German Espinosa - La tragedia de Belinda Elsner

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La tragedia de Belinda Elsner: краткое содержание, описание и аннотация

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Thriller policiaco que se desarrolla en la Bogotá de los años 80, donde campean el crimen y la corrupción. Belinda Elsner es una mujer aparentemente normal, hasta el día que enloquece y asesina a su esposo; cuando intenta hacer lo mismo con su hijo, varias personas la detienen y es enviada a un sanatorio. Años después, logra escapar de allí con un solo objetivo en mente: destruir a su hijo. Así inicia una trepidante investigación en la que una juez y un policía harán todo lo posible por cazar a Belinda, mientras los cadáveres se siguen acumulando tras el rastro de ira maniaca que deja aquella mujer. Una novela imperdible de Germán Espinosa, un autor clásico de las letras colombianas.

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—Lourdes Cañón con el clarinete...

Lourdes saludó, apenas con una circunspecta inclinación de cabeza. Se trataba de una joven delgada, de pelo claro y recogido en trenzas, ojos azules y angelicales. Se diría que rezumaba o bien pureza, o bien ingenuidad.

—Y, ante la batería, el movidísimo Omar Gamboa, rey de la percusión.

El así presentado, un negro de reluciente y promisoria sonrisa, saludó con un estruendo de platillos. A pesar del dinámico epíteto empleado por Infante, permanecía sujeto a su silla de orquesta, tal como la totalidad de los otros. Infante se situó delante de la banda, presto a desaparecer tan pronto como esta iniciara la música.

—Así que no digamos más —concluyó—. Con ustedes, Nelson Chala y su banda. Su primera interpretación, algo... algo que todos conocen, que nadie olvida.

Hizo mutis. La banda inició un modernísimo arreglo de la misma balada que Nelson cantaba en el jardín el mediodía en que asesinaron a su padre, solo que con la letra trocada, en consonancia con la greiffiana no aquiescencia. Por un televisor diferente, la escena era reproducida asimismo en la sala de Alejandro Rosas, cuyo ambiente resultaba de juicioso buen gusto, con un cuadro al pastel de Josefina Torres encima de la chimenea. Annabel, su padre viudo y Zamudio paladeaban sendos vasos de whisky en las rocas. El psiquiatra fumaba un inmenso y aromático cigarro. Zamudio indicó el televisor y dijo:

—Si no supiéramos que los seis son minusválidos, Annabel lo habría deducido por la forma como sostienen los instrumentos o como respiran o como mueven los ojos...

Divertida, ella le reprochó:

—Jairo, ¡por favor!

—Minusválidos —repitió Alejandro, cabeceando en forma reprobatoria—. ¿Para qué esos eufemismos, Zamudio? Paralíticos decíamos antes, cuando no llamábamos invidentes a los ciegos, panificadores a los panaderos ni comunicadores a los periodistas.

—Ni psiquiatras a los loqueros —apuntó, siempre burlona, Annabel.

—Ni usábamos —evocó su padre— expresiones tan sobrecogedoras como competitividad, repitencia, jueza, exitoso, especificidad, a nivel de... etcétera.

—Ni distinguíamos con el pomposo calificativo de comisarios judiciales a simples policías como yo —creyó prudente añadir Zamudio—. ¿Sabe qué pienso, doctor Rosas? Que Carlos Infante se anotaría un buen punto si trajera ahora mismo a un milagrero que los hiciera caminar a todos. ¡Músicos, levántense y anden!

Con un visaje de gravedad en el rostro, pero sin abandonar su sonrisa, el psiquiatra comentó:

—Eso no sería tan improbable. Hay una buena cantidad de parálisis que son solo fruto de la histeria.

Zamudio no pareció entender al comienzo.

—¿Quiere decir... falsas parálisis? —inquirió por último.

—No por completo —repuso el anfitrión—. Pero los histéricos son pacientes que algo conservan de infantil. A veces, una histeria puede producir una parálisis, como Freud lo demostró hace tiempos, cuando sus experimentos en la Salpêtrière, secundado por Charcot. En aquellos casos, la parálisis pudo transitoriamente desaparecer bajo sugestión hipnótica, o curarse definitivamente mediante un simple tratamiento psiquiátrico.

—O sea —se interesó el comisario—, ¿que un hipnotizador podría en forma eventual darlas de milagrero en ese escenario?

Lo decía mientras penetraba sus sentidos el dulce canto de Chala. No sin reír, Alejandro Rosas condescendió a una nueva explicación:

—Solo en casos de parálisis histéricas. Pero créamelo, Zamudio, muchas lo son.

