—Pues no —estaba impaciente—. ¿Tuviste un avistamiento extraterrestre?
—¡Esto es serio! —resopló el chico gordo—. Acabo de topármelo.
—¿A un extraterrestre?
—Deja a los extraterrestres en paz. Esto no es broma —advirtió Requena—. Acabo de ver al profesor Benjamín en el patio, y no es ni espectro ni fantasma, está vivito y coleando.
Ahora sí tomé una silla para sentarme. El asunto se volvía confuso.
—Pero anoche vimos al profe atravesarnos y desaparecer —recordé—. ¿Cómo puede existir el espectro de alguien… vivo?
—¡Lo sé, esto es muy raro! —Requena lanzó un resoplido—. Estoy revisando mis libros de parapsicología, estoy seguro de que hay una explicación.
—¿Y Conde ya sabe que el profesor está vivo y coleando?
—Le acabo de llamar y salió corriendo para verlo con sus pigmeos ojos. Si te das prisa igual y encuentras al profe. Estaba en el patio grande cargando unas cosas…
Me estremecí, y todo a mi alrededor. Los trastos de una vitrina cercana vibraron, la mesilla, incluso el candil, pensé que era un sismo.
—¿Sentiste eso? —preguntó Requena.
El estremecimiento se repitió acompañado de un grave estruendo.
—¡Viene de afuera! —gritó Requena—. ¡Algo acaba de explotar…!
Cortó la llamada. Salí al pasillo, había varios vecinos del Begur asomándose por el barandal desde su respectivo piso; la pareja mayor, vestida de negro como cuervos, oteaba desde el patio. Vi una decena de ancianos en bata, al hombre manco sin el brazo protésico, una robusta enfermera en filipina, el señor de barba canosa siempre con un cigarrillo entre labios. Todos parecían alarmados. Alguien gritó y señaló una especie de nube blanca en la segunda planta. Impulsado por la curiosidad bajé por las escaleras. La nube parecía polvo de yeso. Llegaron más vecinos y entre la multitud me topé a Conde.
—¡El maestro Benjamín está vivo! —dijo exaltada—. ¡Y se volvió terrorista!
Todos hablaban al tiempo y alguien pidió que llamaran a la policía, a los bomberos. Conde me tomó del brazo y nos abrimos paso entre la marea de mirones hasta llegar al epicentro de la explosión: era el ascensor, la puerta de rejilla estaba doblada, había cristales rotos y trozos de metal. El profe Benjamín tenía la cara llena de sangre y una oreja parcialmente desgarrada. Vestía exactamente como el espectro que vimos, con tablones alrededor del pecho y espalda, cubierto con la enorme gabardina. A sus pies había restos de los paquetes plásticos con explosivos.
—¡Por Dios!, maestro, ¿qué pasó? —exclamó Flor, la madre de Requena.
—Atrás —advirtió el profesor—. ¡Que nadie se acerque!
Se limpió la sangre con la manga y de un bolsillo sacó un enorme cuchillo, tenía inclinación por las armas blancas. Todos lo obedecimos, hubo más gritos.
Requena apareció en escena para alejar a su madre del maniaco.
—¿Qué pasa ahora? —exclamó una voz cascada. Era don Pablito que subía a toda prisa por la escalera—. Profesor… ¿qué ha hecho?
Cuando el conserje vio la puerta destrozada del ascensor pensé que se iba a desmayar.
—Tenga cuidado, don Pablito —dijo el hombre de barba cana—. Trae un cuchillo.
El viejo conserje no se detuvo, siguió avanzando.
—Sólo quiero salvarla —gimió el profesor—. Me llama, su llanto me vuelve loco, sé que está en alguna parte.
Con la mano que tenía libre, el profesor anudaba la gruesa soga a unas poleas internas del elevador, el otro extremo lo tenía sujeto a la cintura.
—No quiero ni pensar cuando la señora Reyna se entere de este destrozo —el conserje no podía dejar de ver el hueco que dejó la rejilla abatible—. ¡Dios, Dios!, ¿qué intenta hacer?
Yo tampoco lo entendía, hasta que el profesor se asomó al foso del ascensor y lo supe, ¡iba a saltar! Por eso había atado la soga, para bajar y buscar los niveles secretos.
