Las bailarinas sobre el escenario quedaron congeladas; la música se detuvo.
—¿Qué está pasando? —murmuró Juliette. Justo en el instante en que se movía para averiguarlo, Roma siseó bruscamente y la sujetó por el codo.
—Juliette, no.
La joven sintió que aquel contacto le abrasaba la piel como una dolorosa quemadura. Apartó el brazo de un tirón más veloz que si efectivamente estuviera en llamas, los ojos encendidos por la furia. Él no tenía derecho. Había perdido el derecho a pretender que alguna vez había querido protegerla.
Juliette se dirigió hacia el otro extremo del club, ignorando a Roma, quien la seguía. Los rugidos de pánico se hicieron cada vez más audibles, aunque ella no podía comprender qué cosa estaba provocando tal reacción hasta que con un firme empujón apartó a un lado la multitud que se congregaba.
En ese momento vio a un hombre reducido en el suelo, sus propios dedos clavándose en el grueso cuello.
—¿Qué está haciendo? —Juliette dio un grito y se apresuró hacia delante—. ¡Que alguien lo detenga!
Pero la mayor parte de sus uñas ya estaban enterradas profundamente en el músculo del cuello. El hombre estaba escarbando con una intensidad animal, como si hubiera algo allí, algo arrastrándose bajo la piel que nadie más podía ver. Más profundo, más profundo, más profundo, hasta que sus dedos estuvieron completamente enterrados y empezó a sacarse los tendones y las venas y las arterias.
Un segundo después, el club se había quedado en total silencio. No se escuchaba nada salvo la respiración fatigosa de aquel hombre bajo y robusto que se había derrumbado en el suelo, con la garganta desgarrada y las manos chorreando sangre.
El silencio se convirtió en gritos, los gritos se convirtieron en caos y Juliette se acomodó las brillantes mangas de la blusa, apretó los labios y frunció el ceño.
—Señor Montagov —dijo por encima del alboroto— debe irse ahora mismo.
Juliette avanzó y le indicó con señas a dos hombres Escarlata próximos a ella que se acercaran. Ellos obedecieron, pero no sin una expresión extraña, que Juliette estuvo a punto de considerar una ofensa, hasta que, un instante después, parpadeó y miró por encima del hombro y se encontró a Roma todavía en el mismo sitio, sin la menor intención de marcharse. En lugar de ello, pasó junto a Juliette, actuando como si fuera el dueño del lugar, luego se agachó cerca del moribundo, centrando la vista en, para gran sorpresa de ella, los zapatos del hombre.
—¡Por todos los…! —murmuró la joven en voz baja. Señaló a Roma y dijo a los dos hombres Escarlata—: Escóltenlo a la salida.
Era lo que ellos habían estado esperando. Inmediatamente uno de los Escarlatas empujó con brusquedad al heredero de los Flores Blancas, lo que obligó a Roma a ponerse en pie de un salto, mientras soltaba un bufido, evitando así caer al suelo ensangrentado.
—Dije que lo escoltaran —espetó Juliette a los Escarlatas—. Es el Festival del Medio Otoño. No se porten como unos brutos .
—Pero, señorita Cai…
—¿No se dan cuenta? — interrumpió Roma con frialdad, señalando con el índice al moribundo. Volteó hacia Juliette, con la mandíbula apretada y los ojos fijos en ella: sólo en ella. Actuaba como si nadie más estuviera presente en su línea de visión excepto ella, como si dos hombres no lo estuvieran fulminando con la mirada, como si todo el club no estuviera sumido en una vorágine de gritos y caos, los asistentes corriendo en círculos alrededor del creciente charco de sangre—. Eso es exactamente lo que pasó anoche. No es un incidente aislado; es la locura …
Juliette suspiró, agitando su flácida muñeca. Los dos hombres Escarlata sujetaron los hombros de Roma con fuerza moderada, y éste se tragó sus palabras con un chasquido audible de mandíbula. No haría un escándalo en territorio Escarlata. Podía considerarse afortunado de salir de allí sin un agujero de bala en la espalda. Bien lo sabía. Ésa era la única razón por la que toleraba ser maltratado por hombres a los que bien podría haber dado muerte de haberlos encontrado en las calles.
