Javier Protzel - Espacio-tiempo y movilidad
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Cañón del Colca, 2010

Javier Protzel.
¿Qué sentirían los viajeros al contemplar estas montañas bravías y sus temibles abismos al andar sus caminos de herradura? ¿Qué pensamientos les traería el silencio absoluto?
Por otro lado, los desplazamientos que caracterizan a la modernidad nacional han implicado cambios en la mirada hacia el entorno y en la capacidad de contemplación. Sin intención de generalizar, noto que en el Perú actual cuanto más poblada una ciudad, y mayores su contaminación visual y densidad vehicular, más ‘moderna’ se le juzga. El humo tóxico y los embotellamientos en su jungla de asfalto parecen ser un costo indeseado del progreso, y las horas diarias de movilidad dentro de la urbe uno de sus componentes aceptados. Esto ocurre precisamente en la época de mayor construcción civil en la historia peruana, y por lo tanto de cambios de residencia y edificación empresarial. Se vive bajo el signo del avance entusiasta de lo nacional y moderno de cuño centralista, al constatarse, entre otros elementos, la reproducción de los estilos arquitectónicos y de consumo limeños en varias ciudades. Baste con ver en casi todo el territorio la simplicidad de los volúmenes ortogonales y racionalistas del funcionalismo adoptado por algunos arquitectos peruanos de vanguardia desde fines de los años cincuenta (Günther y Lohmann 1994: 282-292), o encontrarle un aire a San Borja o Vista Alegre a algunas urbanizaciones de gente pudiente local en Piura como en Tacna, incluso en Huamanga y en el Cusco, sin olvidar las apropiaciones estilísticas de las viviendas ‘chicha’ híbridas de los suburbios de Lima y otras ciudades del interior. La materialización de lo social en el espacio es además manifiesta en las modalidades de transporte, corolario del crecimiento urbano, reproduciéndose así a menor escala el caos vehicular limeño en poblados medianos y pequeños. El abigarramiento de las camionetas combi en calles estrechas de Cajamarca, sus carreras suburbanas entre Pisco y San Andrés, o incluso sus servicios a lo largo de las trochas polvorientas que hace pocos años salen de Lircay —en Huancavelica— hacia comunidades antes incomunicadas como Huanca-Huanca, 23son muestras indudables de una modernización que simultáneamente señala a escala nacional un nuevo régimen de uso y percepción del espacio. Se estima que el tráfico interprovincial de pasajeros creció entre el 2000 y el 2010 de 56 a 72 millones, con incidencia superior en el sur de la república. 24
La tolerancia de la población de origen inmigrante frente a las deficiencias de la vida urbana en asentamientos emergentes —incluyendo necesidades básicas insatisfechas y transporte incómodo— se explica por ser la alternativa respecto a la exclusión padecida en geografías periféricas. Haber pasado rapidísimo, en el lapso de una o dos generaciones, de regímenes socioeconómicos casi serviles, cuya regla era mayoritariamente la vivienda sin agua corriente ni luz eléctrica y un habitus cultural tradicional heredado y poca educación escolar, al acceso a los bienes simbólicos modernos gracias a la inserción en los mercados urbanos y a lo que estos irradian a través de los medios de comunicación convierte en razonables a las apropiaciones populares de la vida urbana moderna. Por azarosa que esta última sea, marca un giro notable que permite la aparición de ese ‘nosotros diverso’ de lo nacional (Degregori y Sandoval 2008).
Contemplación del paisaje y destiempo de lo nacional
No obstante la mejora evidente de las condiciones de vida (dieta, salubridad, electricidad, educación, vestido, etcétera) de una buena porción de la población, 25la modernidad nacional trae algunas contrapartidas de efecto intangible, poco mencionadas, pues corren el riesgo de ser tildadas de políticamente incorrectas. A la disminución de la lengua quechua en beneficio del castellano y al abandono de la vestimenta vernácula en el proceso de modernización para evitar la estigmatización racista en la costa, mencionados por Carlos Iván Degregori (1993: 124-125), es preciso añadir una mutación de la relación con el medio ambiente, vale decir con el paisaje y en general con el vínculo (literalmente) raigal con la naturaleza, su fauna y flora, incluso sus sonidos. Según la visión modélica de Weber (1966), el entorno artificial, racional y construido de la ciudad moderna facilitaría la interacción y el intercambio eficaces por la proximidad y la circulación vial, así como por el prorrateo de los recursos comunes —energía, agua y desagüe, seguridad, entre otros— con respecto al medio rural. Agreguemos incluso que el medio urbano provee una ‘domesticación’ (en el sentido foucaultiano) de la flora y la fauna. Desde el siglo XVIII el arreglo de parques, bosques y otros espacios de verdor ha sido materia de orgullo de cualquier ciudad que se respeta, en tanto sitio de encuentro y entretenimiento al mismo tiempo que reminiscencia de una naturaleza arcádica, pero en la que no se puede vivir ni subsistir. Pero sabemos perfectamente que eso no es así. Consecuencias de la desigualdad que huelga mencionar aquí privan a muchos de esas eventuales ventajas. Y el incremento demográfico y de suburbios cada vez más lejanos pone en un primer plano las problemáticas del transporte y la contaminación ambiental: visual, sonora, tóxica. Frente a ello, el uso del suelo urbano (sin generalizar) tiende a reducirse a la menor circulación posible entre dos puntos, dos espacios privados (o a lo sumo semipúblicos), salvo una minoría ubicable de casos, domingueros, cívicos, festivos o pandilleros. Esta lógica de recorridos reticulares y mayormente tediosos son señales de una deslocalización mental. No en su acepción económica o administrativa de dispersión de sedes o de separación de procesos productivos en varios sitios, sino respecto a la necesidad del viajero de ‘estar en otro lado’ distrayéndose leyendo, escuchando radio o hablando por el celular para reemplazar la rutina del viaje. Se ‘llena el tiempo’ cuando no hay una experiencia significativa en la ruta; el espacio se vacía, descompuesto en la sucesión de no-lugares recorridos por el vehículo. En otros términos, el tiempo se separa del espacio recorrido y se rearticula en uno distante.
