Jaime Alfonso Sandoval - Tiempos canallas

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¿Que vas a vivir en el edificio más embrujado de la ciudad? Genial. Mucha suerte, Diego.Las cartas cuentan la historia. La historia de Diego: llegó a la colonia Roma en 1987, se instaló con su padre en el misterioso Edificio Begur, hizo amigos. Lo normal. Pero cuentan, en realidad, una historia de fantasmas. O algo parecido. El Begur, edificio famoso que ha albergado a celebridades y que constituye un rostro emblemático de su barrio, no es lo que parece. Diego encuentra recados que no tienen autor, personas que no están ahí… Todo lo que no es normal.Ahora, en estas cartas, Diego cuenta lo que ocurrió. Espectros, recuerdos de otras épocas, el relato de cómo conoció a Emma, y de cómo entendió el pasado, el futuro y el confuso presente: tiempos canallas, de verdad. En esta apasionante novela, Jaime Alfonso Sandoval confirma su gusto por las historias macabras y su talento para el suspenso que hace que sea imposible soltar sus libros.

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Tenga en mente este relato estimada A. Volveremos más adelante a algunos de sus detalles para (si me permite la expresión) seguir escarbando. Eso es todo por hoy. Si ha leído esta carta durante la noche, le deseo dulces sueños.

Queda de usted,

Diego

Carta tres

Estimada A:

Le advierto que esta misiva puede ser larga, sólo un poco, contiene mucha y jugosa información. ¿Le parece bien si seguimos donde me quedé? Como recuerda, mi padre y yo rentamos (de manera un tanto turbia) un departamento en la colonia Roma, que en 1987 era considerada zona de desastre luego de los terremotos del 85. Ese barrio fue de los más golpeados de la ciudad, ninguna calle quedó intacta a la tragedia. Se desplomaron edificios, teatros, tiendas, casas, hospitales, oficinas, cines, en fin, una debacle. Las morgues estaban tan desbordadas que llevaron cadáveres a un cercano estadio de béisbol llamado Parque Delta. Y poco a poco, entre los trozos de concreto, el polvo y el hedor, volvió a aparecer el vetusto barrio original.

Estimada A, no si esté versada sobre la historia de la Ciudad de México, así que aprovecho para dar un breve repaso sobre este barrio. Venga, seré rápido. La colonia Roma fue una especie de ampliación de la Ciudad de México, se lotificó a principios del siglo XX. En ese entonces el centro de la capital estaba saturado y la burguesía porfirista buscaba amplios terrenos para levantar viviendas a su gusto y en lugares más ventilados e higiénicos. De este modo surgieron la colonia Americana (después bautizada como Juárez), la Santa María y pronto, Edward Walter, un payaso inglés con buen ojo para los negocios, dio con un gran terreno entre en los viejos potreros de una hacienda y un pueblo llamado Romita, con una iglesia del siglo XVI. En ese lugar comenzó la febril construcción de uno de los barrios más extraños del país. Los más ricos erigieron allí su delirante fantasía europea, aunque enclavada en tierras aztecas. Era tal la vehemencia que mandaron traer arquitectos de todo el mundo. En una sola manzana se podían ver chalets austriacos, castillos medievales, caserones con mansardas belgas, apartamentos con típicas buhardillas parisinas y tejados de dos aguas para esas tormentas de nieve que difícilmente iba a llegar a los suaves climas chilangos. No se seguía un estilo arquitectónico puro, la mezcla valía siempre y cuando el resultado fuera teatral e impactante: capiteles, columnatas, torres, balcones, lucarnas, esculturas, fuentes, mascarones de piedra, hojas de acanto labradas. En los grandes terrenos se alinearon las mansiones, en los lotes pequeños nacieron vecindades y modestas casas en condominio, pero todas daban a hermosas e higiénicas calles, algunas con camellones que remataban en parques que muy pronto se llenarían de árboles.

