Isaac León Frías - Más allá de las lágrimas

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Este libro hace un recorrido por el desarrollo de las poderosas industrias cinematográficas de México y Argentina a lo largo de más de treinta años. Así, las películas fundadoras (Santa, en México; ¡Tango!, en Argentina), los primeros éxitos comerciales, la construcción industrial y el rol de las empresas, el afianzamiento de las principales figuras (Carlos Gardel, Libertad Lamarque, Cantinflas, María Félix, Pedro Infante, etcétera), la contribución de los realizadores más destacados (Fernando de Fuentes, Manuel Romero, Emilio Fernández, Hugo del Carril, Luis Buñuel, Leopoldo Torre Nilsson, entre otros) y el perfil de los géneros más consolidados (la ranchera, la comedia urbana, el melodrama, el policial) se alternan a lo largo de las páginas de este volumen. Asimismo, desde una perspectiva de historia comparada, se establecen numerosos puntos de encuentro y confluencia entre las dos cinematografías, a la vez que se señalan los rasgos propios que las definieron.

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Ferreyra lo hace en la célebre trilogía con Libertad Lamarque. Romero, letrista de más de cien canciones y ya argumentista de Luces de Buenos Aires , tiene una abundante filmografía tanguera desde sus obras iniciales, Luces de Buenos Aires y El caballo del pueblo (1935), pasando por Los muchachos de antes no usaban gomina (1937), Tres anclados en París (1938), La vida es un tango (1939), Carnaval de antaño (1940), Adiós, pampa mía (1946), Derecho viejo y El hincha (1951). También Leopoldo Torres Ríos fue letrista de tangos e incorporó el motivo musical en varias de sus películas más representativas como La vuelta al nido y Adiós Buenos Aires (1938), El sobretodo de Céspedes (1939), La tía de Carlos (1946) y La mujer más honesta del mundo (1947).

Durante los años treinta, la fórmula del film se convirtió en un modelo de cómo hacer de la sonoridad la principal atracción para el gran público: primero, dado que los films eran sonoros, requerían de una estructura de cabalgata, como los musicales que llegaban de Estados Unidos y Alemania (eso implicaba un argumento mínimo que apenas sirviera de enlace entre las escenas, y muchas canciones interpretadas por figuras populares); segundo, el soporte principal debía ser el tango, que era la música que más se escuchaba a principios de los treinta desde los discos de fondo del cine argentino […] Dentro de ese contexto, los filmes musicales que mejor reformularon el modelo de ¡Tango! —aunque sin superarlo todavía—, fueron los de Manuel Romero, La vida es un tango (1939) y Carnaval de antaño (1940) representan, en este sentido, los ejemplos más acabados de cómo hacia finales de los treinta llegó a estilizarse el relato entendido como cabalgata. Romero intercala las canciones con los acontecimientos estableciendo una relación de uno a uno: a cada suceso importante se le combina con un tango que comenta la acción (dentro de una trama que, a medida que avanza, tiene que acelerarse: ese es en parte el objetivo de la cabalgata). Por eso, las canciones que vayan ilustrando el argumento del film tienen que subir el tono melodramático de la escena a la que sirven de remate. (Schwarzbock, 2000, pp. 88-89)

Hay que agregar que las necesidades creadas por la circulación internacional del cine argentino hicieron que se reformularan los patrones lingüísticos de las canciones, lo que en la práctica significó una manifiesta reducción del peso de los términos dialectales procedentes del lunfardo. Fue Alfredo Le Pera el iniciador de este viraje, motivado en buena medida por las necesidades de circulación panamericana de las cintas gardelianas. Le Pera aporta, además, una dimensión melódica que “suaviza” un tanto la rítmica tanguera y que se hace muy notoria en las canciones del último Gardel, el de las películas filmadas en Nueva York. La renovación de Le Pera abre el camino a los nuevos compositores de los años cuarenta, sobre todo Homero Manzi, Homero Expósito y José María Contursi, pese a que algunos como Enrique Cadícamo y Celedonio Flores conservan rezagos del lunfardo. Naturalmente, los viejos tangos al estilo de “Mano a mano” (de Gardel y José Razzano) se mantuvieron tal como eran, pero los que se fueron elaborando desde los años treinta redujeron o suprimieron del todo la carga lunfardesca. Más adelante, con el arribo del peronismo y su reivindicación de lo popular, el lunfardo reaparece parcialmente en el tango pero ya sin la fuerza de antaño, en parte también porque el dialecto estaba perdiendo vigencia. Cantantes como Alberto Castillo o Tita Merello, que encarnan modos “no elegantes” en el ejercicio tanguero, entonan canciones en las que el dialecto porteño se hace presente pero sin que eso suponga una vuelta al pasado 10.

