Jaime Alfonso Sandoval - Tiempos canallas

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¿Que vas a vivir en el edificio más embrujado de la ciudad? Genial. Mucha suerte, Diego.Las cartas cuentan la historia. La historia de Diego: llegó a la colonia Roma en 1987, se instaló con su padre en el misterioso Edificio Begur, hizo amigos. Lo normal. Pero cuentan, en realidad, una historia de fantasmas. O algo parecido. El Begur, edificio famoso que ha albergado a celebridades y que constituye un rostro emblemático de su barrio, no es lo que parece. Diego encuentra recados que no tienen autor, personas que no están ahí… Todo lo que no es normal.Ahora, en estas cartas, Diego cuenta lo que ocurrió. Espectros, recuerdos de otras épocas, el relato de cómo conoció a Emma, y de cómo entendió el pasado, el futuro y el confuso presente: tiempos canallas, de verdad. En esta apasionante novela, Jaime Alfonso Sandoval confirma su gusto por las historias macabras y su talento para el suspenso que hace que sea imposible soltar sus libros.

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Era un piropo simplón, vamos, que tampoco era para premio, pero las mujeres estallaron en risas como graznidos. Se agitaron sus rotundos escotes.

—Bienvenidos, Teo e hijo —dijo la pechugona de cabello negro.

Mi padre iba a decir algo más cuando interrumpió un carraspeo. Atrás de nosotros estaba un enorme anciano vestido con un desgastado overol, llevaba una escoba en la mano. Debía ser Pablito, el conserje. Había llegado el momento de la verdad, ahora descubriríamos la estafa.

—¿Señor Teocalli Javier? —preguntó el anciano. Su voz era ligeramente seseante, como si tuviera los dientes flojos.

—Dime Teo, así me llaman todos —repuso mi padre, extrañado, y luego me señaló—: Y él es…

—… Diego, su hijo —asintió el viejo—. Los estaba esperando. La señora Reyna me acaba de llamar. Me dijo que firmaron el contrato con el licenciado Gandía y me explicó que ustedes son los nuevos inquilinos del 404. Bien, ahora mismo les abro el departamento; voy por las llaves, permítanme un minuto.

—Ahí tienes tu estafa —Teo me dedicó una victoriosa sonrisa.

—Todavía no conocemos el apartamento —me defendí—, tal vez sea una pocilga.

Vi de reojo que en la ventana de las sonrientes mujeres corrían lentamente los postigos.

El anciano, tan macizo como un boxeador de la vieja escuela, se dirigió hacia una estrecha puerta a la entrada del patio, la portería. Teo lo siguió y yo me congelé en mi lugar. Había sentido esa incomodidad de cuando descubres que alguien te mira fijamente. Me giré y, en el pasillo que conducía al segundo patio, vi un cadáver.

Bien, no era exactamente uno, pero fue lo que me pareció al inicio. Era un hombre extremadamente demacrado, pálido, usaba un traje sucio, tenía barba crecida, manos con dedos negruzcos. Su mirada acuosa y dura provocaba escalofríos. Pero yo no creía en aparecidos… No todavía.

—Aquí están —el portero salió del cuartito y nos mostró unas llaves de hierro con un curioso diseño de triángulo invertido y combinación doble—. Su departamento está en el cuarto piso, es de los más espaciosos. Acompáñenme, por favor.

—¿Pocilga? —murmuró Teo y sonrió, feliz.

Era obvio que quería echarme en cara mis sospechas. Volví a mirar el pasillo pero ya no estaba el hombre cadavérico. Supuse que simplemente se había escabullido, pero era una prueba de que el Edificio Begur no sólo reunía bellezas.

El conserje nos acompañó hasta el elevador que tenía un sistema de seguridad de dos puertas: una tipo rejilla metálica y otra de cristal emplomado. El interior era impresionante, de paredes con vidrieras en las que se repetía un diseño vegetal art nouveau y el suelo lucía el trazo hipnótico de un remolino triangular. Los controles eran muy peculiares, había una placa de bronce tan pulido como espejo, con botones, ranuras y una palanca.

—El elevador funciona con un curioso mecanismo —explicó el conserje—. Para que se mueva primero hay que introducir esta ficha.

Nos mostró una pieza redonda, parecía un posavasos pero con el repujado de una lechuza, enmarcada en curiosas perforaciones y muescas. Introdujo la ficha a una ranura y se escuchó un ruido de engrane metálico, presionó el número 4 y en ese momento las dos puertas se cerraron con un leve chirrido y el mecanismo comenzó a andar.

