Jorge Eslava - Un placer ausente

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Resultado de un proceso de indagación y participación en eventos académicos, conversaciones con estudiantes y profesores, sumado a la experiencia docente del autor en aulas escolares y universitarias, el libro propone una historia que concilia ensayo, novela y periodismo, desde la mirada de un maestro, protagonista de un drama familiar que nos acerca a asuntos pedagógicos en forma dinámica.

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Como una ráfaga, recuerdo la biblioteca de La Punta; en su viejo local pasaba, cuando era adolescente, tardes enteras leyendo novelas clásicas. Un espacio sosegado y cómodo, donde unos pocos niños y jóvenes, casi siempre los mismos, nos saludábamos amablemente como miembros de una congregación de solitarios. Esta biblioteca se ha mudado a la Casa del Adulto Mayor y me pregunto qué implicancia puede tener ahora, para los chicos del distrito, el concepto del acto de leer.

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Reviso la tesis que tengo refundida en mis estantes y encuentro algunas respuestas de alumnos universitarios —de las muchas encuestas que realicé—, que impiden la descomposición de mi trabajo. Temo que pronto sea un fósil. Son opiniones que conviene incluir en la especie de pizarrón en que ha ido convirtiéndose este cuaderno de apuntes. Creo que en la China antigua, el datzibao era una suerte de gran mural donde se escribían eslóganes y todo tipo de textos breves que reproducían el ánimo de una comunidad. Lo que quedó, por ejemplo, en las paredes de París cuando estalló Mayo del 68. Recuerdo haber leído en una revista cubana el trabajo de recopilación de grafitis y apostillas que hizo Julio Cortázar al recorrer aquellas calles adoquinadas. No eran pintas de carácter partidario, sino profundamente políticas y culturales, impregnadas de un ácido aliento subversivo.

Esta muestra de la tesis responde a una pregunta de la encuesta, referida a la imagen que conservan los alumnos de la biblioteca de su colegio: «Era decepcionante. Salvo dos o tres títulos, todo olía a guardado. Incluso la bibliotecaria» / «Lo que abundaba eran los ejemplares preuniversitarios y había, bien al fondo, un solitario estante de literatura. En medio de tantas hojas secas, parecía una aguja en un pajar» / «Mi colegio es religioso y la biblioteca es un templo de libros santurrones» / «Había ejemplares de temas delicados: abuso sexual, prostitución, violencia familiar y callejera; pero el estante estaba con llave y solo podrían abrirla los profesores» / «Mi mamá hizo una donación de libros (ella trabaja en una gran imprenta), pero nunca vi esos libros en la biblioteca» / «Cuando en historia estudiábamos la Santa Inquisición y el profesor explicaba las cámaras de tormento, todos gritaron: ¡La biblioteca! ¡La biblioteca!» / «Nuestra biblioteca era más anticuada que Una noche en el museo (la película)» / «Si iba a la biblioteca provocaba entre mis amigos una larga lista de preguntas: ¿Por qué lo haces? + ¿Acaso hay tarea? + ¿Te han castigado? + ¿Qué trabajo de investigación han dejado?» / «Siempre tuve buenas notas en el Plan Lector, pero nunca necesité de la biblioteca; bastaba con las separatas y el rincón del vago» / «Solo entraba a la biblioteca para dejar el material de los profesores. Yo era el encargado» / «La biblioteca era un lugar cómodo y tranquilo… para dormir» / «Una vez leía Crepúsculo en la biblioteca y la bibliotecaria me quitó el libro. Después la Fraterna me dijo: “Los vampiros tienen un significado erótico, esotérico y maligno”. Y se quedaron con mi libro». En medio de esta andanada, una voz redentora: «Yo leía mucho después de clases, mientras esperaba la movilidad. La biblioteca era ideal porque podía estar en silencio y escoger el libro que quisiera».

