Jorge Eslava - Un placer ausente
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Este tiempo ha acentuado mis hábitos solitarios. Los serenos paseos por el malecón —mi exmujer vive en un edificio de los acantilados de Barranco— y por otro lado la concurrencia un poco a ciegas al cine, cuando, camino a casa, me quedo en el Cinematógrafo o en alguna de las salas de Larcomar. Las caminatas son una bendición: me oxigenan, divago a mis anchas y suelo fumar menos que cuando estoy en casa. Además llego exhausto, inundado de brisa marina, con el cuerpo dispuesto a hundirse en la cama y soñar.
Pero esta última noche volvía muy triste. Es verdad que había conseguido distraer a Camila; después de un momento en el sofá, terminamos bromeando, la acompañé a comer, jugamos a la memoria y veíamos uno de sus programas en televisión, cuando sonó la llave en la cerradura. Era la señal. Desde el acuerdo que tomamos con su madre, nunca la había omitido ni postergado: abracé muy fuerte a Camila y le deseé un lindo fin de semana. Cumplí con el ritual de siempre: le robé una uva, la lancé al aire y la encajé en mi boca. Saludé a su madre, recogí mis cosas y partí. Partí sin haber podido contestar algunas de las preguntas que Camila me hizo.
El sábado estuve dedicado a quehaceres domésticos. El departamento donde vivo es un lugar pequeño y húmedo, en el segundo piso del Leuro, acaso el edificio más antiguo de Miraflores. Hacia las cinco de la tarde salí a almorzar en un restaurante vegetariano que queda a un par de cuadras, de regreso pasé intencionalmente por la librería de la avenida Larco. Sabía que no disponía de mucho tiempo, pues debía corregir una pila de exámenes y no dejar nada para el domingo —había quedado con mis padres en ir a su casa, hasta La Punta, a pasar el día—, pero siempre surge una corazonada y decidí cruzar el umbral.
Pocas sensaciones más felices que hallar un libro impensado. Podemos entrar a una librería con un título memorizado o incluso con una lista de libros en la mano y ciertamente nos producirá un gran placer hallar el libro o los libros que durante un tiempo nos parecían imposibles. Pero no dejará de ser una repetición, un gusto advertido; habremos recibido la recomendación de un amigo, averiguado algo del libro o picoteado porque lo tuvimos prestado y lo quisimos propio. Pero cuando de pronto un libro desciende del cielo, nadie nos anunció nada de él, por lo tanto ese libro no existía, hasta que viene al mundo para despertar ante nuestros ojos.
Eso me ocurrió con El pato y la muerte , del artista alemán Wolf Erlbruch. 4Uno de los trabajos más delicados que he visto en mi vida, por la fineza estética del texto y de las ilustraciones, y además por el modo tan cuidadoso que aborda el tema de la muerte. Era el libro que necesitaba para leer con Camila; estaba todo contenido en esa historia de encuentro entre un pato silvestre y una criatura descarnada, de cuencas vacías y boca inmóvil como una cicatriz. El atuendo que lleva parece la bata insignificante de un jubilado antes que el capote oscuro que esconde una guadaña. La conversación que sostienen ambos es de gran inteligencia, con levísimos toques de humor:
—¿Quién eres? ¿Por qué me sigues tan de cerca y sin hacer ruido?
La muerte le contestó:
—Me alegro de que por fin me hayas visto. Soy la muerte.
El pato se asustó. Quién no lo habría hecho.
—¿Ya vienes a buscarme?
—He estado cerca de ti desde el día en que naciste… por si acaso…
—¿Por si acaso?— preguntó el pato.
—Sí, por si te pasaba algo. Un resfriado serio, un accidente… ¡nunca se sabe!
—¿Ahora te encargas de eso?
—De los accidentes se encarga la vida; de los resfriados y del resto de cosas que os pueden pasar a los patos de vez en cuando, también. Solo diré una: el zorro.
El pato no quería ni imaginárselo. Se le ponía la carne de gallina.
La muerte le sonrió con dulzura.
