Jorge Eslava - Un placer ausente

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Resultado de un proceso de indagación y participación en eventos académicos, conversaciones con estudiantes y profesores, sumado a la experiencia docente del autor en aulas escolares y universitarias, el libro propone una historia que concilia ensayo, novela y periodismo, desde la mirada de un maestro, protagonista de un drama familiar que nos acerca a asuntos pedagógicos en forma dinámica.

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—¿Cuánto le debo, señora?

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Soy profesor de quinto grado de primaria en todas las asignaturas y sigo con una mezcla de celos y fascinación la buena estrella del profesor de Literatura. Debo confesar que quisiera estar en su lugar y que a ratos alucino: invoco un virus que lo deje fuera de combate unos meses y pueda reemplazarlo en sus clases sobre el realismo urbano o la Generación del 27. Aunque hay días en que su presencia ensimismada y algo sombría me despierta una rara curiosidad. «Debe ser poeta… o al menos narrador», me digo bajo los efectos de un curioso fetichismo. La estructura del colegio impide compartir momentos con otros profesores, en especial con aquellos de distinto nivel, así que me complacía imaginándolo en su escritorio, desvelado y bajo la luz de una lámpara, escribiendo un libro secreto. O tumbado en la cama, con la ropa puesta, leyendo como un descosido.

Una mañana entré al teacher’s room y lo encontré doblado sobre una pila de cuadernos, corrigiendo con cara de pocos amigos. «Es mi oportunidad», pensé. Me tentó la idea de iniciar una conversación con él y de paso despejar mis dudas sobre su oficio creativo, si escribía poemas o cuentos metafísicos.

—Buenas… qué duro corregir tantos cuadernos.

Levantó los ojos y me observó con desconcierto, como preguntándome «¿a mí te diriges?» o «¿qué otra cosa puedo hacer?». No me contestó, pero su mirada había sido tan sugestiva que me animé a soltar prenda.

—¿Qué género escribe? Porque a mí me gusta… mejor dicho, trato de escribir poesía.

—No escribo nada.

Esta vez no levantó la mirada. Su respuesta podía expresar un ejemplo de modestia o que dejara de importunarlo con mis preguntas o que, realmente, no escribía nada pero que era un apasionado lector. Dudé unos segundos antes de inclinarme sobre esta última opción: no cabe duda, es un gran lector. Lo que dice bellamente Privat: «El lector lee como el pescador pesca. Es solitario, inmóvil, silencioso, atento o meditativo, más o menos hábil o inspirado. Se considera como evidente que el lector lee cuando lee como el pescador pesca cuando pesca, ni más ni menos. Aprender a pescar, como aprender a leer, consiste entonces en dominar ciertas técnicas de base y probarlas progresivamente en corrientes de agua o en flotas de textos cada vez más abundantes». Animado por estas disquisiciones, decidí desafiarlo y aporreé nuestro trabajo rutinario, que robaba horas a la creación pero que felizmente estábamos obligados a leer un montón…

—¿Leer un montón? —repitió mi frase con una ligera inflexión de cansancio y creo que hasta de antipatía.

—Bueno, claro —balbuceé—… todo profesor de Literatura tiene que leer no solo obras clásicas sino lo que se publica actualmente.

—¿Para qué?

Mortificado, levantó la mirada y me clavó los ojos desafiantes.

—¡Tonterías! —exclamó—. ¡Los libros del curso me los sé de-memoria!

Se refería a los manuales de Literatura de tercero, cuarto y quinto de secundaria. Era suficiente para él, ahí estaba depositado todo su saber humanístico. Le sostuve la mirada unos segundos, después él prosiguió con su corrección de cuadernos: «biografía del autor», «corriente literaria», «títulos de sus obras»… lo noté tan seguro de su verdad, tan sólido y confiado en la inspiración de sus libros sagrados. Poco importaría esta anécdota, tampoco me produciría desazón ni molestia, incluso la hubiera olvidado, si no hubiera comprobado tantos casos semejantes a lo largo de estos años.