—¿No se dan cuenta? —los ojos del profe eran pura desesperación—. Todos caímos en esta trampa, vamos a morir pronto. Este sitio se alimenta de nuestras almas.
Para ese momento la mayoría de los vecinos del Begur había salido de sus departamentos. Desde la cuarta planta se asomaban las damas polacas envueltas en batas de seda, del otro lado detecté a mi padre, pálido por la bestial cruda y a punto de echar la sopa krupnik por la nariz. Un piso más arriba vi a contraluz a otros vecinos, los clausurados, seguramente entre ellos estaba Emma y su abuelo.
—Ayúdenme a detenerlo —pidió Pablito a la multitud.
Pero la mayoría de los inquilinos eran ancianos, asustadizos como los hermanos o esposos cuervos, ¿y qué podía hacer el pobre manco? Además, que el profesor cortara el aire con el cuchillo no animaba a nadie a tomar el papel de héroe. Miré a Requena y a Conde. “¿Y si intentamos?”, quise preguntar con la mirada. “Ni loco”, parecía responder Reque.
—¡Sólo necesito unos minutos para rescatar a Noemí! —pidió el maestro, furioso.
—La señorita Noemí lo abandonó hace meses —recordó el conserje, paciente—. Profesor, ya hablamos de eso.
—¡Mentira! —los ojos del profe restallaron de furia—. Noemí está aquí —señaló el foso—. ¡Se perdió en un nivel secreto!, iré por ella y se lo voy a demostrar.
Los vecinos cruzaron miradas de consternación.
—Profesor Benjamín, baje el arma —le pidió el hombre de barba canosa. Tosió.
—No quiero herir a nadie, pero si alguien se acerca, tendré que hacerlo —advirtió.
—Profesor, por favor, no haga esto más grande —Pablito parecía cada más desesperado—. Ya ha ocasionado suficientes daños en la propiedad.
—¡Qué importa el edificio! —chilló el profesor—. Carajo, Pablo, ¿cómo puedes seguir protegiendo a la dueña? ¡Eres tan tonto que no te das cuenta! La señora Reyna Fenck te usa; nos usa a todos…
En una medida desesperada, el conserje intentó quitarle el arma pero el profesor cumplió su amenaza y lanzó una cuchillada, Pablito la evadió por poco, varios gritaron.
—¡Basta todos! ¡Ya mismo! ¡Nadie a moverse! —dijo alguien.
El grito con problemas gramaticales era de Jasia. Llevaba un fusil Gewehr 43, una reliquia de la Segunda Guerra Mundial.
—Querida, cuidado —pidió la señora Flor—. No se te vaya a disparar ese chisme.
No sé si lo que sucedió después fue accidental, pero Jasia lanzó un disparo al aire. Salió un fogonazo verde; la munición debía de ser viejísima. Con el tronido se desató el pánico, la mayoría de los vecinos se arrojó al suelo, entre gritos, otros corrieron para ponerse a cubierto, y don Pablito aprovechó para lanzarse de nuevo sobre el profesor. Le dio un fuerte manotazo y consiguió que soltara el cuchillo. Se desató una lucha cuerpo a cuerpo entre el profesor Benjamín y el conserje, rodaron hasta quedar al borde del foso del ascensor.
—¡Que alguien haga algo! —gritó la señora Flor.
Para complicar las cosas, el elevador se puso en marcha, las poleas se activaron entre siniestros chirridos. Si descendía más allá del segundo piso, sería casi una guillotina para don Pablito y el profesor que forcejeaban a orillas del foso.
—¡Ayúdenlos, por lo que más quieran! —insistió la señora Flor.
Yo me acerqué decidido, pero mi valor flaqueó al ver que el profesor rebuscaba con desesperación algo en los bolsillos. En el caos se desperdigaron monedas, un llavero con un diminuto cubo de Rubik. Al final encontró un desarmador y lo empuñó dispuesto a clavarlo a quien sea.
—Benjamín, por favor, acepta tu destino —oí que le dijo el conserje.
Los dos tenían la mitad del cuerpo sobre el foso, estaban a punto de caer.
—Hay que moverlos, ¡rápido! —ordenó una voz.
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