Todo es tu culpa, quería decir. Tú eres la razón por la que fui obligada a salir de la ciudad. A alejarme de mi gente. De mi propia familia.
—Regresé hace ya un tiempo —Juliette mintió con toda naturalidad, acomodando su cadera contra la mesa vacía a su costado izquierdo—. Señor Montagov, tendrá que disculparme por preguntar, pero ¿qué está haciendo aquí ?
Juliette observó cómo Roma movía una mano muy levemente y supuso que estaba comprobando que estuvieran en su sitio las armas ocultas. Luego observó la forma en que él tomaba plena conciencia de la presencia de ella, su lentitud para formar palabras. Juliette había tenido tiempo para prepararse: siete días y siete noches para entrar en esta ciudad y liberar su mente de todo lo que había sucedido entre ellos dos. Pero sea lo que fuere que Roma había esperado encontrar esta noche al entrar al club, ciertamente no se trataba de Juliette .
—Necesito hablar con Lord Cai —dijo Roma finalmente, colocando las manos detrás de la espalda—. Es importante.
Juliette dio un paso adelante. Sus dedos se habían encontrado nuevamente con el encendedor dentro de los pliegues de su vestido, y palpó la pequeña rueda dentada mientras tarareaba mentalmente. Roma pronunció Cai como un comerciante extranjero, con la boca muy abierta. Los chinos y los rusos compartían el mismo sonido para Cai: Tsai , similar al sonido al raspar un fósforo. El acento chapucero que él había empleado era intencional: era un comentario sobre la situación. Ella hablaba el ruso con fluidez, él hablaba con fluidez el singular dialecto de Shanghái y, sin embargo, aquí se encontraban ambos hablando en inglés con diferentes acentos, como si fueran un par de comerciantes de paso por la ciudad. Cambiar del inglés a la lengua nativa de cualquiera de los dos habría sido como tomar partido, por lo que se conformaron con un terreno neutro.
—Si ha venido hasta aquí, me imagino que tiene que ser algo importante —dijo Juliette encogiéndose de hombros y soltando el encendedor—. Mejor hable conmigo, yo transmitiré el mensaje. De un heredero a otro, señor Montagov. Puede confiar en mí, ¿verdad?
Era una pregunta risible. Sus palabras decían una cosa, pero su mirada fría e inexpresiva comunicaba otra: un paso en falso mientras estés en mi territorio y te mataré con mis propias manos. Ella era la última persona en la que él confiaría, y podría decirse que el sentir era mutuo.
Pero sea lo que fuere que Roma necesitaba, debía ser algo grave. No objetó.
—¿Podemos…?
Hizo un gesto señalando a un costado, hacia las sombras y los rincones oscuros, donde no sería tan numerosa la audiencia centrada en ellos como si fueran un segundo espectáculo, una audiencia que aguardaba el momento en que Juliette se alejara para que ellos pudieran abalanzarse sobre el intruso. Apretando los labios, Juliette se giró y le hizo señas a Roma para que éste se dirigiera a la parte trasera del club. Él la siguió al instante, sus pasos medidos tan cerca de Juliette como para escuchar con claridad las cuentas del vestido de ella que tintineaban airadamente, revelando la perturbación que le causaba su cercanía. Juliette no sabía por qué se tomaba la molestia. Debería haberlo arrojado a los Escarlatas, dejar que ellos se encargaran de él.
No, decidió. Soy yo quien debe encargarse. Me corresponde a mí destruirlo.
Juliette se detuvo. Ahora sólo estaban ella y Roma Montagov en medio de las sombras, otros sonidos amortiguados y la vista de otras cosas atenuadas. Se frotó la muñeca, exigiéndole al pulso que se calmara, como si eso estuviera bajo su control.
—Bueno, al grano —recomenzó Juliette.
Roma miró a su alrededor. Inclinó la cabeza antes de hablar y bajó el volumen de la voz hasta que ella tuvo que hacer un esfuerzo para escucharlo. Y, de hecho, hizo un gran esfuerzo, pues se negaba a acercarse a él más de lo necesario.