—Bonito, ¿no? Es tecnología alemana de la de antes —sonrió orgulloso—. Por desgracia el elevador a veces se atasca. Sesenta y cinco años de uso no es cualquier cosa. Pero ya lo reporté con la dueña y mandó buscar piezas originales a Berlín.

—¿Y por qué no ponen algo más moderno? —pregunté mientras el elevador se movía entre lentos y chirriantes espasmos.

—Jamás. La señora Reyna dice que la antigüedad es parte del encanto del Begur. Quiere que permanezca como en el día en que lo terminaron, en 1922.

—Yo haría lo mismo —comentó Teo—. Oiga, ¿y la dueña vive aquí?

—Ya no. Pero viene seguido —asintió el viejo—. No se extrañen si aparece para darles la bienvenida. Ya la conocerán. Es una buena mujer aunque con ideas… especiales.

Tensó la mandíbula; por lo visto, mencionarla le activaba la gastritis.

El elevador seguía con su lento movimiento. Por los cristales de la vidriera se veía el patio algo deformado, y noté algo raro: siluetas, como si muchos otros inquilinos se asomaran por las ventanas de sus apartamentos para vernos. No distinguí detalles, todos parecían ancianos, pero podía ser un defecto del biselado.

—Junto con las llaves del departamento les daré la del ascensor —siguió el conserje—, y la del buzón de correspondencia externo, aunque si lo desean yo puedo subir las cartas o hacer mandados. También, si tienen algún problema de tuberías o electricidad, pueden llamarme. Estoy para eso. Soy vigilante, conserje, lo que gusten y manden. Me encuentran en la portería de la entrada.

—¿Y desde cuándo trabaja en el Edificio Begur? —preguntó Teo.

—Llegué en 1927, señor —su sonrisa se ensanchó—. Ya soy parte del edificio. Cuando muera mi urna con cenizas puede usarse como tope de puerta —lanzó una rasposa carcajada—, me gustaría seguir sirviendo en el Begur.

—¡Más de medio siglo trabajando aquí! —observó mi padre, maravillado—. Debe de recordar tantas cosas. En este lugar ha vivido gente tan famosa, políticos, escritores, pintores. Dicen que aquí estuvo la casa chica de un presidente, leí por ahí que su amante era una popular actriz de cine de la época.

—Oh, no señor, yo no recuerdo nada —reviró el anciano con exquisita educación—. Los conserjes vemos pero no miramos, oímos pero no escuchamos. Es parte de nuestro trabajo.

El elevador se detuvo y se apagó la señal luminosa del botón 4. Se abrieron las puertas y la ficha de cobre se liberó. Afuera había un pequeño vestíbulo como de película antigua, el tapiz de las paredes lucía un patrón de aves y los maceteros de hierro tenían la forma de caprichosas caracolas, aunque sin plantas, sólo tierra seca. Estaban encendidas unas farolas de hierro en forma de garra de dragón que sostenían una esfera de vidrio. Del vestíbulo partían dos pasillos, algunas puertas tenían encima un polvoriento crespón negro.

—Por aquí, por favor —el conserje nos condujo hasta el número 404.

La puerta tenía una rendija con trampilla para el correo al lado de una vieja cerradura. El conserje introdujo la llave. Cuando se abrió, me asaltó un olor raro, como de museo con estantes viejos y alfombras apolilladas.

—Ah, muy bien —Teo caminó unos pasos por una estancia forrada de madera—. La sala es un poco oscura, pero con una buena lámpara…

—Oh no. Éste es el foyer o recibidor —el conserje abrió una puertecilla—. Además tiene un clóset para poner abrigos y paraguas, el verdadero apartamento está aquí.

El viejo empujó una puerta corrediza que, a modo de telón de teatro, dejó al descubierto una estancia tan enorme como un salón de baile vienés. La luz entraba en cascadas por los ventanales del fondo, y el estilo ecléctico rococó estallaba por todos lados: en los altos techos con abigarradas molduras en forma de hojas de higo y acanto que hacían juego con la herrería; la duela del piso tenía tres tonos y armaban un intrincado diseño vegetal que conducía hacia una estrella del centro; las paredes estaban forradas con papel tapiz verde y rojizo e imitaban el diseño de plumas de pavorreal. Aunque se notaba el desgaste del tiempo, en el barniz de la madera, en los techos amarillentos por la nicotina de miles de cigarrillos consumidos en esa estancia. Para rematar, del techo colgaba un precioso candil de varios brazos cuajados de cristales de tono lechoso.

—Es como entrar a las estancias de Catalina la Grande —estalló mi padre—. Es que esto es enorme. ¿Ya viste, Diego? ¡Hay hasta una chimenea!

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