1 ...6 7 8 10 11 12 ...25 —Tenemos que invitarlas a tomar algo —propuso con entusiasmo—. También quiero traer a unos compas del trabajo. ¡Ya imagino su jeta cuando vean dónde vivimos!
En los siguientes días no escuché pasos en la duela ni se abrieron puertas, aunque la sensación de que había alguien conmigo era casi permanente; supuse que era normal cuando uno llega a vivir a lugares tan intimidantes como el Begur.
Para sentirme menos agobiado pegué carteles en mi cuarto (con cinta, no clavos), de Iron Maiden y uno de Indiana Jones. Al meter mi ropa en los cajones, encontré objetos curiosos como un peine de carey; una postal de Varadero, Cuba; un boleto de tranvía; un separador de libro que parecía tejido ¿con cabello? Recuerdos de otras vidas que ya se habían extinguido.
Mi propia vida pasada emergió cuando desempaqué. Mientras ordenaba mis cómics, apareció un ejemplar de la revista que editaba mi madre, dentro encontré entradas del cine Lope de Vega de Fuencarral y una lista de compras: “Cola Cao, yogur supremo de chocolate, bollos tigretón”. Y el dolor de su muerte que parecía amortiguado por las semanas y la distancia con Madrid, volvió de un solo golpe.
Me eché en la enorme cama a escuchar música, un casete con mezclas de Duran Duran en las que tenía “Planet Earth”, “Ordinary World” y “Hungry like the Wolf”. La música tiene esa cualidad de trasportarte lejos de ti y al mismo tiempo dentro de ti.
No me di cuenta de cuando Teo entró, lo vi a mi lado. Me quité un audífono.
—Diego. No puedes estar tirado aquí todo el día.
Vio las revistas de Chaka Pop, la fotografía de mi madre en la mesilla.
—¿Y qué más hago? —me giré y miré por la ventana, llovía—. Quedan como siete semanas de vacaciones antes de entrar al BUP.
—Prepa —corrigió Teo—. Aquí se llama así… ¿Y esto?
Tomó unos papeles que estaban sobre la mesilla.
—Es una carta que debo enviar a España —expliqué.
—¿A tu novia? —sonrió, cómplice—. No me habías dicho nada…
—No, no. Es para Santiago, Santi.
—Bueno, yo respeto… —carraspeó algo nervioso—. Puede ser una fase… o no.
—¡Dios! Tampoco es mi novio —corté el discursito—. Somos amigos desde niños, del colegio.
—Va, va. Lo que quiero decir es que no me gusta verte así —retomó—. Deberías tener amigos de tu edad aquí en México. En la mañana vi a unos chavos en el patio. Seguro son vecinos.
—No los he visto —murmuré sin ánimo—. Sólo al cadáver. Me lo topo siempre.
Me miró desconcertado.
—Un tipo que parece cadáver. Lo vi el primer día que llegamos y ayer, siempre está en la planta baja, entre las sombras. Parece un maldito zombi.
—Ya. Como sea —Teo suspiró—. Oye, ¿y si me acompañas luego a mi trabajo? Sería divertido que conocieras la estación de radio, hasta podría entrevistarte, como un joven inmigrante que da su testimonio sobre el choque cultural en otro país. ¿Eh? ¿Qué tal?
Me encogí de hombros.
—¡Lo voy a programar! Y ahora hazme un favor, ¿podrías ir con don Pablito? Parece que el departamento tiene teléfono, ¡qué tal! —se frotó las manos—. Quedó en prestarnos un aparato. Qué onda, ¿vas?
Era una gran noticia; en esos tiempos no cualquiera tenía teléfono, pero yo ¿a quién le iba a llamar? Acepté la misión sólo para no seguir escuchando la cháchara de Teo. Salí arrastrando los pies. Era verdad que me había hundido en un charco de desánimo. Fue emocionante el viaje a México, incluso la mudanza al vetusto edificio, pero con los días todo comenzaba a darme lo mismo, me era individual, como se decía entonces.