La colonia Roma tuvo una pequeña época de esplendor, de apenas unas décadas cuando se puso de moda y ahí vivían expresidentes, políticos, artistas, toreros, algunos aristócratas sin reino y militares enriquecidos por la Revolución (ya sabe, cada nuevo régimen tiene su casta divina). Por desgracia el barrio comenzó a perder su brillo cuando la ciudad continuó creciendo, como tumoración, y la zona dejó de ser aislada y exclusiva. Rápidamente los ricos emigraron a mejores y más apartados terrenos, hubo quien se llevó su palacio, ladrillo a ladrillo, a las lejanas Lomas de Chapultepec. Entonces, la gente sin títulos ni acciones en la bolsa, vamos, los de a pie, llegaron ansiosos para buscar adueñarse de un pedacito de ese paraíso de la escenografía europea. Algunas mansiones se fraccionaron, otras se hicieron academias de secretariado, muchas casonas cedieron sus pisos bajos para abrir tiendas de abarrotes, tintorerías, talleres mecánicos, carnicerías, tendajones de fruta. El nuevo gobierno no supo qué hacer con ese barrio que tenía más pinta de mausoleo y, en clara venganza a la plutocracia de antaño, sin remordimiento se derrumbaron algunas fastuosas construcciones para hacer insulsos bloques de apartamentos de corte funcionalista, aunque muchos de ellos colapsaron con los terremotos de 1985. De este modo vuelvo al inicio, luego de la devastación algunas de las mansiones originales volvieron a ser visibles, muchas de ellas habían sobrevivido envueltas en un aire de abandono. En algunas aún se guarecían ancianas de abolengo que vivían recordando los bailes del Club Vanguardias. Y justo en este barrio que tuvo un rápido ascenso y una fulminante decadencia se hallaba el Edificio Begur, donde estaría mi nuevo hogar. Fin de la lección. De nada.

El taxi se detuvo frente al edificio y no niego que quedé atónito por su impactante aspecto. La construcción ocupaba una cuadra entera y tenía cinco niveles más un ático con ventanas tipo buhardilla. Según Teo tenía un estilo ecléctico, lo que yo vi fue un lúgubre y hermoso edificio con unos balcones curvos y ventanas de trazo ondulante, lleno de extraños motivos vegetales tallados en la fachada, como si la piedra hubiera comenzado a florecer. En las pilastras y remates de los capiteles anidaba una fauna extrañísima que incluía águilas devorando leones, salamandras en botellones, un árbol con gárgolas y ángeles. La impresión general era la de un castillo de cuento de hadas en proceso de momificación.

—En el Begur han vivido muchas celebridades —explicó Teo, emocionado—. Gente de la farándula, escritores, músicos, pintores, surrealistas exiliados y próximamente nosotros.

—Si es que no nos estafaron —recordé.

Para acceder había que atravesar dos puertas: la primera era una reja de hierro forjado, con una enorme letra “B” ondulada que daba a un pequeño vestíbulo con las paredes adornadas con un mural de un siniestro paisaje nocturno con un lago gris. En la parte del fondo había buzones postales y una ventana de cristal tipo espejo; deduje que sería de la caseta del conserje, justo al lado de una amplia rejilla con plantas y una enredadera. Como no había nadie cruzamos hasta la segunda puerta de madera oscura que se abrió entre rechinidos. Conducía a un espectacular patio interior con un domo de vidrio con la misma letra “B” al centro. En sus buenos tiempos el efecto de la luz y color debió ser impresionante, pero décadas de polvo y mugre habían sepultado el tono y los detalles de la cristalería. Ahí nada era simple, todo estaba ornamentado hasta el delirio. Por ejemplo, el suelo estaba cubierto con mosaicos con diseño geométrico trenzado, en color oro, que se distribuían en un patrón de laberinto alrededor de una media luna plateada. Donde uno pusiera los ojos había algo curioso que ver: entre los pilares y arcadas vi tallas de piedra de cuervos, sirenas, cisnes, cigüeñas, espadas, copas, diminutos soles, dragones. Por algunas ventanas que daban al patio se oía el murmullo apagado de televisores y radios, algunas tenían diminutas chimeneas por las que salían vapores de guisos. Destacaba en una esquina la estructura de un elevador antiguo, de hierro y cristal, lucía como un gran joyero resplandeciente. Al fondo del patio había dos pasillos, uno de ellos comunicaba a las escaleras y el otro daba a un segundo patio más pequeño y descubierto, donde alcancé a ver al centro una vieja fuente o pileta tapizada de mosaicos.

—¿Buscan a alguien? —preguntó una voz femenina.

Una mujer se asomaba desde una ventana del cuarto piso. Me estremecieron sus enormes ojos verdes que contrastaban con un cabello oscurísimo. Atrás de ella había otra mujer, una versión similar pero de cabello rojo y mayor edad. Las dos fumaban.

Teo activaba todas sus dotes de macho ligador al momento de ver una mujer atractiva y se irguió todo lo que pudo en su escasa humanidad de 1.63 m.

—Buen día, señoritas —impostó su mejor voz de locutor—. Soy Teo. Mi hijo y yo acabamos de rentar un departamento en este edificio que parece que concentra toda la belleza de la ciudad.

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