—Gracias por ser tan comprensivo —dijo la joven con una sonrisa afectada.
Roma no dijo nada mientras era apartado de la vista de Juliette. Ella se quedó mirándolo, con los ojos entrecerrados, y sólo cuando estuvo segura de que lo habían obligado a salir por la puerta lateral del club burlesque se concentró en el desastre que tenía enfrente, dando un paso adelante con un suspiro y arrodillándose con cautela junto al hombre agonizante.
No había salvación posible con una herida como aquella. El tipo seguía chorreando sangre, formando charcos rojos sobre el suelo. La sangre ya empezaba a empapar la tela de su propio vestido, pero Juliette apenas lo notaba. El hombre intentaba decir algo. Ella no lograba entender qué era.
—Haría bien en ponerle fin al sufrimiento de este hombre.
Walter Dexter se las había arreglado para aproximarse a la escena de los hechos y miraba ahora por encima del hombro de Juliette con una expresión casi burlona. Permaneció inmóvil incluso cuando las meseras empezaron a hacer retroceder a la gente aglomerada y a acordonar el área, gritando a los espectadores que se dispersaran. Para irritación de Juliette, ninguno de los hombres Escarlata se molestó en alejar del sitio a Walter: tenía una mirada que daba la impresión de que era alguien que necesitaba estar allí. Juliette había conocido en Estados Unidos a muchos hombres como él: hombres que asumían que tenían derecho a ir adonde quisieran porque el mundo había sido construido para favorecer su etiqueta de civilizados . Ese tipo de autoconfianza no conocía límites.
—Silencio —espetó Juliette a Walter secamente, acercando la oreja al rostro del moribundo. Si tenía unas últimas palabras qué decir, merecía ser escuchado.
—He visto esto antes; es la locura de un adicto. Quizá sea metanfetamina o…
— ¡Cállese!
Juliette se concentró hasta que logró escuchar los sonidos provenientes de la boca del agonizante, se concentró hasta que la histeria a su alrededor se convirtió para ella sólo en un ruido de fondo.
—Guài. Guài. Guài.
— ¿Guài?
Con el estrés a tope, Juliette repasó todas las palabras que se parecían a lo que el hombre estaba profiriendo. La única que tenía sentido era…
— ¿Monstruo? —le preguntó, agarrando su hombro—. ¿Es eso lo que quieres decir?
El hombre se quedó quieto. Su mirada se hizo sorprendentemente clara por un breve segundo. Luego, en un rápido balbuceo, exclamó:
—Huò bù dān xíng.
Después de esa frase de un solo golpe, una exhalación, una advertencia, sus ojos se pusieron vidriosos.
Juliette, aturdida, extendió la mano y le cerró los párpados. Antes de que pudiera procesar del todo las palabras del muerto, Kathleen ya se había acercado para cubrirlo con un mantel. Sobresalían sólo los pies del hombre, enfundados en esos zapatos viejos que Roma había estado mirando con tanta atención.
No son del mismo par, notó Juliette de repente. Un zapato era estilizado y se veía brillante, aún reluciente con la última lustrada; el otro era mucho más pequeño y de un color completamente diferente, el material unido por un delgado trozo de cuerda enrollado tres veces alrededor de los dedos de los pies.
Extraño.
—¿Qué pasó? ¿Qué dijo el hombre?
Walter seguía muy cerca de ella. No parecía entender que éste era el momento en que debía retirarse. No parecía importarle que Juliette estuviera mirando hacia delante en un estado de estupefacción, preguntándose cómo Roma había programado su visita para que coincidiera con esta muerte.
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