German Espinosa - La tragedia de Belinda Elsner

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La tragedia de Belinda Elsner: краткое содержание, описание и аннотация

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Thriller policiaco que se desarrolla en la Bogotá de los años 80, donde campean el crimen y la corrupción. Belinda Elsner es una mujer aparentemente normal, hasta el día que enloquece y asesina a su esposo; cuando intenta hacer lo mismo con su hijo, varias personas la detienen y es enviada a un sanatorio. Años después, logra escapar de allí con un solo objetivo en mente: destruir a su hijo. Así inicia una trepidante investigación en la que una juez y un policía harán todo lo posible por cazar a Belinda, mientras los cadáveres se siguen acumulando tras el rastro de ira maniaca que deja aquella mujer. Una novela imperdible de Germán Espinosa, un autor clásico de las letras colombianas.

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Zamudio hizo un rodeo para hallar la otra portezuela. Entonces, del lado opuesto del automóvil, surgió un bulto que lo empujó con violencia al pavimento abrillantado por el agua y que escapó entre las sombras y la lluvia. Annabel emergió aprisa del vehículo e indagó:

—Jairo, por Dios, ¿qué ha sucedido?

El comisario, desde el asfalto, examinaba el vehículo y abría los ojos con pasmo.

—Mira, mira —dijo.

Annabel procedió al examen.

—Las copas... ¡robadas! —exclamó.

Empapada, inspeccionó ahora el frente, mientras Zamudio se incorporaba humillado.

—¡Y también los limpiaparabrisas!

—Qué estampa la nuestra, Annabel. ¡Policías asaltados!

Ella observó su vestido arruinado por el agua.

—Ahora no nos falta una copa, Jairo, sino cuatro. Pero tomémonos la tuya.

Zamudio elevó los brazos hacia la lluvia.

—¡Y que después nos enjabonen! —clamó.

Berenice Veraguas volvía con la mesa rodante por el pasillo. Al fondo de este, un reloj indicaba las diez de la noche. Se detuvo frente a la habitación de Belinda, sacó un llavero del delantal, abrió la puerta; luego se volvió y eligió una ampolleta y una hipodérmica dese­chable, con la cual succionó el líquido medicinal.

La habitación de Belinda seguía en tinieblas. Una línea de luz y luego una proyección romboide en el piso precedieron a la entrada de la enfermera, que tanteó en busca del conmutador de la bombilla eléctrica. Lo halló por último y jugó con él repetidamente, en vano. Sin duda, la bombilla se había fundido o alguien la había retirado. Inquieta, Berenice interrogó:

—Belinda... ¿Belinda?

No hubo respuesta. Hipodérmica en mano, la enfermera avanzó por entre la oscuridad.

—¡Belinda! ¿Dónde se ha metido?

Entonces divisó, recortada contra la luz que alcanzaba a filtrarse a través de las cortinas corridas de la ventana, una vaga figura humanoide, y se dirigió hacia ella.

—Belinda, ¿por qué no me responde?

Pero al tantear la figura, esta, que no era otra cosa que un maniquí urdido con una percha, unas almohadas y una sábana, se derrumbó por el piso. La enfermera observó perpleja, como viendo evaporarse un ensueño. Y en ese momento, el brazo derecho de Belinda, a sus espaldas, la rodeó como tenaza de hierro; su mano izquierda cayó sobre su boca; retiró de sus manos la jeringuilla y la clavó con rapidez en su cuello, sin que la mujer lograra defenderse. El fuerte calmante hizo efecto y Berenice Veraguas entró en un relajamiento, aprovechado por Belinda para dejarla fuera de combate con un hábil golpe en la nuca.

La enfermera rodó por el suelo. Belinda la dejó por un momento, cerró con cautela la puerta, volvió sobre sus pasos y enroscó la bombilla de nuevo, para que la luz se hiciera. Así, despojó velozmente a la otra del delantal, la cofia, los guantes y los zapatos blancos, dejándola en interiores. Luego vistió todo ello sobre la breve camisa de dormir, sobre la cabeza alborotada, en las manos y pies descalzos, y salió al pasillo. Llamó nerviosamente, oprimiendo el botón respectivo, al único ascensor de la Clínica Kaminsky. Vestida como ahora estaba, cualquiera la hubiese tomado por otra enfermera. Tardó la puerta en abrirse, mas finalmente Belinda se vio a bordo del aparato, que descendió hasta detenerse en la planta baja.

En la recepción, una empleada soñolienta bostezaba leyendo alguna novela de amor. Belinda salió con decisión y avanzó hacia la puerta principal. La empleada percibió tan solo a una mujer vestida de enfermera, que asumía la salida del edificio. Le preguntó:

—¿Eres tú, Norah?

Belinda no le hizo caso y prosiguió su camino. La recepcionista, persuadida de que se trataba de la mencionada persona, hizo un mohín de despecho y en un susurro comentó:

—Neurótica.

En la extensión, con matas de flores ensopadas y uno que otro arbusto aterido, que mediaba entre la fachada y el muro exterior de la clínica, había aparcados automóviles de médicos y de enfermeras. Por una salida, distinta de la utilizada por Belinda para evadirse, abandonaba el edificio un médico anciano, algo enclenque, que acuciado por la lluvia fue en derechura hacia su vehículo, un Chevette de lujo. Lo abrió y penetró en él. No bien lo hubo hecho, y antes que cerrase la portezuela, Belinda se aproximó con rapidez y, con sus fuertes brazos, lo extrajo violentamente, le arrebató las llaves y lo arrojó en tierra, en un charco de lodo.

El hombre gimió de dolor, sin entender lo que ocurría. Con apremio, Belinda entró, cerró la portezuela y probó repetidamente llaves del manojo para hallar la del motor. El anciano médico, ya en pie, golpeaba en vano la carrocería, que tenía clausurado el vidrio. Un guardia se apercibió del suceso y acudió, mas en el instante en que llegaba junto al vehículo, este se puso en marcha con feroz impulso y se dirigió hacia la talanquera de la salida. Apercibido por igual, el conserje de la garita intentó detener el Chevette interponiéndose en su trayecto, pero se vio obligado a apartarse con un salto casi acrobático para no ser arrollado. Belinda impulsó el vehículo contra la talanquera, que saltó en pedazos, y se encaminó a toda velocidad por la carretera.

El guardia intentaba inútilmente retirar el lodo del traje del médico asaltado, como si así compensase su falta de aviso.

—No sé qué pasó, doctor García —explicaba—. Un paciente debe haber escapado.

Aterrado, García notificó:

—No es cualquier paciente. Es Belinda Elsner, una esquizofrénica furiosa. ¿Viste la fuerza que tiene?

—La de un campeón de lucha libre —opinó el guardia.

—Peor aún. La de un esquizofrénico. Hay que avisar en seguida al doctor Kaminsky. Hay que pararla.

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