—Anoche cinco Flores Blancas murieron en los puertos. Fueron degollados.
Juliette lo miró y parpadeó.
—¿Y?
Ella no quería mostrarse insensible, pero los miembros de ambas pandillas se mataban entre sí cada semana. La propia Juliette ya había aportado su cuota a esa cifra de muertos. Si él pretendía achacar toda la culpa a los Escarlatas, entonces estaba perdiendo el tiempo.
— Y —dijo Roma con vigor, evidentemente conteniéndose para no exclamar si me permites terminar —también uno de los hombres de ustedes. Al igual que un oficial de la policía. Británico.
Ahora Juliette arrugó el ceño tenuemente, tratando de recordar si la noche anterior había escuchado a alguien en la casa comentar algo sobre la muerte de un Escarlata. Era muy inusual que ambas pandillas tuvieran bajas en un mismo sitio, dado que las matanzas a mayor escala generalmente ocurrían durante emboscadas, y más inusual aún era que un oficial de policía también hubiera sido abatido, pero ella no iría tan lejos como para calificarlo de algo insólito. Se limitó a mirar a Roma enarcando una ceja, desinteresada.
Entonces, prosiguiendo con sus palabras, él añadió:
—Todas las heridas fueron autoinfligidas. Esto no fue una disputa por territorio.
Juliette sacudió repetidamente la cabeza, inclinándola hacia un lado, asegurándose de no haber escuchado mal. Cuando estuvo segura de que ésas habían sido las palabras de su interlocutor, exclamó:
—¿Siete cadáveres con heridas autoinfligidas ?
Roma asintió. Lanzó otra mirada por encima del hombro, como si el mero hecho de no perder de vista a los gánsteres alrededor de las mesas evitaría que lo atacaran. O tal vez a él no le importaba estar mirándolos incesantemente. Quizás estaba tratando de evitar mirar de frente a Juliette.
—Estoy aquí para encontrar una explicación. ¿Su padre sabe algo de esto?
Juliette emitió un ruidito burlón profundo y cargado de rencor. ¿En serio estaba diciendo que cinco miembros de los Flores Blancas, uno de los Escarlatas, y un oficial de policía se habían encontrado en los puertos y luego se habían degollado a sí mismos? Sonaba como la enunciación de un chiste terrible sin un final gracioso.
—No podemos ayudarlo —declaró Juliette.
—Cualquier información podría ser crucial para descubrir lo que sucedió, señorita Cai —insistió Roma. Siempre que se enojaba aparecía entre sus cejas una pequeña muesca similar a una luna creciente. Ahora estaba allí visible. Había algo más sobre estas muertes de lo que él estaba dejando traslucir; esto iba mucho más allá que una emboscada ordinaria—. Uno de los muertos era de los suyos…
—No vamos a cooperar con los Flores Blancas —lo interrumpió Juliette de golpe. De su rostro había desaparecido hacía un buen rato cualquier señal de fingido humor—. Déjeme aclarar eso antes de que prosiga. Independientemente de si mi padre sabe algo o no sobre las muertes de anoche, no lo compartiremos con usted y no propiciaremos ningún contacto que pueda poner en peligro nuestras propias actividades comerciales. Entonces, que tenga buen día , señor.
Sin lugar a dudas Roma había sido expulsado y, sin embargo, permaneció donde estaba, mirando a Juliette como si tuviera un sabor amargo en la boca. Juliette ya había girado sobre sus talones, preparándose para salir, cuando escuchó a Roma susurrar con saña:
—¿Qué le pasó a usted, señorita Cai?
Juliette podría haber dicho cualquier cosa a manera de respuesta. Podría haber elegido sus palabras con el veneno mortal que había adquirido en sus años de ausencia y escupírselo en la cara. Podría haberle recordado lo que él había hecho hace cuatro años, clavarle la espada de la culpabilidad hasta hacerlo sangrar. Pero antes de que pudiera abrir la boca, un grito se expandió por todo el club, interrumpiendo cualquier otro ruido como si operara en una frecuencia diferente.
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