Jaime Alfonso Sandoval - Tiempos canallas

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¿Que vas a vivir en el edificio más embrujado de la ciudad? Genial. Mucha suerte, Diego.Las cartas cuentan la historia. La historia de Diego: llegó a la colonia Roma en 1987, se instaló con su padre en el misterioso Edificio Begur, hizo amigos. Lo normal. Pero cuentan, en realidad, una historia de fantasmas. O algo parecido. El Begur, edificio famoso que ha albergado a celebridades y que constituye un rostro emblemático de su barrio, no es lo que parece. Diego encuentra recados que no tienen autor, personas que no están ahí… Todo lo que no es normal.Ahora, en estas cartas, Diego cuenta lo que ocurrió. Espectros, recuerdos de otras épocas, el relato de cómo conoció a Emma, y de cómo entendió el pasado, el futuro y el confuso presente: tiempos canallas, de verdad. En esta apasionante novela, Jaime Alfonso Sandoval confirma su gusto por las historias macabras y su talento para el suspenso que hace que sea imposible soltar sus libros.

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—¿Y qué hacemos nosotros? —preguntó Conde.

—De momento cierren la boca —recomendó Requena y me miró, hosco—. Pero sobre todo, no echen malas vibras escépticas porque eso ahuyenta a los espíritus.

—Yo no echo malas vibras escépticas —me defendí.

—¿Crees que no veo los gestos que haces? —dijo Requena.

—¡Esperen! —interrumpió Conde, alarmada—. Miren: ¡ahí!

Apuntaba hacia el rellano donde estaba el acceso al elevador.

—Tal vez es la señal —aseguró Requena con entusiasmo.

—Vaya, el espectro sí que fue exprés —suspiré por lo bajo.

—¿Ves lo que digo? ¡No tomas esto en serio! —se quejó el chico dolido.

—Cállense y miren allá —insistió Conde.

Obedecimos, de verdad había una silueta. De inmediato Requena apagó la linterna y, en la penumbra, vimos a alguien de espaldas y en cuclillas, que desenroscaba una soga.

El corazón comenzó a martillear mis escépticas costillas.

—¿Es un espectro o un fantasma? —preguntó Conde en voz baja.

—Acerquémonos para averiguarlo —murmuró Requena—. Pero déjenme a mí primero, tengo más conocimientos paranormales que ustedes.

Avanzamos lentamente. Se trataba de un hombre y se me escapó una risa corta.

—Por favor, seriedad —gruñó Requena intentando no levantar la voz.

—No estamos frente a ningún fenómeno fulgor —señalé—. Miren bien, es sólo el profe Benjamín.

Era inconfundible, el profesor lucía desgreñado, llevaba una curiosa armadura casera hecha con tablones atados a pecho y espalda, mismos que ocultaba mal con una gabardina enorme. En ese momento se ataba la soga a la cintura.

—Sí, es él —reconoció Conde—. ¿Qué estará haciendo?

—Tal vez se asegura de que el cuerpo de Noemí siga oculto —opinó Requena.

—Pero el profe piensa que el edificio se tragó a la novia —recordé.

—Bueno, tiene dos personalidades —reconvino el chico—. Y ahora estamos frente a la personalidad homicida. No hagan ruido, que nos va a oír y nos podría descuartizar.

—Tú eres el que está haciendo más ruido —acusó Conde—. No paras de hablar.

—¡Me están preguntando cosas! —se defendió Requena.

Reconozco que éramos un desastre como investigadores paranormales, además, para colmo, a Requena se le cayó la linterna, armó escándalo y para nuestra mala suerte se encendió. Los tres corrimos para tomar la linterna y, al levantar la vista, nos topamos con el profesor, estaba a escasos dos metros. Veía hacia otro lado y se adivinaba una expresión tensa, de gestos congestionados, la piel sudorosa y cabello húmedo y pegado a la frente. Cargaba dos paquetes envueltos en plástico negro. ¿Serían los restos de Noemí?

—Genial. Nos va a matar —resopló Conde con molestia—. ¿Eso querían? Nos va a asesinar un loco.

—Silencio, déjenme a mí manejar esto —murmuró el chico gordo.

Requena quedó paralizado, al parecer era mejor para hablar con los muertos.

—Buenas noches, profesor —fui yo el que dio un paso—. Soy Diego, nos conocimos en el elevador. ¿Podemos ayudarlo en algo?

—¿Qué haces? —exclamó Requena a mi espalda.

—Negociando con el homicida —murmuró Conde—. Como en las películas de policías. ¡Sigue, sigue!

