Jaime Alfonso Sandoval - Tiempos canallas

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¿Que vas a vivir en el edificio más embrujado de la ciudad? Genial. Mucha suerte, Diego.Las cartas cuentan la historia. La historia de Diego: llegó a la colonia Roma en 1987, se instaló con su padre en el misterioso Edificio Begur, hizo amigos. Lo normal. Pero cuentan, en realidad, una historia de fantasmas. O algo parecido. El Begur, edificio famoso que ha albergado a celebridades y que constituye un rostro emblemático de su barrio, no es lo que parece. Diego encuentra recados que no tienen autor, personas que no están ahí… Todo lo que no es normal.Ahora, en estas cartas, Diego cuenta lo que ocurrió. Espectros, recuerdos de otras épocas, el relato de cómo conoció a Emma, y de cómo entendió el pasado, el futuro y el confuso presente: tiempos canallas, de verdad. En esta apasionante novela, Jaime Alfonso Sandoval confirma su gusto por las historias macabras y su talento para el suspenso que hace que sea imposible soltar sus libros.

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Era mi padre que había bajado a toda prisa.

—Vamos, ¡no se queden ahí! —urgió Teo.

Me acerqué junto con el señor de barba canosa, se nos unió Requena y Conde. Entre los cinco tomamos al profesor de un brazo y los cabellos, y a don Pablito de una pierna y un pie. Los arrastramos hasta dejarlos en zona segura del pasillo. Fue justo a tiempo porque el ascensor pasó frente a nosotros y continuó bajando, hacia el sótano. Ahogamos una exclamación.

—¡Son unos imbéciles! —el profesor se revolvió, furioso, manoteando con el desarmador.

—¡Dios, debería agradecer! —amonestó la señora Flor—. Le acaban de salvar la vida.

Y fue cuando sucedió la tragedia.

Nadie se había dado cuenta de que el profesor todavía llevaba atada la gruesa soga a la cintura y el otro extremo seguía enganchado al mecanismo del ascensor. La soga dio un tirón tan fuerte que Benjamín cayó de espaldas. Seguía enredado con Pablito y los dos se deslizaron de vuelta rumbo al foso. Teo se lanzó y consiguió sujetar una mano del conserje.

—¡Aguante! —le dijo mi padre—. ¡Rápido! ¡Alguien corte la cuerda!

Pero fue demasiado tarde. El mecanismo seguía bajando con la imbatible fuerza de la ingeniería alemana, y Pablito no pudo sostenerse más tiempo. Con horror, todos vimos cuando el conserje y el profesor desaparecieron por el hueco. Se escuchó un crujido de huesos rotos (luego supe que fue el esternón del profesor Benjamín). Y supuse que Jasia había lanzado otro disparo porque se percibió otro restallido verdoso. Luego de unos instantes eternos, la maquinaria del ascensor se detuvo. El silencio parecía irreal.

Fui de los primeros en asomarme al foso. Mala idea; me gané una de esas imágenes que se graban a fuego en la memoria. El cadáver del profesor colgaba entre los cables con el cuerpo casi partido a la mitad, mientras que don Pablito había caído al fondo, directo sobre al techo del elevador. Tenía un brazo y una pierna girados en ángulos imposibles, pero lo peor era su rostro, era difícil de describir el nivel de daño. Una polea hizo el efecto de cuchilla, rompió el cráneo y arrancó un trozo de la cara, dejando a la vista un amasijo de carne y sangre. La cuenca del ojo izquierdo parecía vacía.

Muchas cosas se rompieron ese día, pero nadie imaginó hasta dónde llegarían las consecuencias.

Estimada A, aunque prometí ser breve, otra vez me he extendido, una disculpa. Ahora debo hacer una pausa, la necesito para reponerme de ciertos recuerdos. Prometo enviarle la siguiente carta pronto, no quiero que se enfríe esta historia ahora que nos acercamos a su primer hervor.

Como siempre, le deseo la mejor de las noches.

Diego

Carta ocho

Estimada A:

Supongo que cada vez que recibe una de mis cartas se pregunta qué tanto hay de verdad o mentira en estas líneas. Me temo que le toca a usted separar las partes. Confieso que he cambiado ciertos detalles que no me corresponde divulgar, algunos nombres y datos personales, pero ciertas cosas que suenan imposibles, por desgracia sucedieron. La referencia del accidente en el elevador la puede encontrar en algún periódico de la época, en los “vespertinos” muy dados a la nota roja. Si ve algo titulado: “Dantesco accidente en un edificio de la Roma” dio en la diana. La prensa fue explícita en la descripción de los cuerpos, aunque no ahondó en las reacciones de los vecinos; tranquila, eso se lo contaré yo.

