Para empezar a cerrar esta diatriba, les recuerdo el principal fin de este trabajo: mostrar para contagiar, llevar a que cambiemos creencias para que muchos inviten a desayunar a ese desconocido que pasa por problemas, ayuden a esa vecina que sola no sobreviviría tras estar sin empleo o sean solidarios con esa anciana que vende almuerzos caseros, pues el sistema ya no le ofrece un empleo.
Dicho esto, y más allá de lo que acabo de enunciar, este es un libro sin pretensiones, por lo menos no desde la literatura. Su autor no se plantea premios, no hay gran narrativa en él, eso sí, busca un impacto social para cambiar comunidad, quizá intentar algo nuevo y crecer como sociedad.
Si tienen en cuenta lo anterior, aquí no deben buscar un gran cronista, no esperen eso. Tal vez, sí, una que otra historia les saque una lágrima, pero es por la misma realidad que deja ver, por la conexión que sentimos con ellas quienes crecimos en un barrio, con limitaciones y madres que hicieron un esfuerzo sumo para que fuéramos quienes somos y hasta para que tuviéramos comida en la mesa, algo difícil para el colombiano promedio, pues tres cuartos de quienes habitamos esta Tierra no llegamos ni a clase media, por mucho que queramos imaginarnos en ella.
Por todo esto, más que un buen libro, lo que tienen en sus manos es un gran mensaje, uno que invita a la cooperación, a la ayuda mutua, y que desea alejar el espíritu de la permanente competencia con la que desde los primeros momentos de la crianza nos contaminaron.
¿Y si cada semana nos propusiéramos #UnExperimentoAmable? Poco a poco, y hecho por muchos, quizá terminemos educando en amabilidad, masificando el contagio, lo que realmente buscan tanto esta como mi primera aventura editorial.
De aquí en adelante los invito a leer, lento y con un café o un vino, para que piensen en la aventura amable de mañana, esa que mejorará sus trabajos, sus familias y, sin duda, sus vidas. Bienvenidos al libro de los experimentos amables.

Con este grupo de experimentos advertí algo: la comida es una gran motivadora de espacios de contagio de la amabilidad, por lo menos en mi caso.
¿Por qué lo digo? Piensen en esto, ¿normalmente qué significa la alimentación? Momentos de descanso, de reunión y hasta celebración, de liberarse un poco de las ataduras del trabajo o del estudio.
Es normal también que alrededor de la comida estén los amigos, la familia, los compañeros de trabajo que apreciamos; es decir, esa parada para el almuerzo o la cena, que conlleva las personas y los espacios que disfruto, y el respectivo placer que esto significa para nuestros cerebros, puede ser un fértil campo de experimentación que trae muy buenos frutos.
Los invito a no desaprovecharla y, por ende, a usar la amabilidad, a experimentar y a convertir ese plato en un momento que una a todos los que lo rodean.
Para aprender de los niños y su gran corazón
Sucedió una noche de sábado en la plazoleta de comidas de un reconocido centro comercial. Comía con mi madre y mi hermano cuando, de repente, dejaron a una señora de mediana edad entre nuestra mesa y la de unos niños que cenaban con su padre.
Ella, de unos 45 años, parecía mareada, tenía en su mano la bolsa de los dulces que vendía en la calle y un bebé silencioso pegado a su pecho. Los niños de la mesa del lado también notaron el mal estado de la señora y se quedaron mirando, y ahí apareció una oportunidad no solo de dar una mano, sino de contagiar, así que me le acerqué:
—Señora, ¿está bien? — le pregunté para ver cómo podía ayudar, mientras los niños de la mesa del lado se acercaban más. —Estoy mareada y con dolor de cabeza porque se me baja la presión —dijo con poco impulso en su voz. —¿Le traigo algo de comer o beber? —Agüita está bien, gracias —dijo ella, mientras el bebé en su pecho, que no pasaba de un año, me miraba extrañado.
Fui a buscar y aproveché para comprar un helado al bebé, imaginé que no solo ella estaba golpeada por un día que había sido más que caluroso. Llegué con el helado y la botella de agua, la señora parecía medio dormida: “Señora, señora — susurré para no asustarla —, aquí está el agüita. ¿Cómo hacemos con el helado para el niño?”.
De inmediato los niños de la mesa del lado, que estaban muy atentos, saltaron, el más pequeño, de unos seis años, dijo: “¡Yo me encargo de darle el helado al bebé!”, y lo alimentó a cucharadas como si fuera su propio hermano; su hermanita, de unos siete, no dudó en decir: “¡Yo le abro la botella y le tengo el agua a la señora!”, y los dos, con inmensa ternura, se encargaron de aquella desconocida y su hijo cual adultos que cuidaban de alguien de su propia familia, todo en medio de uno de los gestos más bonitos que he visto, y no se apartaron hasta que el bebé terminó su helado y la señora, recuperada, empacara un sándwich que mi madre le había dado.
¿Por qué les cuento esto? Porque más allá de mostrarme como un ser de luz (lo cual no soy pues me da pereza, soy muy mundano para eso) o del ego de probar la teoría del contagio de la amabilidad y apuestas personales, quería mostrar con hechos cómo los niños nacen buenos y adoptan las conductas con facilidad, mucho más si estas son bondadosas.
Les hago una pregunta y, de paso, les dejo un reto: ¿alguien se arriesgaría a probar esto en casa con sus chicos? Sería tan fácil como pensar en una actividad de ayuda en familia o intentar dar una mano al desconocido en la calle, y me cuentan cómo les fue. ¡Digan que sí! y de paso, todos hacemos #UnExperimentoAmable.
LECCIONES DE ESTA HISTORIA:
1. Los niños vienen amables, tratemos de mantener eso, los adultos podemos formar en amabilidad.
2. Normalmente, si un niño es amable, hay un adulto que lo fomenta, por lo que esta historia también habla bien de sus padres.
16 de junio de 2018
Uno de esos con el café que tanto amo
De paso por un centro comercial, entramos a un Tostao (para mis amigos de fuera, es un café que está por todas partes en Colombia). Estaba con mi madre, mi sobrina y tías, y queríamos tomar el algo, las onces en otras latitudes. Eso no es extraño, al fin y al cabo, hambre siempre tengo.
La chica que nos atendió se veía bajita de ánimos, todos tenemos nuestros momentos, pero aún así fue amable, eso siempre voy a agradecerlo.
La verdad, me quedé inquieto, sin embargo, no sabía muy bien qué hacer; no me gusta ver así a la gente, más si tenemos en cuenta que pienso que siempre podemos hacer algo… todos.
Compramos café con panecillos de todo tipo y yo pedí una napolitana de jamón y queso, que ella puso a calentar (no me hagan acordar que me devuelvo, me encantan). Mi delicatessen se demoraba y se lo recordé a la bonachona dependienta, y ella notó que el producto seguía en el horno, y claro: ya se había quemado. Su estado de ánimo no precisamente mejoró y yo también quedé peor...
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