Les pedí con señas que cerraran la boca. El profesor parecía impávido, concentrado en sí mismo. Entonces sucedió algo horripilante. Con más atención habríamos visto cierto ángulo, una pieza que no encajaba. El hombre giró la cabeza como reaccionando a un ruido y después avanzó a toda prisa hacia donde estábamos nosotros. Requena lanzó un grito, supongo que más agudo de lo que calculó. Conde se puso en posición de ataque ninja y yo hice mi último y desesperado intento por razonar:

—Profesor Benjamín, sólo queremos ayudar, por favor, escuche…

Y fue cuando ocurrió.

Como no se detenía intentamos abrirle paso, pero el profesor nos atravesó. Así como se oye. Un vaho frío traspasó limpiamente nuestra cabeza, pecho, brazos. Requena apuntó con la linterna hacia donde corría la figura, todavía se podían ver algunas partes del profesor avanzando: un pie, una mano, parte de la cabeza, hasta que todo se desintegró en la penumbra y quedó ese vapor ondulante que se ve en las carreteras. Unos segundos después, todo volvió a la normalidad. Bueno, no, a partir de entonces ya nada fue normal. Había vivido mi confirmación, me zambullía de cabeza en una historia de horror.

Bien, estimada A. Dejo mi narración por aquí. Tranquila, pronto sabrá qué demonios significó esa visión. Todo lo responderé a su tiempo, tenga paciencia. Sólo le puedo adelantar que el Begur nos tenía preparada otra sorpresa en las próximas horas.

Por ahora, descanse. Sueñe con un mundo en el que la realidad nunca se desarme frente a sus ojos. Un abrazo.

Diego

Carta siete

Estimada A:

De nuevo nos encontramos. Le prometo que esta carta será corta, pues describe un suceso adicional que ocurrió unas horas más tarde de lo que narré la vez pasada. Haré mi mejor esfuerzo para incorporar cada uno de los detalles. Agradezco que me siga acompañando a este recuento; no me atrevería a volver a recorrer ese verano de 1987 sin compañía.

Tal como conté, acababa de vivir la confirmación de un evento fuera de la normalidad: la visión del profesor Benjamín que luego de atravesarnos se desvaneció. En los primeros segundos Requena, Conde y yo nos quedamos petrificados. La primera que reaccionó fue Conde, corrió a la salida, pero la puerta del sótano se abrió en ese momento. Los tres lanzamos un grito, que se volvió un alarido cuando se encendió la luz y finalmente las cosas parecieron volver al carril de la realidad.

El conserje Pablito había entrado al sótano. Llevaba una cubeta y un trapeador.

—¿Qué demonios hacen aquí? —dijo, sorprendido.

Nadie se atrevía a hablar.

—Les hice una pregunta —repitió.

—Bajamos por unos muebles para Diego —Requena recuperó cierto aplomo—. Necesitaba un escritorio, y como aquí están las bodegas…

—Pero lo que vi es muy grande, no me sirve—continué, tieso, con la explicación.

—No pueden tomar las cosas así nada más, antes deben pedir permiso —Pablito miró alrededor—. ¿Cómo entraron?

—La puerta estaba abierta —mintió Conde con naturalidad.

—Eso es imposible —musitó el anciano—. No hay manera de que eso pase.

—Tal vez usted la dejó abierta la última vez que salió de aquí —agregó Requena—. Estaba abierta… ¿verdad?

Todos asentimos y cada vez don Pablito parecía más desconcertado.

—Como sea, ningún vecino puede entrar a las áreas de mantenimiento y servicio —repuso severo—, y la señora Reyna no permite que los inquilinos bajen al sótano desde el accidente.

—¿Cuando desapareció Noemí? —pregunté con interés.

—La señorita Noemí no desapareció, se fue con sus padres —Pablito carraspeó—. Hablo de otra cosa, de mucho antes, no importa. Rompieron una de las reglas del Begur. Tengo que reportarlos con la señora Reyna, tal vez los penalice, tiene muy mal carácter.

—Bueno, no tiene por qué enterarse —sugirió Conde—, no hicimos nada malo…

—Jovencita, ¿está insinuando que le oculte información a la señora? —Pablito la miró como si le hubiera pedido bombardear un orfanato—. Si la señora se entera, perdería mi trabajo, ¡me echaría del Begur luego de todos estos años! Ustedes no saben, no tienen idea de cómo es la señora cuando se molesta, y siempre sabe cuando alguien le miente.

Parecía que se iba a echar a llorar. La noche se volvía cada vez más disparatada.

—Bueno, don Pablito, no volveremos a bajar, lo juramos —aseguró Requena—. Si la señora Fenck se enoja, dígale que me hable, yo le explico todo. Somos amigos.

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