Juliette y Rosalind guardaron silencio y dirigieron de nuevo su atención hacia el escenario, donde una mujer canturreaba una tonada en un idioma con el que ninguna de ellas estaba familiarizada. La voz de la cantante era encantadora, su vestido brillaba contrastando con su piel oscura, pero éste no era el tipo de espectáculo por el que era reconocido esta clase de cabaret, de modo que aparte de las dos chicas en el fondo, nadie más la estaba escuchando.
—No me dijiste que vendrías esta noche —dijo Rosalind después de un momento, con el humo escapando de la boca en veloces bocanadas. En el tono de su voz se percibía la queja por una traición, como si aquella información omitida fuera algo inesperado para ella. La Juliette que había regresado la semana pasada no era la misma Juliette de la cual sus primas se habían despedido cuatro años atrás, pero los cambios eran visibles en ambos lados. Al regreso de Juliette, incluso antes de que hubiera puesto un pie en casa, ya había escuchado hablar de esa voz melosa de Rosalind y de la clase que exhibía de manera espontánea. Después de cuatro años fuera, los recuerdos que tenía Juliette de las personas que había dejado atrás ya no encajaban con las personas en que se habían convertido. Nada en su memoria había resistido la prueba del tiempo. Esta ciudad se había transformado y todos sus habitantes habían seguido avanzando sin ella, especialmente Rosalind.
—Fue una decisión de último minuto —en la parte trasera del club, el comerciante británico había comenzado sus pantomimas frente a Kathleen. Juliette señaló la escena con la barbilla—. Bàba se está cansando de que un comerciante llamado Walter Dexter esté presionando para conseguir una reunión, así que voy a escuchar lo que quiere.
—Suena de lo más aburrido —entonó Rosalind.
Las palabras de su prima siempre encerraban algo de mordacidad, incluso cuando hablaba con la más neutra de las entonaciones. Una pequeña sonrisa afloró a los labios de Juliette. Como mínimo, incluso si Rosalind se sentía como una extraña —a pesar de ser de la familia— siempre sonaría igual. Juliette podía cerrar los ojos y pretender que eran nuevamente unas niñas, haciéndose reproches mutuos sobre los temas más insultantes.
Resopló con altivez, fingiendo sentirse ofendida.
—No todos podemos ser bailarinas formadas en París.
—Te propongo algo: tú te haces cargo de mi acto y yo seré la heredera del imperio subterráneo de esta ciudad.
Juliette, estalló en una risa corta y sonora, divertida por el comentario. Su prima era diferente. Todo en ella era diferente. Pero Juliette aprendía rápido.
Con un tenue suspiro, se apartó de la pared en la que estaba apoyada.
—Me marcho —dijo, con la mirada fija en Kathleen—. El deber me llama. Te veo en casa.
Rosalind la despidió con un gesto fugaz, al tiempo que dejaba caer al suelo el cigarrillo y lo aplastaba con su zapato de tacón. Juliette realmente debería haberla reprendido por hacer eso, pero el piso no podría estar más sucio de lo que estaba ahora, así que, ¿qué objeto tendría? Desde el momento en que había puesto un pie en el lugar, probablemente cinco tipos diferentes de opio habían manchado las suelas de sus zapatos. Todo lo que podía hacer era atravesar el club con el mayor cuidado posible, confiando en que las empleadas no dañarían el cuero de sus zapatos cuando los limpiaran más tarde esa misma noche.
—Yo me encargo a partir de aquí.
Kathleen alzó la barbilla sorprendida, y el dije de jade en su cuello resplandeció bajo la luz. Rosalind solía decirle a su prima que alguien iba a arrebatarle esa piedra tan preciosa si la usaba de manera tan descarada, pero a Kathleen le gustaba verla allí. Si la gente iba a mirar su garganta, prefería que lo hiciera por el dije y no por la protuberancia de su manzana de Adán, decía siempre.
Su expresión de sorpresa se transformó rápidamente en una sonrisa al darse cuenta de que era Juliette quien estaba deslizándose en el asiento frente al comerciante británico.
—Avíseme si necesita que le consiga alguna cosa —dijo Kathleen con dulzura, en un perfecto inglés con acento francés.
Mientras se alejaba, Walter Dexter se quedó boquiabierto.
—¿Ella pudo entenderme todo este tiempo?
—Irá descubriendo, señor Dexter —comenzó Juliette, apartando la vela del centro de la mesa y aspirando la cera perfumada—, que si asume desde el primer momento que alguien no sabe hablar inglés, la persona se verá tentada a burlarse de usted.
