Jaime Alfonso Sandoval - Tiempos canallas

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¿Que vas a vivir en el edificio más embrujado de la ciudad? Genial. Mucha suerte, Diego.Las cartas cuentan la historia. La historia de Diego: llegó a la colonia Roma en 1987, se instaló con su padre en el misterioso Edificio Begur, hizo amigos. Lo normal. Pero cuentan, en realidad, una historia de fantasmas. O algo parecido. El Begur, edificio famoso que ha albergado a celebridades y que constituye un rostro emblemático de su barrio, no es lo que parece. Diego encuentra recados que no tienen autor, personas que no están ahí… Todo lo que no es normal.Ahora, en estas cartas, Diego cuenta lo que ocurrió. Espectros, recuerdos de otras épocas, el relato de cómo conoció a Emma, y de cómo entendió el pasado, el futuro y el confuso presente: tiempos canallas, de verdad. En esta apasionante novela, Jaime Alfonso Sandoval confirma su gusto por las historias macabras y su talento para el suspenso que hace que sea imposible soltar sus libros.

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Carta uno

Estimada A:

Permítame contarle una historia de fantasmas. Sé que usted no me conoce y esto debe representar una absoluta intromisión en su vida. Pero resulta mejor escribir que acercarme a usted mañana en un pasillo de la universidad donde estudia para contarle una historia de fantasmas, donde usted está involucrada (aunque esto, aún no lo sabe), seguro me daría alguna excusa muy cortés (me consta que a pesar de su juventud, 19 años, usted es una persona amable) e inmediatamente se daría la media vuelta para escapar con paso veloz. Nuestro encuentro se convertiría, si bien nos va, en una incómoda anécdota sobre un nervioso hombre desconocido que la interceptó en la universidad para contarle una bizarra historia de fantasmas. Ahí acabaría el asunto: usted con un disgusto y cierta alarma, y yo con un vergonzoso sentimiento de derrota.

Por eso mismo he decidido enviar esta misiva a su domicilio por correo tradicional, sí, ese viejo sistema donde un empleado con uniforme lleva y trae letras. Sé que casi nadie ya usa este método, pero lo haré porque quiero recuperar algo maravilloso: el poder de la espera. ¿Que a qué me refiero? Antes, al esperar una misiva durante varias semanas las palabras adquirían una especie de hondura, se fermentaban hasta formar un poso, no sé si me entienda; cuando se recibía una carta había que leerla muchas veces hasta encontrar todos sus significados. Ahora esto resulta imposible con el replay o send que están disponibles como el gatillo de una escopeta. Y es justo lo que pretendo evitar, no deseo que conteste de inmediato, es más, pido que no me conteste de algún modo, por eso esta carta sólo lleva como remitente un apartado postal que a su vez conecta a una lista de correos con un seudónimo; así que, créame, estimada A; no pierda tiempo haciendo el rastreo de dónde viene esta carta, sólo quiero que reflexione sobre estas líneas, porque la historia que voy a compartirle es de tal manera perturbadora que necesito contarle paso a paso para que pueda concebirla en su sencilla complejidad.

Esto me lleva a hablar del segundo motivo de por qué quiero contarle la historia en episodios epistolares y tiene que ver con la verosimilitud. Usted estudia biología así que doy por descontado que es una joven de espíritu científico y ya no cree en supersticiones. Los jóvenes ahora se burlan de las historias sobrenaturales de sus abuelos, pero créame que todas las creencias, bien dosificadas, se implantan en el seso como una semilla que, si se riega en repetidas ocasiones, desarrolla raíz y en un tiempo florece. Algo increíble que tiene el ser humano: la necesidad de creer. No estoy diciendo que quiero meterme en su cerebro para manipularlo. Lo que sucede es que mi historia debe ser contada en dosis, porque sus piezas, a la vez extrañas y fantásticas, necesitan cierto tiempo para embonar.

Seguramente se está preguntando: y a todo esto ¿quién soy yo? ¿Por qué la elegí para ser la destinataria de mis letras y de esta historia que presume tener dosis de misterio y espectros por igual? ¿Tengo alguna intención oculta con usted? ¿Soy un vulgar acosador? Tal vez debería denunciarme ante la policía. Permítame tranquilizarla, por favor.

Le propongo un pacto unilateral, lo es, porque esto no es una correspondencia al uso; estamos ante un monólogo en el que he elegido a usted como única lectora, pero le puedo dar las siguientes garantías:

Sé que no espera mi permiso, pero puede mostrar estas cartas (van a ser varias, me temo, y cada vez más largas) a quien desee: policía, amigos, familiares. Aunque recomiendo, al principio, que tenga el deleite de ser la única depositaria de esta historia.

