Jaime Alfonso Sandoval - Tiempos canallas

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¿Que vas a vivir en el edificio más embrujado de la ciudad? Genial. Mucha suerte, Diego.Las cartas cuentan la historia. La historia de Diego: llegó a la colonia Roma en 1987, se instaló con su padre en el misterioso Edificio Begur, hizo amigos. Lo normal. Pero cuentan, en realidad, una historia de fantasmas. O algo parecido. El Begur, edificio famoso que ha albergado a celebridades y que constituye un rostro emblemático de su barrio, no es lo que parece. Diego encuentra recados que no tienen autor, personas que no están ahí… Todo lo que no es normal.Ahora, en estas cartas, Diego cuenta lo que ocurrió. Espectros, recuerdos de otras épocas, el relato de cómo conoció a Emma, y de cómo entendió el pasado, el futuro y el confuso presente: tiempos canallas, de verdad. En esta apasionante novela, Jaime Alfonso Sandoval confirma su gusto por las historias macabras y su talento para el suspenso que hace que sea imposible soltar sus libros.

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Y de este modo pudimos continuar con el descenso. Las escaleras terminaban en una pesada puerta de hierro, era el acceso al sótano. Requena sacó la llave de la anciana Clara y, ante mi sorpresa, entró a la cerradura sin problema y al girarla se escuchó un clic.

—Les dije que iba a funcionar —sonrió orgulloso y la puerta se abrió entre asmáticos rechinidos.

Nos miramos con susto y la emoción. Requena buscó algo en su mochila.

—Recuerden, los despojos y espectros no pueden hacernos nada —sacó una linterna y nos hizo una seña para que camináramos detrás de él—. Así que no quiero ver escenitas de histeria. Eso sí, ¡mucho ojo! Cada impresión de fulgor da pistas de lo que sucedió en ese sitio. Hay que estar muy atentos a todas las señales.

Avanzamos con cuidado, lo primero que contemplamos fue el hueco y las rejas del elevador. Requena presionó el botón, no pasó nada; en efecto, en ese nivel estaba bloqueado. De ese rellano salían dos pequeños pasillos, tomamos el primero, siempre siguiendo a nuestro rollizo amigo.

—Si encontramos el cadáver de Noemí vamos a ser famosos —murmuró Conde, con emoción—. Seguro salimos hasta en el noticiero 24 horas con Zabludovsky.

—Más bien con don Pedro Ferriz —consideró Requena—. Sería un triunfo doble, para la justicia y para las ciencias paranormales.

—¿Has visto el programa Un mundo nos vigila? —me preguntó Conde—. Es de avistamientos de ovnis. Es divertido, aunque los marcianos no me caen bien por metiches.

—Tienen que serlo —intervino Requena—, pero luego hablamos de eso. Silencio

El pasillo desembocaba en una estancia penumbrosa, olía raro, a humedad y naftalina. Requena usó la luz de la linterna para explorar.

—Pero… ¿qué es esto? ¿Quién vive aquí? —pregunté atónito.

Parecía un palacio subterráneo, atiborrado de mesas, gabinetes y armarios de lustrosa madera. Había un largo pasillo, formado con vitrinas con cristalería, que remataba en una cama de hierro forjado con cabecera coronada con un curioso enjambre de tiesos querubines, y al lado dos mesillas redoradas con lámparas de cristales colgantes.

—Nadie. Son las bodegas del Begur —Requena examinó las piezas con el haz—. Aquí es donde la señora Reyna guarda los muebles.

Había demasiado de todo: libreros de madera vasta y entintados, con laca y barniz; jarrones afrancesados y de estilo japonés, bancos de metal, otros labrados; cojines de satén, lamé y tejidos; maletas de todos los tipos: con ruedecillas, de mano y enormes como baúles; además un montón de bastones, zapatos, botines tipo bostoniano, bicolores, de tacón alto; sombreros y ropa, muchísima: vestidos rectos como de los años treinta, trajes de lana de los cincuenta, abrigos, batas para estar en casa. Todo cuidadosamente ordenado en estantes y cientos de perchas. ¿De quién era la ropa? ¿Qué hacía en ese sitio?

—Espera, ¡apunta ahí! —exclamó Conde—. ¡Ahí! ¡Del otro lado! ¡A la izquierda!

—¿Qué? ¿Qué viste? —Requena movía la luz de un lado a otro.

La chica tomó las manos de Requena para señalar con la linterna a una esquina donde se veía un rostro muy pálido. Todos lanzamos una pequeña exclamación.

—Es sólo una pintura —confirmé con alivio.