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Tal vez la lectura sea uno de los actos más dignos y libertarios de la experiencia humana. La única posibilidad en la que el ser humano, apenas paseando sus ojos por unas líneas, adquiere la magnífica facultad de volar de una región a otra, de entrar a una botella como el genio libanés o de hablar con el burro bíblico de Balaam. La lectura nos revela las dimensiones fantásticas de la realidad, pero también nos permite explorar las complejidades del saber: La vida de las hormigas (1930) de Maeterlinck o nuestro pasado histórico en la pluma de Garcilaso de la Vega o el mundo futuro en la ciencia ficción de Isaac Asimov.

Porque la lectura debiera ser un camino al conocimiento, el discernimiento y la imaginación. En la escuela se dice y repite que leamos por nuestro bien; que el contacto de nuestros ojos con los trazos misteriosos de la página nos provee de información, amplía nuestro vocabulario y nos dota de una cultura necesaria para el medio social. Estas consejas, sin duda, son bienhechoras y serían cabalmente acertadas si nuestros profesores agregaran a sus exhortaciones: la lectura ofrece, además, una forma intensa de disfrute.

El viejo maestro Borges recomendaba que «la lectura debe ser considerada no como una carga, sino como una fuente de felicidad». Sabiduría que no debería olvidarse en las escuelas. No bastan las admoniciones, sobre todo si se cree que la lectura solo enseña conocimientos y valores. Parece importar poco si el profesor conoce el texto o no, si el estudiante ha sido suficientemente motivado o no. Como existirá siempre el instrumento pedagógico del castigo, la práctica mecánica de la lectura puede estar garantizada, pero su enorme provecho intelectual será desperdiciado.

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En un cuento titulado «Cómo y por qué odié los libros para niños», del libro Magdalena peruana y otros cuentos (1986), Alfredo Bryce explica divertidamente lo aburrido que eran la mayoría de libros infantiles (y juveniles) y que la exigencia de consumir aquellas obras terminaba por lograr el efecto contrario: aborrecer la lectura. En una nota periodística poco conocida, García Márquez refiere algunas situaciones de «cómo los profesores de literatura pervierten a sus alumnos». Cuenta cómo a su hijo Gonzalo lo martirizaban sometiéndolo a arbitrarios cuestionarios de lectura sobre una novela que, para colmo, era El coronel no tiene quien le escriba (1971). García Márquez reseña los contrasentidos en los que han caído las evaluaciones de lectura en la escuela, formulando preguntas memorísticas o de un simbolismo antojadizo. Y sugiere que un curso de literatura debiera limitarse a ofrecer una buena guía de lectura. Me pregunto quién más puede garantizar un conveniente listado, si no es un profesor bien entrenado.

Dedicar a la lectura en la escuela un tiempo diario, como una gimnasia que modela nuestros músculos, es indispensable en la formación de futuros ciudadanos para un país mejor. Durante ese tiempo —treinta minutos puede ser el periodo sugerido—, los estudiantes tendrán la oportunidad de sumergirse en mundos posibles elegidos voluntariamente, como también de indagar en la realidad para conocer mejor el medio y a sí mismo. Elegir el libro es ya el comienzo de una postura crítica que el buen lector, en el curso de su aventura, no abandonará jamás.

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El escritor pedagogo Daniel Pennac nos ilumina y alienta en su libro Como una novela (1992) —nunca sabremos, por su heterodoxia, a qué género literario pertenece—, al presentarnos un escenario escolar poblado de una galería de estudiantes radicalmente enemigos de toda forma de civilización. Estamos en una especie de barbarie juvenil de los países altamente industrializados. En este ambiente, el lector, guiado por una prosa poligonal —voz múltiple, referentes actuales, variadas técnicas— es testigo línea a línea de cómo la sana erosión va ganando en la dura coraza de sus alumnos. Terca gota que horada la piedra y que lleva al narrador a decretar al final: «Es una tristeza inmensa, una soledad en la soledad, estar excluido de los libros».

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