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Me he dado una vuelta por las librerías. Es sorprendente el ágil reflejo del mercado: en cuestión de meses, estos locales han instalado secciones nutridas de literatura infantil y juvenil. En algunos casos, como en las librerías El Virrey o el Fondo de Cultura Económica, no son solo estanterías con libros para niños y jóvenes que se suman a las tradicionales estanterías de literatura hispanoamericana, novela extranjera o ensayos de lingüística, sino que han habilitado espacios apropiados —cojines multicolores en el suelo, mesas y sillas en miniatura— para que los chicos se acomoden a leer a sus anchas.

Sin proponérmelo, he recordado cuando mi padre me llevaba de niño a las librerías. En aquella época mi padre era un personaje en algunas librerías, porque además de buen conversador —qué charlas entusiastas con los libreros de antaño—, era un magnífico comprador. Tenía crédito en Castro Soto, La Familia y Studium, a cuyos establecimientos, repartidos en varios distritos de Lima, llegábamos a quedarnos un rato largo. No diré que eran las horas más felices de mi vida, pero no la pasaba nada mal: fisgoneaba títulos clásicos, acariciaba el repujado de algunas cubiertas, me extasiaba de volúmenes ilustrados y picoteaba la prosa elegante de los cuentos y las fábulas que me fascinaban. No había secciones destinadas a los pequeños lectores… la novela Corazón o los relatos de Andersen o una selección de Las mil y una noches formaban parte del maravilloso conglomerado de la gran literatura universal.

Tampoco recuerdo libros embolsados, carteles de promoción ni vendedores despistados. La librería era una especie de biblioteca animada, donde se hablaba con fervor de novedades y hallazgos librescos, entre sobrios anaqueles de madera. Ahí dormían un sueño sobresaltado las mejores creaciones de Pavese, Hemingway o Camus… víctimas de la irrupción de nuestra mano o de nuestros ojos. Los encargados de venta, muchas veces el mismo propietario, dispuestos siempre a brindarnos su orientadora y contagiante pasión por la lectura. Creo que antes la librería representaba un mundo menos ambiguo, ajeno al ambiente de supermercado… hoy se han ampliado e iluminado los espacios, multiplicado los rótulos de clasificación y el vendedor no deja de ofrecer alguna mercancía a cambio del libro que hemos solicitado. Vistas así las cosas, qué modesta aparece ahora la imagen que retengo de ayer: mi padre con un paquete de libros y un niño a su lado, yo regordete y con anteojos, llevando un libro en su mano, ansioso porque sabía que en casa se convertiría en un mundo por descubrir.

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A la distancia, es para alegrarse: el número de libros infantiles ha crecido considerablemente y son objetos en empaques cada vez más lucidos. Las editoriales extranjeras apuestan por el mercado peruano y nuestras casas editoras han afrontado la competencia, descubren autores y empiezan a producir libros a granel. Leer en la escuela se ha convertido en un asunto de actualidad y todos parecen comprometidos. Pero la percepción de la realidad tiene otro margen espacial: de cerca los libros muestran un contenido bastante conservador, la lectura está más atenta al latido pedagógico de la escuela y los profesores flotan a la deriva, desconcertados para trazar las «líneas transversales», cumplir con las evaluaciones y proveer el deleite de la literatura.

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Escucho por la radio declaraciones del director de la Biblioteca Nacional: «Es verdad, solo la mitad de las ciudades en el Perú tienen una biblioteca pública». «¿En qué condiciones?», pregunta el periodista. El director enmudece, el periodista no insiste y se deja llevar enseguida al tema de las salas para niños que han inaugurado en la sede de San Borja. Mentalmente, repregunto: «¿Esas escasas bibliotecas municipales tienen actualizados los catálogos? ¿Disponen del sistema de estantes abiertos, computadoras, fotocopiadoras?».

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