Está justo a la altura adecuada para que su compañero suelte un grito y lo derribe con un codazo brutal en la sien cuando algo emerge desde el río.
Pequeñas motas negras.
Mientras el hombre bajo cae y se golpea con fuerza contra el suelo, tiene la impresión de que el mundo está lloviendo sobre él en forma de briznas; cosas extrañas que no acaba de discernir del todo mientras su visión da vueltas y su garganta se obstruye por las náuseas. Sólo alcanza a sentir punzadas que aterrizan encima de él, que le pican los brazos, las piernas, el cuello: escucha gritar a su compañero, los Flores Blancas se increpan a bramidos entre sí en un ruso indescifrable y, finalmente, el policía empieza a aullar en inglés:
—¡Quítenlo! ¡Quítenselo de encima!
El hombre tendido en el suelo siente el ruido sordo y atronador de los latidos del corazón. Con la frente junto al malecón, reacio a contemplar lo que causa estos terribles aullidos, su propio pulso lo consume. Se apodera de cada uno de sus sentidos, y sólo cuando algo espeso y húmedo le salpica la pierna, se endereza con horror, sacudiéndose con tan inusitado vigor que uno de sus zapatos sale despedido y él no se molesta en recogerlo.
No mira hacia atrás mientras sale corriendo. Se aparta a manotazos los residuos que le llovieron encima, sufre un ataque de hipo en su desesperación por inhalar aire, inhalar, inhalar.
No mira hacia atrás para averiguar qué era lo que acechaba en las aguas. No mira atrás para ver si su compañero necesita ayuda, y ciertamente no mira atrás para determinar qué cosa había aterrizado en su pierna produciendo una sensación viscosa y pegajosa. El hombre no hace otra cosa que correr y correr, más allá del alegre neón de las marquesinas en el preciso momento en que se apagan las últimas luces, más allá de los susurros que se deslizan bajo las puertas de acceso a los burdeles, más allá de los dulces sueños de los comerciantes que duermen con pilas de dinero bajo los colchones.
Y hace tiempo que se ha marchado para cuando sólo quedan cadáveres tendidos en el suelo de los puertos de Shanghái, cadáveres degollados con los ojos yertos clavados en el cielo nocturno, vidriosos por el reflejo de la luna.
SEPTIEMBRE DE 1926
En el corazón del territorio de la Pandilla Escarlata, un club burlesque era sin duda el mejor sitio para estar.
El calendario se aproximaba cada vez más al final de la estación, las páginas de cada fecha desprendiéndose y volando por el aire más rápido que las hojas secas de un árbol. El tiempo transcurría a la vez de prisa y de forma pausada, los días se volvían más cortos y sin embargo se prolongaban demasiado. Los trabajadores se apresuraban siempre hacia algún lado, sin importar si realmente tenían un destino al cual llegar. El sonido de un silbato se escuchaba de fondo; siempre estaba el ruido constante de los tranvías arrastrándose por las desgastadas vías talladas en las calles; el permanente hedor de resentimiento apestando en los barrios e introduciéndose profundamente en la ropa colgada de los alambres y agitándose con el viento, como anuncios de tiendas tras las ventanas de los estrechos departamentos.
Hoy era una excepción.
El reloj había tomado una pausa en el Festival del Medio Otoño: el veintidós del mes, según los métodos occidentales de registrar las fechas. En otras épocas se acostumbraba encender farolas y susurrar historias trágicas, para rendir culto a lo que los ancestros veneraban con la luz de luna en las palmas ahuecadas de las manos. Ahora era una nueva época: una que se consideraba superior a la de los ancestros. Independientemente del territorio en el que se encontraran, desde el amanecer, los habitantes de Shanghái habían estado trajinando inmersos en el espíritu de las celebraciones modernas, y en este momento, con las campanas marcando las nueve de la mañana, las festividades apenas comenzaban.