Bromista, Annabel acotó:

—Ustedes tienen algo en común. Ambos son cazadores de locos.

—Ya había oído de eso, Zamudio —aceptó Rosas.

Dándose tono, el otro opinó:

—Yo prefiero pensar que doy caza a asesinos... Asesinos furiosos.

—Esquizofrénicos tal vez, comisario —aventuró el psiquiatra—. Casi todos esos masacradores lo son. Campo Elías Delgado, el del restaurante Pozzetto, a quien ahora se le rinde culto como santón. Esos otros que usted ha capturado. Los terroristas en general. Asesinan para descargar una ira sobrenatural, que han acumulado por años. Si no la descargan, quedarían para toda la vida desvinculados de la realidad.

—¿Es decir que... matan para no volverse todavía más locos?

—Eso más o menos —asintió el doctor.

—Apasionante conversación —interrumpió entonces Annabel—. Pero estoy a punto de enloquecer de hambre. ¿Pasamos al comedor?

Abandonaron la sala, riendo. Alejandro aplastó su cigarro en un cenicero. Al descuido, sin ver, Zamudio colocó allí también su vaso de whisky, casi lleno. Puesto sobre el cigarro, el vaso se desequilibró y cayó, vertiendo el líquido. Solo el comisario cayó en la cuenta del suceso y, mientras los otros continuaban hacia el comedor, extrajo con presteza un pañuelo y trató de secar la mesa.

—¿Vienes, Jairo? —lo requirió la juez.

Avergonzado por su torpeza, él emitió un débil:

—Ya voy, ya voy.

En la pantalla, Nelson Chala concluía la canción, que cantó con esa misma dulzura que poseía de niño. Había tristeza en sus ojos, por el recuerdo de su padre asesinado. Carlos Infante entró de nuevo en escena, uniendo los suyos a los aplausos pregrabados.

—Nelson Chala, el ruiseñor de América del Sur —dijo con hinchazón demasiado preceptiva para un país en el cual no se conocen los ruiseñores y, luego, dirigiéndose al cantante: —¿Qué proyectos tienes para el futuro inmediato?

—Creo que les deparo una buena sorpresa —repuso el inválido—. En dos semanas, tendré lista una nueva balada, que voy a dedicar a todos los que conmigo comparten, en el mundo, la congoja de hallarse atados a una silla ortopédica.

Sin reparar en la tristeza de la última frase, Infante proclamó con restallante alegría:

—Aquí tienen, pues, la primicia del Show de Carlos Infante. Una nueva balada, que Nelson Chala estrenará en dos semanas. Nelson, ¿puedo contar con que el estreno se haga en mi programa?

—Es una promesa, Carlos —dijo el músico.

La brusca mano de Belinda apagó el televisor, en la vieja clínica abrumada por la lluvia. La habitación quedó en tinieblas y la sombra de la mujer se movió por ellas, con impaciencia.

—¡Mil maldiciones! —musitó—. ¡Necesito salir de aquí!

La reunión en casa de Alejandro Rosas había terminado. Ahora se encontraban todos en el vestíbulo, junto a la puerta de calle. Annabel portaba la famosa sombrilla. Había en el recinto percheros y un espejo consola, pero sobresalía un reloj de pared que señalaba las nueve y cuarenta y cinco de la noche. Zamudio extendió la mano a Alejandro.

—Al menos —dijo—, ahora sé que mis asesinos maniáticos no fueron nunca enfermos recientes.

El psiquiatra hizo, con la mirada, un gesto de obviedad.

—La esquizofrenia no aparece de un día para otro —ratificó—. Los pacientes están lesionados desde niños y han librado una larga lucha por mantenerse cuerdos.

Zamudio sacudió la cabeza.

—Hasta que caen abatidos como... ¡caramba!... como árboles que han resistido vientos terribles. De pronto, doctor Rosas, siento piedad por ellos.

—Buenas noches, Zamudio —tajó el dueño de casa, ya evidentemente fatigado. Ahora se dirigió a Annabel: —¿Sales, hija?

—Llevo a Jairo a casa. No tardo mucho —respondió la abogada.

Seguía lloviendo en forma implacable. Amparados por la ridícula sombrilla, Zamudio y Annabel se encaminaron hacia el Renault. Se cerró la puerta de calle.

—Tomemos una última copa en algún lado —propuso el comisario.

La juez abrió la portezuela, cerró la sombrilla e ingresó en el vehículo.

—Entra, hombre, que te emparamas —dijo.

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