Ojalá mi vida hubiera seguido así, pero entonces no estaría escribiendo estas cartas. Sí estimada A; no crea que la he olvidado. Ha estado en mi mente en cada línea que he escrito y espero no haber terminado con su paciencia con tanto preparativo. Le garantizo que a partir de la próxima carta las cosas se pondrán más intensas, el Edificio Begur estaba por darme el verdadero recibimiento.
Debo tomar un poco de aire para lo que viene. No se preocupe, estimada A, que hoy mismo comienzo a escribir la siguiente misiva. Sólo le recomiendo que ponga atención en cada detalle que voy a describir, porque todo estaba por cambiar.
Queda de usted,
Diego
Carta cuatro
Estimada A:
Bien, espero que esta carta llegue casi al mismo tiempo que la anterior. ¿Se ha aburrido? Ruego porque no sea así. Entienda que los antecedentes a veces necesitan una cocción lenta, es el fondo del guiso, como dicen en cocina. Y toda narración de horror requiere un escenario sugerente donde se irá montando la historia. He descrito ciertos detalles del Begur, pero son apenas el attrezzo. Para que inicie el relato fantasmal en forma, falta por llamarlo de un modo: el suceso. Un umbral que al momento de cruzarlo se rompe algún sistema de lógica natural y nada es como antes. A partir de entonces, lo extraño va en escalada.
Como ya mencioné, en esos días yo había tenido ciertas experiencias en el apartamento 404: pisadas, manchas de la chimenea, el asunto de las puertas del clóset… aunque aún todo podría responder a cierta explicación racional.
… Pero llegó el suceso justo la tarde cuando mi padre me envió por el aparato telefónico. Como todo lo insólito, comenzó de lo más normal. Salí al pasillo y escuché la lluvia caer sobre el domo del patio. Llamé al botón del elevador que llegó casi al instante y entré, todavía empantanado en mis pensamientos de adolescente depresivo. Saludé sin prestar atención a los vecinos que estaban dentro y busqué la ranura metálica para colocar la ficha, pero ya estaba ocupada. Entonces, a través del reflejo del bronce pulido del tablero vi junto a mí a una pareja: un hombre encorvado y una mujer de terrible aspecto, con el cabello cortado casi a rape y el cráneo aderezado con llagas; llevaba una bata como de hospital e iba descalza. Me giré y con estupor descubrí que a mi lado sólo estaba el hombre. No sé qué fue lo que más me aterrorizó, que la anciana sin pelo se hubiera desvanecido o que estaba frente al cadáver, el hombre de aspecto ruinoso. El elevador ya había cerrado las puertas e iniciaba su lento descenso.
—La viste, ¿verdad? —preguntó el cadáver.
Tenía una mirada ansiosa.
—¿Disculpe? —la tensión me atenazó la garganta.
—Acabas de ver a una de las viejas —su boca torció un intento de sonrisa—. Lo noté en tu cara. Yo también veo a esos ancianos dementes. Están por todos lados: en los pasillos, en los patios, a veces tocan a las ventanas de los departamentos.
Asentí, tenso, no quería llevarle la contraria a ese hombre de expresión lunática. En una mano traía un maletín de cuero grueso y en la otra una batería de coche. El traje, además de roto y sucio, estaba manchado de grasa. Apestaba a sudor agrio.
La lógica me decía que la vieja sin pelo había salido justo antes de que se cerraran las puertas. Debía aferrarme a una hipótesis.
—Acabas de llegar al 404 con tu padre, ¿verdad? —siguió el hombre—. Puedo apostar a que tu madre está muerta. Los huérfanos se dan bien por aquí. Eres tan joven, ¿qué edad tienes?
Miré los botones del tablero, tal vez podía bajarme antes, es decir, ya mismo.
—Te hice una pregunta —bufó el hombre.
—Quince años —me tembló la voz.
—¡Mierda! Eres casi un niño —dijo con verdadera pena—. Les diría a tu padre y a ti que se larguen de aquí, que se pongan a salvo, pero es demasiado tarde. Si el Begur les abrió las puertas significa que están condenados y no hay nada que hacer.
El ascensor se detuvo de golpe entre dos plantas, me sostuve de las paredes. Intenté tranquilizarme, debía de ser una de las mentadas fallas.
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