Nunca nos vamos a conocer personalmente. Aunque sé muchas cosas de usted, estimada A; juro que jamás me acercaré, ni propondré nada indebido. Le prometo que no tendrá el disgusto de verme aparecer en su vida real. Tiene mi palabra.

Y tercera y última garantía: dejaré de enviar estas cartas cuando usted lo solicite. Sólo envíe un sobre vacío al apartado postal con la palabra “No” escrita al reverso y será suficiente, no volveré a molestarla y me guardaré estas cartas para mí mismo.

Espero que esto haya sido suficiente. Ahora tendré que atraer su atención de algún modo, porque es posible que para este momento la esté perdiendo con tantos preparativos. Lo crea o no, nuestras existencias están enlazadas además del nexo que tenemos entre México y España. Mi nombre es Diego, por ahora es lo único que basta. Para comenzar mi relato permítame llevarla al pasado, casi tres décadas antes de que usted naciera.

Acompáñeme a Madrid, a inicios de verano de 1987. Como debe suponer la ciudad hervía en canícula, al igual que la cabeza de Lucía, mi madre. ¿Por dónde comienzo con ella? Veamos, era editora de una revista independiente de cultura y música llamada Chaka Pop (horroroso nombre, pero todo lo que tuviera “pop” automáticamente se volvía guay de Paraguay). Por su trabajo mi madre tenía un maravilloso pretexto para meterse a hoyos kinkis y punkis de Malasaña donde le medía el pulso a la movida. Yo no, en ese entonces yo era un insípido quinceañero que tomaba una horchata tras otra en compañía de los electroduendes de La bola de cristal con Alaska, el “huracán mejicano”. Solía dar largos paseos por la Gran Vía con los audífonos enchufados a mis walkman que consumían baterías a todo galope. En mi cabeza retumbaban casetes con “Notorious” de Duran Duran, “Suburbia” de Pet Shop Boys, “No puedo evitar pensar en ti” de Duncan Dhu. Santi, mi mejor amigo, me regaló el acetato de Never Let Me Down de David Bowie. Acababa de terminar el EGB y arrancaban las vacaciones bajo las noticias de la guerra en Sudán, ataques de ETA y todavía se hablaba de las nubes radiactivas del desastre nuclear de Chernóbil del año pasado. Aunque en realidad yo pensaba en otras cosas más frívolas, me temo, como el cine, porque en ese entonces ya soñaba con volverme guionista de Hollywood. No se ría, se lo juro, mis modelos a seguir eran Aliens, el regreso y Star Trek IV que había ido a ver tres veces al Coliseum y escribí un pastiche de ambas películas, en fin, un horror. Me estaba dejando una coleta al estilo Miguel Bosé y buscaba el Bionic Commando en locales, era un videojuego tipo tragamonedas que me hacía perder horas (y bastantes duros).

Estimada A, disculpe toda esta verborrea de nostalgia ochentera y casposa, sé que a usted no le dice nada, así que me detendré, pero sólo de momento, porque temo que volverá a salir por ahí otro ataque de antigualla, porque lo que tengo que contarle tiene como base el verano que menciono. Si no le molesta y no tiene inconveniente pasaré ahora a narrar mi situación personal de aquel momento.

Mis padres se habían divorciado cinco años atrás y vivía con Lucía, mi madre. Habíamos conseguido un enorme piso en Chamberí. Los alquileres de ese tiempo eran razonables, nada que ver con ahora. Además Lucía, como editora de un pasquín musical, era amiga de varias bandas de rock; no de las importantes, me temo, sino de las tenían nombres como: Bacinika, Espectros de Úbeda, Maruja plus, y otras aberraciones que en ese momento sonaban maravillosas. Lucía se codeaba con artistas alternativos, actores de teatro experimental, gente de ese pelaje, y en ésas, conoció al Paqui, que nunca supe a qué se dedicaba; decía trabajar “en el mundo de la música” así en general, y mi madre se zambulló directamente en sus ojos de pupila dilatada para no salir ni para tomar un respiro. Lucía comenzó a faltar a la casa, hacía viajes frecuentes a Bilbao (o eso decía), con el tiempo parecía un poco enferma, muy delgada, yo lo atribuía al exceso de trabajo. Entonces un día, escuché en las escaleras a unas vecinas murmurar mientras nos señalaban a Lucía y a mí: “Ahí va, la drogadicta del tercero izquierda, enganchada al caballo que no veas. Yo ya pedí que la echen, pero en casos así, uno piensa, pobre del crío”.

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