Eso que era la regla en la producción de Hollywood se repetía con algunos matices en las industrias europeas, con la excepción parcial de España en el periodo franquista hasta la mitad de los cincuenta en que la regla era la prescindencia del beso en los labios. La regla se aplica igualmente a la producción de las industrias hispanohablantes de América en las que el beso, incluso con las características apuntadas, fue menos frecuente en las décadas de 1930 y 1940 que lo que se puede constatar en la producción de Hollywood. Como si la norma no escrita hubiese indicado que, si se podía prescindir del contacto de labios, se hiciera por discreto que el beso hubiese podido ser.
Sin embargo, sería muy tendencioso decir que los límites de lo visible y lo audible en las películas de la región dependieron únicamente de lo que pudiera entenderse como una extensión del Código Hays y de la aceptación pasiva del público. Por lo pronto, si el código se impuso en Hollywood es porque en los tiempos de la depresión posterior al crack y el inminente New Deal , las posiciones moralistas ganaron fuerza y contaron, además, con el apoyo de una población mayoritariamente conservadora (solo en algunas metrópolis como Nueva York o Chicago las tendencias liberales eran considerables). Si Estados Unidos era aún en buena medida un territorio en el que la moral victoriana seguía teniendo asentados sus reales, en América Latina el catolicismo estaba marcado por una tradición de origen colonial y republicano muy arraigada y represiva.
Es verdad que en México la revolución refuerza la separación del Estado y la Iglesia que se había establecido con las Leyes de Reforma (1855-1860) y que el país se convierte en un Estado laico a partir de la Constitución Política de 1917. Más allá, no obstante, de esta separación formal y de las tendencias anticlericales o antirreligiosas en algunos sectores urbanos, atizadas por el proceso revolucionario, el peso que va a seguir ejerciendo la tradición religiosa es considerable y eso permea las disposiciones frente a lo mostrado en la pantalla. En Argentina, con menos fervor religioso explícito pero con una población católica mayoritaria, reforzada por las olas migratorias de españoles y, sobre todo, italianos, no hay separación de Estado e Iglesia, por más que durante el periodo peronista las fricciones fuesen habituales. El peso de la Iglesia y de la tradición conservadora es enorme pese a las tendencias liberales que emergieron en Buenos Aires, Córdoba y otras ciudades.
Un ejemplo muy temprano de “transgresión” podemos encontrarlo en la película mexicana La mujer del puerto (Arcady Boytler) en la que se evidencia una relación incestuosa entre dos hermanos, y en la escena de una orgía se aprecia a una mujer con el pecho desnudo 7. Como se trata de una producción de 1933, se podría pensar que el clima previo al Código Hays, vigente en ese momento en los Estados Unidos, facilitó esas licencias. Pero más bien habría que conjeturar que, estando situada muy al inicio del cine sonoro y en una etapa aún preindustrial, no se le concedió, sobre todo a la relación incestuosa, la gravedad que iba luego a ostentar. El cine aún no era visto con las aprensiones que se van a ir imponiendo. Más aún porque en el relato los personajes desconocían su vínculo fraterno y, al enterarse de ello, la hermana se suicida, con lo cual se terminaba “castigando” el pecado. Esa escena del suicidio es dramática y visualmente notable y en ella se objetiva “el horror sagrado del incesto”, en palabras de Silvia Oroz (1995, p. 63). Otra película posterior, de 1937, la única que dirigió el pintor Adolfo Best Maugard, La mancha de sangre , incluía también un desnudo parcial en un espectáculo de cabaret, pero recién pudo estrenarse en salas de segunda en 1943 y cortada, de modo de que el desnudo desapareció. Esta cinta de fama transgresora y de una configuración estética propia totalmente ajena a lo que se hacía en México en esos tiempos ha sido restaurada posteriormente, conservando el metraje original.
En Argentina la censura estuvo a punto de impedir el estreno de Safo, historia de una pasión (Carlos Hugo Christensen, 1943), sobre los amores de un joven provinciano con una mujer mayor, tratados de un modo audaz para su época. Niní Marshall se vio presionada para aligerar los diálogos de su alterego Catita “considerados vulgares por los censores” (Fidanza y Pardo, 2017, p. 55). Esa fue una de las razones del primer viaje a México de Marshall en 1949, donde actuó en Una gallega en México (Julián Soler, 1949).
En México, Las abandonadas (1944) de Emilio Fernández fue objeto de la censura y su estreno se postergó por un año en una época en la que se quería mostrar una imagen positiva del país (García Riera, 1986, p. 136). Más adelante, Espaldas mojadas (1955) de Alejandro Galindo estuvo censurada durante dos años.
Por supuesto que uno de los grandes desafíos para los cineastas, así como una de las grandes expectativas de al menos un sector del público de esa época, va a estar en la posibilidad de “desbordar” esas barreras y la historia del periodo que tratamos es abundante en ejemplos. Pero va a ser, finalmente, la propia “sociedad” local y regional la que termine dictando implícitamente la tabla de prohibiciones y que aliente, como también ocurrió en Estados Unidos y otros países, los mecanismos de autocontrol de los propios productores, guionistas y directores. En otras palabras, lo que se impone es la autocensura.
Dicho lo anterior, no se puede minimizar en absoluto la acción directa que va a ejercer el Estado a través de los órganos de censura (nunca tan drástica en México o Argentina como los de la España franquista, hay que decirlo 8) y de la misma Iglesia en alianza con otras organizaciones sociales a través de Ligas de Decencia o de Defensa de la Moral y las Buenas Costumbres. Carlos Bonfil (2016) señala que más que en los años treinta, en las dos décadas siguientes se acentúa la presión de la censura en México.
Las palabras de Monsiváis (2000) son elocuentes:
Mientras se mantiene el imperio de la censura, el tradicionalismo no concede: condena del adulterio, desdichas infinitas para los que extravían la honra, camas gemelas para los matrimonios, ninguna mención explícita a la homosexualidad y el aborto, impensabilidad del lesbianismo, inexistencia del ejercicio laboral de las prostitutas (las “damas de la noche” nunca comparten desnudas o vestidas una cama). Las moralejas son de extracción religiosa: entre los pobres el pecado, la pasión y el apetito de dinero desembocan en la infelicidad y la muerte; el divorcio es el pórtico de la locura y el derrumbe psicológico de los hijos; un desnudo femenino ofende a los niños y a los viejos, un acto contranatura tan molesta a Dios que no pertenece a la realidad. (p. 64)
Lo que afirma Monsiváis se aplica por igual a las dos cinematografías latinoamericanas.
Aparte de las presiones de carácter moralista están aquellas que provienen de los aparatos políticos y que también pusieron lo suyo en el asunto de recortes por cuestiones no relativas a “la moral y las buenas costumbres”, sino por implicancias políticas o ideológicas mal vistas en las esferas gubernamentales. Sin embargo, tanto las presiones sobre los “excesos” sexuales como sobre las desviaciones políticas se van a hacer más notorias en la segunda mitad de los años cincuenta, en las décadas de 1960 y 1970, de manera mucho más dramática en Argentina. Más adelante eso se verá en la experiencia de Leopoldo Torre Nilsson y de Armando Bo, aunque no son los casos más graves. Estos últimos escapan al periodo que registramos. Podemos concluir este apartado diciendo que el autocontrol funcionó con eficacia en las industrias latinoamericanas y no hubo necesidad de prohibiciones o recortes notorios como los que se desplegaron en otras latitudes.
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