No se pueden soslayar los nombres de intérpretes, compositores, orquestas y musicalizadores que desempeñan funciones claves en el impulso de ese cine de identidad tanguera. La lista es larga, pero vayan solo algunos nombres a modo de ejemplo:

– Intérpretes: Libertad Lamarque, en primer lugar; Hugo del Carril, Azucena Maizani, Tita Merello, Mercedes Simone, Amanda Ledesma, Ignacio Corsini, Alberto Gómez, Ada Falcón, Charlo, Sabina Olmos, Agustín Irusta, Alberto Castillo.

– Compositores: Homero Manzi, Enrique Santos Discépolo, Manuel Romero, Leopoldo Torres Ríos, Luis César Amadori, Luis Bayón Herrera. Todos ellos dirigieron películas pero los dos primeros tuvieron una obra más breve.

– Orquestas: Osvaldo Fresedo, Pedro Maffia, Juan de Dios Filiberto, Juan D’Arienzo, Osvaldo Pugliese, Ángel D’Agostino, Francisco Canaro, Mariano Mores.

– Musicalizadores: Lucio Demare, Homero Manzi.

18. De La mujer del puerto a la “trilogía de la Revolución”

El asentamiento de la producción en el Distrito Federal se hizo notorio en los primeros años de la andadura sonora. Mientras que en 1932 se filmaron solo seis películas, se hicieron 21 en 1933, 23 en 1934, 22 en 1935 y 26 en 1936, todas de producción afincada en la capital, lo que marcaba ya una clara diferencia con lo ocurrido en la década anterior. Sin embargo, ninguna de ellas alcanzó la acogida que se esperaba, salvo una, La mujer del puerto , otro de los títulos fundadores. Predominaron el melodrama y los relatos de ambientación histórica; algunos de los primeros, como Madre querida (Juan Orol, 1935), con buena acogida. Sin embargo, y aunque no favorecidas por el público, se realizó en esos años un puñado de cintas consideradas entre las más valiosas de la historia del cine mexicano, que afortunadamente se encuentran desde hace mucho tiempo restauradas y pueden ser vistas sin el bochorno que suscitan las copias de muchas películas argentinas de ese periodo y posteriores.

1933 es un año decisivo en la marcha del cine mexicano. Por lo pronto, es el año de La mujer del puerto , un potente y a la vez muy contenido melodrama. Es el año de El compadre Mendoza (Juan Bustillo Oro y Fernando de Fuentes), un relato antiépico sorprendente. A propósito de este año, García Riera (1992) escribe:

Las 21 películas producidas en 1933 por el cine mexicano revelan dos cosas: una, que sí había un mercado —sobre todo nacional, en ese momento— para el cine del país, pues nunca se había logrado una producción tan abundante; de golpe, casi se cuadriplicó el número de cintas hechas en el año anterior, y se superó en cantidad la mayor cifra alcanzada en un año durante la época muda, o sea, las quince ficciones de largometraje producidas en 1917; por otra parte, el conjunto de la producción de 1933 reveló una suerte de desconcierto genérico y temático […] las películas de ambiente urbano fueron más que las dedicadas a hacer aprecio de la provincia y el folclore, pero no lograron dar una cabal imagen de modernidad “civilizada”: las carencias económicas y las torpezas de realización conspiraban contra lo que muchos veían como una urgencia, la de contrarrestar con el ejemplo de un México “decente” la “mala fama” ganada por el país en sus años de mayor turbulencia. (p. 75)

Los dos años siguientes no abonan demasiado en la perspectiva de un terreno más claro pero, junto con 1933, ofrecen algunos títulos especialmente valiosos. Además de La mujer del puerto y El compadre Mendoza , están Dos monjes (Juan Bustillo Oro, 1934), Redes (Emilio Gómez Muriel y Fred Zinnemann, 1934), Janitzio (Carlos Navarro, 1935) y Vámonos con Pancho Villa . El emigrado ruso Arcady Boytler dirigió La mujer del puerto en 1933, con Andrea Palma en el rol principal; la historia de una provinciana inducida a la prostitución en el puerto de Veracruz. Con una buena actuación de Palma, en una caracterización inspirada en la Marlene Dietrich de El ángel azul ( The Blue Angel , Josef von Sternberg, 1930), y con recursos visuales procedentes del expresionismo, La mujer del puerto instala una atmósfera visual semionírica cargada de premoniciones fatales. En Dos monjes de Juan Bustillo Oro la historia de un triángulo amoroso en el siglo XIX también dispensa un clima visual atravesado por los contrastes de luz y sombra en los que la impronta expresionista se hace presente. Redes , por su parte, es una iniciativa peculiar. Codirigida por el austriaco Fred Zinnemann y el mexicano Emilio Gómez Muriel y filmada en la costa de Veracruz, Redes narra en un tono casi documental la lucha de un grupo de pescadores, interpretados por lugareños, en contra de los abusos a los que son sometidos, y alcanza una fuerza épica inusitada. Un componente clave del equipo de Redes fue el destacado fotógrafo norteamericano Paul Strand que trabajó en México entre 1932 y 1935 y que realiza aquí un destacado trabajo visual.

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