Walter parpadeó y luego ladeó la cabeza. Tomó nota de la manera de vestir de la recién llegada, de su acento americano y del hecho de que conociera su nombre.
—Juliette Cai —concluyó el hombre—. Esperaba a su padre esta noche.
La Pandilla Escarlata se definía como un negocio familiar, pero no se limitaba a eso. Los Cai eran su corazón palpitante, pero la pandilla en sí era una red de gánsteres, contrabandistas, comerciantes e intermediarios de todo tipo, cada uno de los cuales rendían cuentas a Lord Cai. Los extranjeros menos efusivos en sus juicios llamaban a los Escarlatas una sociedad secreta.
—Mi padre no tiene tiempo para comerciantes sin una historia creíble —respondió Juliette—. Si se trata de algo importante, yo le transmitiré su mensaje.
Desafortunadamente, parecía que Walter Dexter estaba mucho más interesado en las conversaciones triviales que en los negocios.
—Lo último que supe de usted es que se había mudado para convertirse en neoyorquina.
Juliette depositó la vela sobre la mesa de nuevo. La llama parpadeó, arrojando fantasmagóricas sombras sobre aquel comerciante de mediana edad. La luz no hizo más que acentuar las arrugas de su frente perpetuamente fruncida.
—Es una lástima, pero sólo me enviaron a Occidente con el propósito de recibir una educación —dijo Juliette, reclinándose en el sofá—. Ahora tengo la edad suficiente para empezar a contribuir al negocio familiar y todo lo relacionado con él, así que me arrastraron de regreso sin importarles mis gritos y pataletas.
El comerciante no se rio de la broma, como era la intención de Juliette. En lugar de ello, se palpó levemente la sien, desacomodando su cabello de franjas plateadas.
—¿No había regresado también por un breve período de tiempo hace un par de años?
Juliette se quedó rígida, la sonrisa vacilante. Detrás de ella, los clientes de una de las mesas estallaron en estruendosas carcajadas, doblándose de la risa por el comentario de uno de ellos. Ese sonido le produjo a ella cierta comezón en el cuello y le generó un sudor caliente que le recorrió la piel. Esperó a que el ruido se apagara, usando la interrupción para pensar de forma veloz y replicar con contundencia.
—Sólo una vez —respondió Juliette con cautela—. Nueva York no era muy segura durante la Gran Guerra. Mi familia estaba preocupada.
El comerciante seguía empeñado en el tema. Emitió un pequeño ruido mientras ponderaba su respuesta.
—La guerra terminó hace ocho años. Usted estuvo aquí hace cuatro.
La sonrisa de Juliette se desvaneció por completo. Se echó hacia atrás el cabello recogido.
—Señor Dexter, ¿estamos aquí para discutir su amplio conocimiento sobre mi vida personal o esta reunión realmente tenía un propósito?
Walter palideció.
—Le pido disculpas, señorita Cai. Mi hijo tiene su edad, por lo que de manera casual me enteré que…
Interrumpió la frase al reparar en la mirada de Juliette. Se aclaró la garganta.
—Solicité reunirme con su padre en relación a un nuevo producto .
De inmediato, a pesar de la vaguedad de la palabra elegida, quedó bastante claro a qué se refería Walter Dexter. La Pandilla Escarlata era, en primer lugar y sobre todo, una red de gánsteres, y eran raras las ocasiones en las que los gánsteres no estaban intensamente involucrados con el mercado negro. Si los Escarlatas dominaban Shanghái, no había ninguna razón para extrañarse de que también dominaran el mercado negro: ellos decidían quienes podían entrar y quienes debían salir, decidían a cuáles hombres se les permitía prosperar y cuáles tendrían que pasar a mejor vida. En las partes de la ciudad que todavía pertenecían a los chinos, la Pandilla Escarlata no estaba simplemente por encima de la ley; eran la ley. Sin los gánsteres, los comerciantes estaban desprotegidos. Sin los comerciantes, los gánsteres no tendrían mucho propósito ni trabajo. Era una asociación ideal: y una que se veía amenazada continuamente por el creciente poder de los Flores Blancas, la otra pandilla de Shanghái que realmente tenía alguna posibilidad de rivalizar con los Escarlatas en el monopolio del mercado negro. Después de todo, por generaciones habían estado haciendo lo posible por aventajarlos.
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