Juliette Cai inspeccionaba el club, sus ojos atentos al primer indicio de problemas. El lugar estaba tenuemente iluminado y a pesar de la abundancia de candelabros centelleantes que colgaban del techo, la atmósfera era oscura, turbia y húmeda. También había un olor extraño y húmedo que flotaba en oleadas bajo la nariz de Juliette, pero las exiguas renovaciones no parecían afectar en absoluto el ánimo de los presentes, sentados en varias mesas redondas repartidas por todo el club. Con una actividad constante acaparando la atención de los asistentes, difícilmente iban a notar una pequeña gotera en alguna esquina. Se veían parejas que susurraban mientras en sus mesas se barajaban las cartas del tarot, hombres que saludaban con vigorosos apretones de manos, mujeres que inclinaban la cabeza y soltaban resuellos y grititos en reacción a la historia que en aquel momento se contara bajo la parpadeante luz de gas.
—¡Qué aspecto más lamentable tienes!
Juliette no volteó de inmediato para identificar la voz. No tenía que hacerlo. Para empezar, había muy pocas personas que se aproximaran a ella hablando inglés, no importa que fuera un inglés con los tonos aplanados de la lengua materna china y el acento influido por una educación francesa.
—En efecto. Siempre tengo algo que lamentar —sólo en ese momento Juliette giró la cabeza, con los labios levemente fruncidos y los ojos entrecerrados, y se dirigió a su prima—. ¿No se supone que deberías ser la próxima en el escenario?
Rosalind Lang se encogió de hombros y se cruzó de brazos, los brazaletes de jade en sus delgadas muñecas oscuras tintineando rítmicamente.
—No pueden empezar el espectáculo sin mí —se burló Rosalind—. Así que no me preocupa.
Juliette examinó de nuevo al público, esta vez buscando a alguien en particular. Descubrió a Kathleen, la hermana gemela de Rosalind, cerca de una mesa al fondo del club. Su otra prima estaba balanceando pacientemente una bandeja llena de platos, mirando con fijeza a un comerciante británico que intentaba ordenar una bebida valiéndose de exageradas gesticulaciones. Rosalind tenía un contrato para bailar aquí; Kathleen aparecía en el sitio para servir mesas cuando estaba aburrida y aceptaba un salario insignificante sólo por pasar un rato divertido.
Soltando un suspiro, Juliette sacó un encendedor para mantener las manos ocupadas, liberando la llama y luego apagándola al ritmo de la música que flotaba por el sitio. Agitó el pequeño rectángulo plateado bajo la nariz de su prima.
—¿Quieres?
A manera de respuesta Rosalind sacó un cigarrillo escondido entre los pliegues de su ropa.
—Tú ni siquiera fumas —dijo mientras Juliette dirigía el encendedor hacia abajo—. ¿Por qué cargas esa cosa?
Con expresión seria, Juliette respondió.
—Ya me conoces. Siempre de aquí para allá. Viviendo la vida. Provocando incendios.
Rosalind inhaló su primera bocanada de humo y puso los ojos en blanco.
—Por supuesto.
Un misterio más interesante habría sido descubrir dónde guardaba Juliette el encendedor. La mayoría de las chicas del club burlesque —tanto bailarinas como clientas— estaban vestidas como Rosalind: con el elegante qipao que se extendía por Shanghái como un reguero de pólvora. Con una escandalosa abertura lateral que dejaba al descubierto desde el tobillo hasta el muslo y un cuello alto con el cual se sostenía fijo, el diseño era una mezcla de extravagancia occidental y raíces orientales, y en una ciudad de mundos divididos, las mujeres se convertían en metáforas ambulantes. Pero Juliette… Juliette se había transformado por completo, las pequeñas cuentas de su vestido corto a la usanza de las chicas flapper estadounidenses agitándose con cada movimiento. Sobresalía en este lugar, de eso no había ninguna duda. Era una estrella ardiente y fulgurante, una insignia simbólica de la vitalidad de la Pandilla Escarlata.
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