Chloe Gong - Placeres violentos

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«Me criaron para odiar, Roma. Nunca podría ser tu amante, sólo tu asesina. »Una antigua guerra de sangre entre dos bandas baña las calles de rojo, dejando a la ciudad indefensa ante las garras del caos. En el centro de esta disputa se halla Juliette Cai, la orgullosa heredera de la Pandilla Escarlata, una red de gánsteres que opera por encima de la ley. Sus únicos rivales son los criminales rusos que integran la Banda de las Flores Blancas; detrás de cada movimiento está su heredero: Roma Montagov, el primer amor de Juliette… y su primera traición.Pero cuando la población parece ser poseída por una locura que la hace desgarrar su propia garganta hasta morir, comienza a correr el rumor acerca de un contagio provocado por un monstruo oculto en las sombras. A medida que las muertes se acrecientan, Juliette y Roma deberán dejar sus rencores de lado y trabajar unidos antes de que la ciudad que ansían dominar desaparezca por completo.« Romeo y Julieta se transforma magistralmente de una historia de amor maldito adolescente a una mezcla emocionante de intriga política, horror, misterio trepidante y, sí, romance, en una ciudad que se convierte en un personaje por derecho propio.»
BCCB« Esta novela se sitúa entre las mejores reinterpretaciones de historias clásicas de la literatura juvenil.»
School Library Journal«"El Bardo" aprobaría con toda seguridad esta novela.»
The New York Times Review« Una lectura obligada con una conclusión que dejará a los lectores con ganas de más.»
Kirkus Reviews

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—Un producto, ¿Ummm? —repitió Juliette. Entornó los ojos de forma ausente. Habían cambiado las artistas sobre el escenario, y la luz del reflector se atenuó en el momento en que sonaron las primeras notas de un saxofón. Adornada con un traje nuevo y brillante, Rosalind se pavoneó frente a todos—. ¿Recuerda usted lo que ocurrió la última vez que los británicos quisieron introducir un nuevo producto en Shanghái?

Walter frunció el ceño.

—¿Se refiere a las Guerras del Opio?

Juliette se examinó las uñas.

—¿Qué cree usted?

—No puede achacarme algo que fue culpa de mi país.

—Ah, ¿y no es así como funciona?

Ahora era el turno de Walter de parecer poco impresionado con las palabras de su interlocutora. Juntó las manos mientras a sus espaldas las faldas se agitaban y las pieles destellaban sobre el escenario.

—De todas maneras, requiero la ayuda de la Pandilla Escarlata. Tengo vastas cantidades de lernicrom que necesito mover, y sin duda ése va a ser el próximo opiáceo más apetecido del mercado —Walter carraspeó—. Me parece que en este momento a ustedes les interesa tomar la delantera.

Juliette se inclinó. En ese movimiento repentino, las cuentas de su vestido tintinearon frenéticamente, interponiéndose a la música de jazz que sonaba al fondo.

—¿Y realmente usted cree que puede ayudarnos a tomar la delantera?

Para nadie eran un secreto las constantes confrontaciones entre la Pandilla Escarlata y los Flores Blancas. Todo lo contrario, de hecho, porque aquella guerra entre clanes no era algo que únicamente asolaba a aquellos que llevaban el apellido Cai o el apellido Montagov. Era una causa que los integrantes comunes de cualquiera de las dos facciones asumían de forma personal, con un fervor que casi podía llegar a ser sobrenatural. Los extranjeros que por primera vez llegaban a Shanghái de negocios recibían una advertencia antes de enterarse de cualquier otra cosa sobre la ciudad: elija un bando y elíjalo rápidamente. Si negociaban una vez con la Pandilla Escarlata, serían Escarlatas para siempre. Pertenecerían a su territorio y serían asesinados si deambulaban por las áreas donde dominaban los Flores Blancas.

—Lo que yo creo —dijo Walter en voz baja— es que la Pandilla Escarlata está perdiendo el control de su ciudad.

Juliette se echó hacia atrás. Debajo de la mesa, apretó los puños con tal fuerza que la piel de los nudillos se quedó sin flujo sanguíneo. Cuatro años atrás al escuchar la palabra Shanghái se le iluminaban los ojos, y al pensar en la Pandilla Escarlata el sentimiento era de esperanza. Aún no había entendido que Shanghái era una ciudad extranjera en su propio país. Ahora lo entendía. Los británicos dominaban una porción. Los franceses dominaban otra. Los rusos que integraban los Flores Blancas se estaban apoderando de las únicas partes que técnicamente permanecían bajo el dominio chino. Esta pérdida de control era algo que se había visto venir desde hacía mucho tiempo, pero Juliette preferiría morderse la lengua antes que admitirlo voluntariamente ante un comerciante que no entendía nada de nada.

