17. El tango se hace imagen
“En el tango reside el sedimento basal de nuestra cinematografía clásica”, afirma Claudio España (2000, vol. I, p. 131). El tango está en el corazón del melodrama, donde en los momentos culminantes surge la canción esperada y la revelación o confesión dicha en ritmo tanguero sin que en la comedia y en otros géneros deje de estar presente. En los años cuarenta esa primacía del tango se relativiza un tanto. Las propuestas épicas o las adaptaciones literarias no lo incluyen porque corresponden en su mayoría a la ubicación histórica anclada en el siglo XIX e incluso algunas comedias prescinden del ritmo musical que en sus primeros años parecía consustanciado con las películas argentinas. Pero en los años aurorales no es posible separar el tango del cine ni tampoco la reducción que tuvo en los cuarenta fue tan voluminosa como para que se difumine su presencia. Más aún cuando en los años cuarenta, y al margen de la industria fílmica, el tango vive una etapa de enorme riqueza creativa.
Sin duda, la triada radio-cine-tango está muy imbricada. “Así como el éxito comercial del tango demostraba su capacidad para mediar entre la modernidad cosmopolita y la tradición argentina, las emisoras exitosas mantenían un equilibrio similar” (Karush, 2013, p. 101). Radio Belgrano, de Jaime Yankelevich, fue la que en mayor medida capitalizó el gusto popular a favor del ritmo ya ampliamente convertido en la señal de identidad musical de la capital y, por extensión, del país entero. En esa estación radial cantaban, además de Lamarque, Mercedes Simone, Ignacio Corsini, Agustín Magaldi, Charlo y Alberto Gómez, entre otros.
En realidad, el tango estuvo unido al cine argentino desde mucho antes de que se hiciese sonoro. Se filmaron producciones con motivos tangueros y con acompañamiento instrumental en discos o ejecución en la sala. Se consigna el apoyo musical tanguero en el estreno de la célebre Nobleza gaucha , de 1915. Y en la producción muda de José Agustín Ferreyra se encuentran varios títulos asociados con el ritmo porteño: Una noche de garufa (1915), El tango de la muerte (1917), De vuelta al pago (1919), Corazón de criolla y La maleva (1923), Mientras Buenos Aires duerme (1924), Mi último tango (1925), La vuelta al bulín y El organito de la tarde (1926), entre otros. En ellos no solo el título sino también la ambientación, las situaciones y los tipos humanos están referidos al universo que las canciones de la “guardia vieja” recreaban. Las orquestas típicas acompañaban la proyección en las salas del centro o hacían interpretaciones entre película y película (Monteagudo y Bucich, 2001, p. 17). Jorge Miguel Couselo (1969) afirma que “No es casualidad que los tres hombres que hasta la década del cuarenta prevalecieron en la gestación de un cine popular fueron sensiblemente tocados por el tango: Ferreyra, Torres Ríos, Romero” (p. 91).
La difusión del tango vino también a través de otras cinematografías cuando ya en Europa, especialmente en París, el tango constituía una atracción, siendo el primero de los ritmos latinoamericanos, y por mucho tiempo el único, capaz de interesar a una audiencia considerable. Muchas figuras del tango hacen giras en Europa y la capital francesa es un punto central en esos recorridos. En Los cuatro jinetes del Apocalipsis (Rex Ingram, 1921), Rodolfo Valentino, con una vestimenta dudosamente gauchesca, ejecutaba a su modo los pasos de un tango. Según Pedro Ochoa (2003) “el tango hizo por la difusión de Valentino tanto o más que Valentino por la difusión del tango” (p. 23). El mismo Ochoa anota que esa imagen de Valentino constituye el mito fundacional de la imagen cinematográfica del baile del tango en el mundo, imponiendo precisamente la identificación del tango con la danza más que con la composición musical en sí misma 9. También es, por supuesto, una escena primaria de resonancias exóticas, tropicales y sensuales atribuidas ya no solo a la danza argentina sino a otras de la región, incluida España. El caso de la brasileña Carmen Miranda, una de las beautiful señoritas incorporadas al estrellato de Hollywood en los años treinta (la que más relieve tuvo en esa década, en la que Dolores del Río no era ya la más notoria), ilustra bastante bien la iconografía latina patentada en Hollywood, donde se alternan La Habana, Río de Janeiro y el territorio argentino recreados en los estudios de la Fox con el deslumbrante Technicolor de esa época.