Esta constante moderna conlleva un progresivo deterioro del paisaje y una pérdida de sentido de lo local. Los italianos, que se preocupan y trabajan el tema, cuestionan la degradación de los territorios locales merced a su planeamiento instrumental en base a criterios cuantitativos de rentabilidad. Se debe valorizar «[…] la irreductible singularidad, la fisonomía propia de un territorio, su especificidad diferencial […]» (Bonesio 2006: 13, traducción nuestra), lo cual no significa postular «[…] una fijeza defensiva y una clausura automonumentalizante» (18, traducción nuestra), sino el considerar que lo local contiene forzosamente una sedimentación de la temporalidad y de la particularidad simbólica. Por ello podría extenderse la idea de comunidad humana a ese ‘complejo viviente’ (2006: 20) que es la naturaleza de un lugar y su capacidad antropológica de ser depositaria de la memoria y de saberes colectivos, deviniendo así en ‘comunidad de paisaje’ (2006: 22).
Es difícil evitar que la expansión de las ciudades y las necesidades de transporte masivo empequeñezcan los lugares antiguos y les hagan perder su personalidad. De ser comunas independientes en el pasado se convirtieron en suburbios metropolitanos, pasando después a integrarse a las densas redes de la ciudad consolidada tras la demolición de sus antiguas edificaciones. Semejante será el comentario sobre la fisonomía rural (o desértica) extramuros , pues ambos lados de las carreteras mismas se tornan en extensiones de lo urbano, como lo muestran las hileras de construcciones sembradas, prolongando la ciudad hasta tocar el cabo vial de la ciudad vecina. Este es un fenómeno mundial, constatable en las rutas californianas de la conurbación de Los Ángeles a San Diego, a lo largo de la costa catalana de Barcelona hasta la frontera francesa, o en la casi ininterrumpida autopista limeña hacia los balnearios del sur. Millones de pasajeros avanzan velozmente viendo fugazmente cartelones, edificaciones y retazos de naturaleza hasta que ese panorama suburbano desaparece. Esta crisis del paisaje no es simplemente pérdida de una pátina estética que decora el territorio, sino la supresión de lenguajes comunitarios y de sentidos de pertenencia que fueron muy estables, a cambio de nuevas formas de residencialidad. Laura Bonesio sostiene que al tema del paisaje no se le debe enfocar conservadoramente con demandas de ‘congelamiento y museificación’ (2006: 15) sino en base a la «[…] reflexión más general sobre la polaridad global-local» (2006: 11, traducción nuestra), en el marco actual de alta movilidad, añadiré yo. Es cierto que existe en los países de mayor desarrollo una «[…] demanda de ‘horizontes’ de lugares concretos y reconocibles en los cuales el habitar reencuentra al menos la semblanza de una domesticidad perdida» (2006: 21, traducción nuestra), que lejos de significar un alejamiento del mundanal ruido muestra que la bi- o multirresidencialidad para eludir la gran ciudad congestionada es una realidad para sectores de mayor educación y alto ingreso de esos países, gracias precisamente a las grandes facilidades de transporte de las que disfrutan. En cambio, en los de menor desarrollo como el Perú, la perspectiva de la transición migratoria inconclusa es lo que destaca, cuando no la del estancamiento en el localismo de la exclusión. La mentalidad es entonces distinta, valorizándose el bullicio del tráfico de la amplia superficie poblada recientemente no por su desorden, falta de ornato o suciedad, sino por identificársele con el empleo y el progreso. En la construcción de la nación moderna las temporalidades se entrecruzan: un aire pueblerino cubre ciertos suburbios limeños entusiasmados, y los pueblos alejados a los que llega dinero y energía se dan un toque urbano ‘chicha’ que los afea, para ojos del observador externo. El deseo de ascenso social como rostro invertido del temor a la estigmatización racista entra en tensión con la nostalgia de la tierra y el paisaje abandonados. Así, «[…] el lugar se hace crecientemente fantasmagórico, es decir, los aspectos locales son penetrados en profundidad y configurados por influencias sociales que se generan a gran distancia», como señala Anthony Giddens (1994: 30) al definir la modernidad nacional. El pase de lo local a lo nacional efectivamente reformula la concepción del espacio al uniformizarla conforme a unas pautas que, como sugiere Renato Ortiz, no son eternas, pues:
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