Dejamos al conserje rumiando y subimos a toda prisa por las escaleras, sólo nos detuvimos hasta llegar a la tercera planta. Al fin tomamos aire, lo necesitábamos.
—Debimos decirle la verdad a Pablito —musitó Conde—. Ya saben, lo que vimos…
—¿Estás mal de tu cabeza de pigmeo? —Requena saltó—. ¿Para qué? Nunca nos hubiera creído. Don Pablito no ve más allá de las jergas, la escoba y el reglamento. Para mí que es un poco corto de aquí —se señaló la sien.
—¿Y si de verdad nos acusa con la dueña? —inquirí.
—Lo hará, seguro —reconoció Requena—. Pero a ella sí que le contaré todo. ¡Y me refiero a lo que vimos! Finalmente ésta es su propiedad.
Después de un instante, Conde recapituló:
—Entonces eso era un espectro, ¿verdad? Un fenómeno de categoría dos.
—Exacto. Era sólo una impresión de energía, nunca nos vio —Requena parecía exultante—. ¿Sintieron la viscosidad del fulgor? ¡Qué lástima que no llevé frascos para tomar muestras!
—Yo sentí frío —recordó Conde—. Y una ansiedad rara, como si no fuera mía.
—A veces hay emociones remanentes en los espectros —explicó Requena—. Recuerden que los sentimientos intensos son el origen y ancla de estos fenómenos.
—Entonces, el profesor está muerto —razoné—. Para que haya un espectro se necesita un muerto, ¿no?
Mis amigos guardaron silencio un instante, dimensionando mis palabras.
—¡Uf! ¡Es verdad! —reconoció Conde—. Aunque… nadie ha dicho nada.
—Porque no lo saben aún —dedujo Requena—. Apuesto a que ahora mismo el cadáver del profesor se balancea del tubo de un clóset en su departamento.
—¿Y qué esperamos? —casi gritó Conde—. Tenemos que decirle a la policía.
—Tranquilos, ya está muerto, no podemos hacer nada por él —consideró Requena—. Pero hay que investigar. Vayan y pregunten en sus casas, tal vez ya se sepa qué ocurrió con el profesor.
—¿Y tú? —inquirí.
—En algún lado tengo el teléfono de la señora Reyna. Voy a llamarla para decirle yo mismo lo que vimos en el sótano, y que ella tome la responsabilidad.
—Va. El primero que tenga noticias les habla a los demás —confirmó Conde.
Todos nos marchamos a nuestros apartamentos. En mi cabeza daban vueltas un montón de cosas: ¿en qué momento se había suicidado el profesor? ¿De verdad había visto a mi segundo espectro? (considerando que la anciana del elevador fue el primero). Era complicado mantener mi escepticismo. ¿Alucinación colectiva? ¿Efecto óptico? Las explicaciones racionales ya no se mantenían bien paradas.
Al entrar a casa me topé con mi padre. Al fin había llegado del trabajo y estaba en la cocina terminando de comer el krupnik. Era evidente que no sabía nada del profesor porque ni tocó el tema y más bien me acribilló a preguntas sobre las vecinas: ¿lo trajo la madre o la hija? ¿Dijeron algo sobre él? ¿Entraron al apartamento? Y al final, casi por no dejar, preguntó dónde había estado y por qué llegaba a esa hora. Respondí a todo por encima, pero me preparé para explayarme sobre el último tema.
—Fui al sótano con Requena y Conde, mis nuevos amigos —comencé.
—Te dije que te llevarías bien con ellos… Sabes, me gustaría que fueran al programa de radio —llevó el cacharro al lavabo.
—¿Requena y Conde?
—¡Las vecinas! Jasia y Lilka —enjuagó el trasto—. Para que hablen de la Cortina de Hierro, de lo que es ser inmigrante, de Cecyl Chlebek. ¡Hay tantos temas! ¿Crees que acepten ir?
Lo miré molesto. Vaya, ¡qué pronto me había sustituido!
—Luego te llevo a ti —dijo como si adivinara mi pensamiento—. No se me olvida.
—¿Y sabías que está prohibido ir al sótano del Begur? —regresé al tema—. Se necesita un permiso. Mis amigos y yo entramos a escondidas, rompimos una regla.
