalmente en la revista Esprit (en enero de 1948) y que me exime de dar mayores comentarios:
Lo mismo pasa hoy con el cine italiano. Su realismo no encierra en absoluto una regresión estética, sino, por el contrario, un progreso en la expresión, una evolución conquistadora del lenguaje cinematográfico, una extensión de su estilística […]. Entendamos, grosso modo , que quiere dar al espectador una ilusión lo más perfecta posible de la realidad, compatible con las exigencias lógicas del relato cinematográfico y los límites actuales de la técnica. Por ello, el cine se opone netamente a la poesía, a la pintura, al teatro, y se aproxima cada vez más a la novela. (Bazin, 2001, p. 199)
Antes de pasar al cine moderno, me permito sugerir algunos filmes del neorrealismo italiano apropiados para un público escolar: además de Ladrón de bicicletas (1948), por supuesto, del mismo Vitorio de Sica tenemos Los niños nos miran (1944) y El limpiabotas (1946); Alemania, año cero (1948), de Roberto Rossellini; La strada (1954), de Federico Fellini; Rocco y sus hermanos (1960), de Luchino Visconti; y, finalmente, Los olvidados (1950), de Luis Buñuel, que si bien es una película mexicana, se inscribe en la misma tendencia, aunque con un ramalazo surrealista.
El primer gran impacto del cine moderno lo recibí con Las cosas de la vida (1970), de Claude Sautet. Recuerdo muy bien aquella tarde: había faltado al colegio, estaba en un cine de barrio en el distrito de Magdalena, cuando en la pantalla aparecieron unas imágenes en cámara lenta —apenas iniciada la película— de un accidente automovilístico con un hombre al volante. Corte. Enseguida el mismo personaje, acariciando y contemplando la línea de la espalda de una bellísima Romy Schneider. Luego el personaje que no consigue controlar el coche y el descarrilamiento. Corte. El personaje besando el cuello a la misma mujer, ahora con anteojos escribiendo a máquina. Antes solo habíamos visto la desgracia en la carretera, la congestión de gente, la llegada de la policía y la ambulancia. Ingresan al herido al hospital y, a través de sucesivos cortes en la narración, él va recordando su vida jalonada en dos direcciones: por su esposa y por su amante.
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