Ese día fue caótico. Llegó la policía, servicios médicos, unos hombres de expresión gris: los peritos forenses. Cuando sacaron los cuerpos, Protección Civil montó una gruesa reja de hierro soldada sobre el hueco que daba al foso, para sellarlo y evitar más accidentes.

Nunca se olvidan los primeros cadáveres que ves en la vida. El mío fue el del profesor Benjamín, aunque antes vislumbré a su espectro… Lo sé, ¡no entendía nada! Las autoridades despacharon el evento como accidente, terminaron los interrogatorios y se marcharon. Fue cuando la señora Flor convocó una reunión general de vecinos en el patio principal del Begur. No llegaron los clausurados, claro, supuse que estarían aterrorizados de que la policía descubriera que vivían en apartamentos irregulares. Tal vez estarían haciendo las maletas.

Entre los vecinos que asistieron estaban mis amigos, la señora Flor, la enorme enfermera de trenzas (que luego supe que se llamaba Rosario), las siempre esplendorosas Lilka y Jasia (la última sin el fusil, gracias), el hombre de barba cana, que se presentó como don Salva, estaba casado con Luzma, la señora pequeñita y arrugada. Ahí supe que eran los tíos con los que vivía Conde. Llegaron los cuervos, esos viejos hermanos o esposos, y el hombre manco que rara vez hablaba. Teo fue de los últimos en integrarse, antes se bañó y tomó su tradicional coctel de aspirinas y jugo de verduras para bajarse la resaca.

—Esto es una tragedia —lloriqueó la señora Flor—. No me cabe en la cabeza. Sé que el profesor estaba loco, se veía venir, pero don Pablito… pobre hombre.

—Madre, ¿tomaste? —le preguntó Requena en voz baja.

—Sólo un poquito, para calmar los nervios. Tranquilo, bebé —sonrió nerviosa y siguió—. Pobre Pablito, y todo por hacer su trabajo. No es justo.

—Es una tragedia —asintió Rosario, la enorme enfermera—. Una vez me prestó dinero…

—Igual a nosotras, siempre nos ayudó —reconoció Lilka.

—Era tan amable —aseguró uno de los hermanos cuervos y su hermana asintió.

—No hablen en pasado, no está muerto todavía —pidió don Salva y encendió un cigarrillo—. Está en terapia intensiva creo que en la Cruz Roja o el General.

—Pablito ya no tener media cara y quién sabe si cerebro —recordó Jasia con su castellano a dentelladas—. Y es viejo, mucho, no vivir más de un día, seguro.

Se hizo una pausa fúnebre.

—¿Alguien sabe si tenía… tiene —corrigió la señora Luzma—, familia?

Nadie sabía ese dato.

—La señora Reyna conoce todo sobre el conserje —don Salva sacó humo por la nariz—. Pablito lleva más de medio siglo trabajando aquí.

—Por cierto, ¿alguien ya habló con la dueña? —preguntó el hombre manco.

Resultó que tampoco. El teléfono que guardaba Requena estaba mal y nadie más lo tenía. Alguien mencionó que la señora Reyna Fenck vivía cerca, en la colonia Juárez; según otros, en la colonia Condesa.

—Nosotros depositamos en una cuenta —explicó la hermana cuervo—. Pero nunca hemos ido a la casa de la propietaria.

—Yo le paso la renta a Pablito, luego él se la da —explicó Lilka.

—Pues urge comunicarnos con la señora Reyna —observó el tío de Conde.

Don Salva no pudo evitar que su mirada se desviara un poco más allá, a las piernas de Lilka, lo que ocasionó una molestia, no de la esposa, sino de la señora Flor, que parecía decir con un gesto escandalizado: ¡trotacalle!

—Se me ocurre algo —intervino mi padre—, puedo hablar con Erasmo Gandía. Es el abogado de la dueña. Mi hijo y yo acabamos de estar en su despacho.

Todos parecieron complacidos de que mi padre tomara esa responsabilidad. La reunión terminó y, como el asunto urgía, cada uno salió a cumplir una tarea. Teo fue a la oficina del licenciado Gandía, don Salva al hospital para comprobar si don Pablito seguía en el reino de los vivos y la señora Flor convocó una cadena de oración por la vida del conserje. A mí me urgía hablar con mis amigos, les propuse que nos viéramos en el departamento. Aceptaron.

—¡Vives en uno de los condominios más grandes del Begur! —exclamó Conde al entrar—. ¡Podrías rentar el salón para un baile de 15 años! ¿Puedo ver lo demás?

No esperó mi respuesta. Asomó la nariz por cada rincón. Le encantó la tina de la habitación principal: “Tengo que venir a nadar aquí”. Aunque lo que ocasionó gritos de entusiasmo fue mi modesta colección de discos LP y casetes que guardaba en mi cuarto.

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