—¿Has visto un recipiente azul? —Teo rebuscó algo en el trastero.
—Teo, ¿me oíste?
—Sí, que fuiste al ático —abrió el refrigerador—. ¿Robaron algo o qué pasó?
—¡No, nada! —exclamé ofendido—. Y fue al sótano, es que Requena tenía una hipótesis. Y vimos un… —me costaba trabajo pronunciar la palabra—. Algo…
—¿Un fantasma? —completó Teo.
—Espectro —corregí. Requena estaría orgulloso de mí—. Al principio pensamos que era el profesor Benjamín, bueno sí que lo era, pero no su cuerpo vivo…
—Órale, ¡qué padre!
—¿De verdad?
—¡Es lo menos que esperaría en un lugar como éste! ¿Fue una sombra o cómo? Luego tienes que contarme todo.
—¿A dónde vas?
En un parpadeo mi padre ya estaba en la puerta, con un recipiente de plástico en una mano y una botella en la otra.
—Voy a devolver el favor a las vecinas —su sonrisa apenas le cabía en la cara—. Estoy seguro de que no conocen el queso de tuna ni el mezcal con pepino. No tardo nada de nada, ahora me cuentas lo del ático.
—¡Sótano!
—Traje pollo rostizado por si quieres cenar —avanzó al recibidor—. Nomás un favor, si te pones a buscar algo no dejes tiradero, cuando llegué estaban las puertas de la alacena abiertas.
—También quería hablarte de eso…
Pero Teo ya se había ido. Miré el reloj de columna en el rellano: faltaban unos minutos para las once de la noche. Confié en que mi padre volviera pronto, me empezaba a dar cierto pánico quedarme solo en el departamento. Volví a imaginar al profesor colgando. Debía de hacer algo para mantener mi cabeza ocupada. Fui a la chimenea para ver si Emma contestó, pero encontré mi propia carta, tal como la dejé en la lata de galletas. Me desanimó un poco. Curiosamente no se oía nada a esa hora, ni pasos o voces, tal vez los vecinos estaban dormidos. Entonces tuve de nuevo esa sensación, como si alguien estuviera conmigo, a pocos metros. ¿Fenómeno fulgor de categoría tres? ¡No debía pensar en eso!
Fui a mi habitación a escuchar música, pasó una hora y seguía sin saber nada de mis amigos, tampoco de Teo. Empecé a irritarme, lo imaginé frente a las vecinas desplegando sus dotes de donjuán liliputiense, presumiendo sus viajes y estudios con su famosa voz de locutor. Me puse a tontear con el radio, había descubierto una estación llamada Rock 101 y en algún momento, entre The Cure y los Smiths, me dormí. Entonces tuve un sueño, o algo parecido… las imágenes eran apenas nubes borrosas pero oía el llanto de mujer, parecía estar al pie de la cama.
No supe cuánto tiempo pasó, seis, ocho horas, me despertó una chicharra afónica. Había amanecido y llovía. La chicharra arremetió de nuevo y me incorporé confundido. ¿Qué demonios era ese ruido? Crucé la estancia y entré a la cocina, vi que era el viejo teléfono de baquelita negra; era la primera vez que lo oía sonar.
—¡Diego! ¡Apaga ese ruido infernal! —suplicó Teo desde su habitación. Tenía la voz pastosa de una resaca.
Contesté.
—¿Diego? ¿Eres tú? —una voz emergió de una tormenta de interferencia.
—¿Quién es?
—Yo mero… Armando.
Tardé un momento en entender.
—¿Requena? —confirmé aliviado—.¿Cómo supiste de este número?
—En la base de cada aparato está el directorio del Begur —explicó—. Si tienes uno de esos cacharros dale la vuelta y ves los teléfonos de los apartamentos.
—Ah, okey. ¿Y pudiste llamar a la señora Reyna?
—El número que tenía no da línea, creo que le falta un dígito, pero fue mejor así.
—¿Por qué? ¡Debe enterarse de lo del profesor!
—Para eso te marqué, te tengo una súper noticia. ¿Estás sentado?
—Sí —respondí, aunque era mentira—. ¿Apareció el cuerpo?
—No lo vas a creer, esto es impresionante —era evidente que Requena disfrutaba paladear la noticia antes de soltarla—. ¿No adivinas?
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