Conde avanzó hacia el cuadro que estaba parcialmente cubierto por una sábana, tiró para develar un enorme retrato al óleo de tamaño natural. Se trataba de una joven, hermosa como ninfa de cuento, aunque muy delgada, de piel lechosa, cabello rubio cenizo. Vestía un severo vestido negro. El pintor había conseguido transmitir una mirada colmada de tristeza y dulzura en sus ojos grises. Al lado del cuadro había media docena más de bastidores con pinturas y bocetos, todos de la misma mujer.

—A esta señorita la he visto antes en el Begur —explicó Conde—. Una vez en un pasillo y otra vez en el elevador, subía. Debe de vivir en los departamentos clausurados.

—Pigmeo, ¿ya viste la fecha de la pintura? —Requena señaló—. 1921. Si esta mujer vive, debe tener ochenta años por lo menos.

—No. Se veía como está aquí —insistió Conde y su voz tembló de emoción—. A menos que… ¡vi a un espectro, un fenómeno de categoría dos!

—Es eso o te urge ir con el oculista —convino Requena—. Recuerda que también viste por aquí a Diego, hace dos meses, cuando él vivía en Madrid.

—Con Diego tal vez me confundí, pero a ella sí que la vi, lo juro —Conde volvió a echar una mirada al retrato—. Es imposible olvidar esta cara y como va vestida…

Requena hizo una seña de silencio, oímos un clic y un motor que encendía.

—Son las bombas de la cisterna —nos tranquilizó—. Se encienden a esta hora.

Seguimos revisando aunque era complicado avanzar entre las pilas de muebles, baúles y gabinetes. Conde lo tenía más fácil porque era pequeña y delgada como un fideo.

—Eh, ¡miren acá! —nos llamó nuestra amiga desde una esquina—. ¡Hay una bóveda de banco! ¡Seguro hay un tesoro!

Como pudimos, llegamos a donde estaba Conde. En efecto, se trataba de una enorme puerta de metal que tenía al frente grabada una letra B entretejida con espigas y alrededor contenía unas líneas geométricas con trazo de laberinto. Requena la examinó.

—Tiene una cerradura de alta seguridad —señaló con su dedo regordete.

—¡Hay que abrirla! —Conde dio saltitos.

—¿No oíste lo que acabo de decir? —Requena empujó con fuerza—. Para abrir esto se necesita una llave especial.

—¿Qué habrá del otro lado? —di golpes. La puerta era tan gruesa que absorbía el sonido.

—Tal vez una bóveda de seguridad —meditó Requena—. Recordemos que en el Begur vivía gente extremadamente rica. No sería raro que tuvieran un sitio para guardar sus joyas y cosas de valor.

—A mis tíos les vendría bien unos lingotes de oro —suspiró Conde.

—¡Ya quisieras, Pigmeo! La bóveda debe de estar vacía. Los ricos se fueron hace tiempo… ¡y llegaron tus tíos!

—Ajá, y tu madre y tú —sonrió Conde—. ¡Todo lo que tienen es prestado!

—El piano es de mamá. Un auténtico Steinway & Sons, ¡vale una fortuna!

—Eh, chicos, seguro que todos somos pobres como ratas —interrumpí—. ¿Y si seguimos?

Después de explorar un poco entre la ropa y los muebles antiguos, volvimos al rellano y exploramos el pasillo que daba a otra habitación, aunque era mucho menos interesante. Allí estaba la caldera y bombas de la cisterna; había una mesa con herramientas, botes de impermeabilizante, mangueras e implementos de limpieza.

—Aquí no hay lugar para esconder un cadáver —observé—. Tal vez esté en algún mueble del almacén, pero tardaríamos una eternidad en abrir cada chisme.

—Tengo un remedio para eso —Requena sacó de su mochila una cadenilla con un dije—. Vamos a preguntarle dónde se encuentra.

—¿A… la muerta? —sonreí—. No hablas en serio.

—Esto es más serio de lo que crees —y extendió la mano con el péndulo—. Si Noemí busca justicia, y es lo que sospecho, nos dirá dónde escondió el profe su cuerpo.

—Pero ¿a quién vas a llamar? ¿Al fantasma o al espectro? —quiso saber Conde.

—A quién conteste, claro —el chico gordo cerró los ojos—. Sería genial un fenómeno fulgor de categoría uno, pero me conformo con un despojo de tercer nivel… ya veremos. Silencio —impostó la voz y comenzó su invocación—: Noemí, somos tus vecinos y queremos hablar contigo…

Trazó círculos con el péndulo. De pronto, me di cuenta de lo absurdo de la situación; apreté los labios para no reír.

—Estamos aquí para ayudarte —siguió Requena, reconcentrado—, para que encuentres justicia y tu cuerpo obtenga eterno reposo. Danos una señal.

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