Pues bien, a inicios del sonoro, las películas de Gardel filmadas en París y Nueva York que, como se podrá suponer, fueron enormes éxitos en la Capital Federal y en todo el territorio nacional, estimularon la producción de películas locales en las que las canciones tangueras tuviesen una presencia central. No por azar, ¡Tango! va a ser la primera cinta nacional que se aviene al sonido óptico después de algunos balbuceos con la imagen acompañada por los discos en las que está inevitablemente presente el género musical porteño por excelencia. Entre esos balbuceos hay que destacar Mosaico criollo . Libertad Lamarque ya había cantado para otra de esas producciones con discos, Adiós Argentina (Mario Parpagnoli, 1931). ¡Tango! parece una declaración de principios e intenciones por las voces y orquestas que allí se congregan, al punto en que, como señala Jorge Miguel Couselo (1977), los distribuidores que se ocupaban del mercado extranjero valoraban las películas de acuerdo al número de tangos ejecutados (p. 1312).
En ¡Tango! sobresale el carácter de revista musical y la intriga melodramática se ubica en un segundo término, justamente lo inverso de lo que va a ocurrir más adelante en el cine argentino. En alguna medida, con el precedente tanto de los cortos de Gardel como de las producciones de la Paramount al servicio del “zorzal criollo”, se podía tener la impresión de que el cine se ponía al servicio del tango y, por tanto, aparecía como una plataforma más (la radio lo era ya) de las melodías bonaerenses. Todavía no se vislumbraba en ese momento la posibilidad de articulación de la canción (o las canciones) dentro de los mecanismos del relato, lo que va a ir cambiando levemente hasta que Manuel Romero se encarga de darle forma a un modo distinto de integrar la ejecución de los tangos en el flujo de la historia narrada. En palabras de Diana Paladino (2002):
La fuerte carga normativa y aleccionadora que el cine incorpora del tango durante el periodo clásico es insólita y extemporánea. La razón es que la mayoría de las películas de los años treinta y cuarenta sostuvieron como germen argumental tangos producidos en los años veinte o fueron adaptaciones de sainetes o revistas teatrales de esa década. En definitiva, todo esto contribuyó a la construcción de un verosímil cinematográfico rígido y anacrónico, pautado por códigos y convenciones tangueras que referencian a un Buenos Aires tan lejano y querible como improbable. El principal artífice de este proceso fue, sin dudas, Manuel Romero. Él fue también quien pergeñó a las dos figuras más importantes del melodrama fílmico tanguero: “la rubia Mireya” (en Los muchachos de antes no usaban gomina , 1937) y “Margot” (en Carnaval de antaño , 1940) […] Son elegantes, “mantenidas” que hacia el final de sus vidas sufren el inexorable castigo del tiempo. (Paladino, p. 66)
Una de las pasiones de Los tres berretines , ya hemos visto, era el tango y en ese filme aparecían la orquesta de Osvaldo Fresedo y el joven bandoneonista Aníbal Troilo. Siguieron Dancing (Luis Moglia Barth, 1933), Ídolos de la radio (Eduardo Morera, 1934) El alma del bandoneón (Mario Soffici, 1935) y otros títulos, hasta que dos realizadores, José Agustín Ferreyra, que ya lo había anticipado en el periodo silente, y Manuel Romero van a articular de un modo más sólido las relaciones entre el desarrollo de la trama y el componente tanguero. Es decir, logran hacer que no solo el tango esté presente de manera cantada o instrumental sino que las propias historias correspondan, más que a la letra, al espíritu tanguero, a los ambientes evocados en las canciones, así como a los infortunios que la mayor parte de ellas suele narrar. Se establece, en un término al que apelan Posadas, Landro y Speroni (2005, p. 33), el “contrato audiovisual”, la fusión de la imagen y el sonido.
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