—Lo contactaremos en referencia a su producto, señor Dexter —dijo ella después de una larga pausa, exhibiendo una sonrisa fácil. En seguida soltó un suspiro imperceptible, liberando la tensión que le había hecho un nudo en el estómago hasta el punto de causarle dolor—. Ahora, si me disculpa…

Todo el club quedó sumido en un momentáneo silencio, y de repente la voz de Juliette resultaba demasiado audible. Los ojos de Walter se abrieron de par en par y se fijaron en la escena que ocurría por encima del hombro de Juliette.

—Apuesto lo que sea —comentó él— que ése es uno de los bolcheviques.

Al escuchar las palabras del comerciante, Juliette sintió un frío que la dejó helada. Lenta, muy lentamente, se dio la vuelta para seguir la dirección de la mirada de Walter Dexter, buscando en medio del humo y de las sombras que danzaban en el vestíbulo del club burlesque .

Por favor que no sea así —imploró—. Cualquier otro menos

Su visión se hizo borrosa. Por un aterrador segundo, el mundo se inclinaba sobre su eje, y Juliette a duras penas lograba aferrarse a su borde, a punto de trastabillar. Luego el suelo se estabilizó y Juliette pudo respirar nuevamente. Se puso de pie y se aclaró la garganta, concentrando todo su poder en que el tono de su voz sonara lo más apática posible cuando declaró:

—Los Montagov emigraron mucho antes de la revolución bolchevique, señor Dexter.

Antes de que nadie pudiera fijarse en ella, Juliette se escabulló entre las sombras, donde las paredes oscuras atenuaban el brillo de su vestido y las húmedas tablas del suelo amortiguaban el sonido de sus tacones. Sus precauciones eran innecesarias. Las miradas de todos estaban clavadas en Roma Montagov mientras el joven se abría paso a través del club. Por esta vez Rosalind llevaba a cabo una actuación que ni una sola persona estaba mirando.

A primera vista, podría pensarse que la conmoción que emanaba de las mesas redondas del establecimiento se debía a que había entrado al sitio un extranjero. Pero en este club había muchos extranjeros dispersos entre el público, y Roma, con su cabello negro, sus ojos oscuros y su piel pálida podría haberse mezclado entre los chinos con tanta naturalidad como una rosa blanca pintada de rojo en medio de las amapolas. No era por el hecho de que Roma Montagov fuera extranjero. Se debía a que el heredero de los Flores Blancas era totalmente reconocible como un enemigo en el territorio de la Pandilla Escarlata. Por el rabillo del ojo, Juliette pudo entrever el movimiento: armas que abandonaban los bolsillos y hojas de cuchillos que resplandecían fugazmente, cuerpos removiéndose con animosidad.

Juliette emergió de entre las sombras y levantó una mano en dirección a la mesa más cercana. El movimiento tenía un significado preciso: esperen .

Los gánsteres se quedaron quietos, cada grupo observando a los que estaban más cerca para seguir el ejemplo. Esperaron, fingiendo que continuaban con sus conversaciones mientras que Roma Montagov pasaba de una mesa a la otra, sus ojos entrecerrados por la concentración.

Juliette comenzó a aproximarse. Presionó una mano sobre su garganta, obligando el nudo a que bajara, se forzó a emparejar la respiración hasta que dejó de sentirse al borde del pánico, hasta que logró dibujarse una sonrisa radiante. En otra época, Roma habría sido capaz de ver a través de ella. Pero habían pasado cuatro años. Él había cambiado. Ella también.

Juliette extendió la mano y tocó la parte trasera del saco del traje de Roma.

—Hola, forastero.

Roma se giró. Por un momento dio la impresión de que no hubiera registrado la imagen que tenía enfrente. Miraba fijamente, su mirada tan en blanco como un cristal transparente, por completo desconcertado.

Entonces, la visión de la heredera de los Escarlatas lo inundó como un cubo de hielo. Los labios de Roma se separaron con una leve bocanada de aire.

La última vez que la había visto ambos tenían quince años.

—Juliette —exclamó automáticamente, pero ya no había entre ellos la familiaridad suficiente para usar el nombre de pila del otro. No la tenían desde hacía largo tiempo.

Roma carraspeó.

—Señorita Cai, ¿Cuándo regresó a Shanghái?

Nunca me fui , hubiera querido decir Juliette, pero eso no era cierto. Su mente había permanecido aquí —sus pensamientos habían girado constantemente en torno al caos, a la injusticia y a la furia ardiente que hervía en estas calles— pero su cuerpo físico había sido enviado por segunda vez en un barco a través del océano para mantenerla a salvo. Había odiado aquello, había odiado de forma tan intensa estar ausente que llegó a sentir que esa fuerza ardía como fiebre cada noche cuando se marchaba de las fiestas y los bares clandestinos. El peso de Shanghái era una corona de acero clavada en su cabeza. En un mundo diferente, si se le hubiera dado una opción, tal vez habría seguido otro camino, habría rechazado ser la heredera de un imperio de gánsteres y comerciantes. Pero nunca tuvo alternativa. Ésta era su vida, ésta era su ciudad, ésta era su gente, y porque los amaba, hacía mucho tiempo se había jurado hacer lo mejor que estuviera a su alcance para ser ella misma, ya que no podía ser alguien más.

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