El lector acomodará los escalofríos donde menos duelan y sentirá el regocijo en las andanzas de los dos personajes: juntos se bañan en el estanque, suben a un árbol, se asisten con ternura y contemplan una vida que se extingue. Son los últimos días del simpático animal sobre la tierra, mientras, sin aspavientos, hace preguntas que la muerte tampoco podrá contestar. Como yo o quizás como cualquiera. Porque para ese instante final no hay respuesta convincente, solo un gran río de color misterioso:
Hasta que un día, una ráfaga de aire fresco despeinó las plumas del pato y este sintió frío por primera vez.
—Tengo frío —dijo una noche—. ¿Te importaría calentarme un poco?
La nieve caía. Los copos eran tan finos que se quedaban suspendidos en el aire. Algo había ocurrido. La muerte miró al pato. Había dejado de respirar. Se había quedado muy quieto. Le acarició para colocar un par de plumas ligeramente alborotadas, lo cogió en brazos y se lo llevó al gran río. Allí lo acostó con mucho cuidado sobre el agua y le dio un suave empujoncito. Se quedó mucho tiempo mirando cómo se alejaba. Cuando lo perdió de vista, la muerte se sintió incluso un poco triste. Pero así era la vida.

No soy ninguna autoridad en el tema de la muerte. Es más, aún me turba demasiado. Tengo un gran temor, no a la muerte personal (aunque no sabremos nunca cómo la enfrentaremos), sino a la de mis seres queridos. Mis padres están vivos y desde niño me angustiaba, sobre todo cuando discutían, que uno de los dos dejara de respirar. Me aterraba la imagen que veía de ellos, enardecidos y fuera de sí, diciéndose cosas terribles. Corría a encerrarme a mi cuarto para rogar a dios que ninguno de los dos muriera y sollozando, como lloran los niños cuando están solos, deseaba morirme pronto.
He despedido a tíos mayores y dolientes, cuyas muertes eran previsibles. Nadie muy cercano. No conozco, por lo tanto, el torrente de sufrimiento que arrastra la enfermedad de un pariente en casa, el desconsuelo de un velorio, el duelo incomprensible. Esas carencias han dramatizado mi relación con la muerte y no quisiera esa condición para mi hija. Los cuentos primitivos, que eran ritos de formación, hablan a menudo de la muerte como una presencia doméstica permanente. Las familias vivían hacinadas en sus viviendas; los niños veían morir a sus animales y plantas, a sus abuelos y padres. Los enterraban, celebraban misas y los guardaban un tiempo en la memoria. Después todo era olvido.
No obstante, el arte ofrecía paliativos como la religión: atenuaba el dolor y prolongaba la vida terrenal en una dimensión casi sagrada. Aún hoy la literatura nos enseña a hacer frente al acabamiento biológico y curar sus heridas emocionales. No quiero recordar las grandes obras universales, sino algunos libros álbum que he leído últimamente: Ramona la mona, de Aitana Carrasco; Regaliz , de Sylvia van Ommen; ¿Cómo es posible?, de Peter Schössow; y una historia de un abuelo, cuyo título… 5El primero presenta un niño de casi seis años, quien vive en casa con su familia y una pequeña fauna. De a pocos, a algunos les «llegará su hora»: al abuelo, a los pececitos. Pero también nacen otros seres como su hermanita, a quien llama «Ramona la mona». En Regaliz, un gato y un conejo conversan si cuando suban al cielo disfrutarán de todo lo que tienen ahora. Y la pequeña protagonista, en ¿Cómo es posible?, carga un gran bolso, con ciego pesar y reprendiendo a medio mundo… es que ha muerto Elvis, su canario, a quien lleva a enterrar.
Preciosos libros, en armonía de texto e imagen, que me traen inevitablemente la poesía de Luis Valle Goicochea, 6tal vez nuestro mejor poeta de literatura infantil. Sus primeras ofrendas Canciones de Rinono y Papagil (1932) y El sábado y la casa (1934) están atravesados por la muerte —el tío viejo, la nodriza, el compañero de escuela, la hermanita—, pero ninguna escena me parece más conmovedora y representativa que la que dedica a su humilde mascota, que «no tenía lindos colores: era oscuro pero bueno». Ha desaparecido, voló más allá de los eucaliptos y acaso ha muerto. «¡Dios no lo quiera!», exclama el poeta, para terminar con estos versos: «¿Qué será del pajarito lindo? / Papá me dice a mí, el mayor de los hermanos, / que ese no saber dónde está / se llama incertidumbre».
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