Gracias al estudio de la adolescencia en distintas culturas, se sabe que las características de las y los adolescentes no son generalizables y que su duración varía según el contexto. El clásico estudio realizado por la antropóloga estadounidense Margaret Mead (1901-1978) sobre la adolescencia en Samoa cuestionó la extendida visión de que esta es una etapa de sufrimiento y conflicto, la cual provenía de los estudios de Stanley Hall (1904). El contraste de las perspectivas de Mead y Hall forma parte de una larga controversia respecto a lo que determina la psiquis y conducta humana: lo biológico o lo cultural. Si bien este debate continúa hasta nuestros días, con defensores en cada uno de los extremos, la mayoría de los investigadores asume una posición intermedia entre ambas perspectivas, además de reconocer que biología y cultura interactúan y se relacionan mutuamente (Pinker, 2004).
Margaret Mead, como antropóloga cultural y seguidora de las ideas del famoso antropólogo Franz Boas, se situaba más cerca del polo cultural en este debate. En su estudio publicado en 1928, «Crecer en Samoa» (del inglés Coming of age in Samoa), encontró que las y los adolescentes en Samoa difícilmente exhibían los signos de estrés y conflicto; por el contrario, mostraban relaciones sociales armónicas, exploraciones sexuales desinhibidas, libres de culpa, temor y sanciones sociales. Mead aportó evidencia en favor del determinismo cultural al relativizar la idea de la adolescencia como universal y dominada por los cambios biológicos con consecuencias comunes. En la misma línea, la observación de comunidades no occidentales ayudó a establecer que hay sociedades donde en sentido estricto no existe algo que podamos llamar adolescencia, sino que esta se entiende como la participación en un ritual que dura un tiempo determinado para transitar a roles adultos. A partir de estos estudios, se sostiene que la adolescencia emerge como un fenómeno del siglo XX que se origina desde la segregación por edad durante la escolaridad en las sociedades occidentales urbanas, que pospone la entrada a la adultez (Valsiner, 2000).
De manera que no es posible entender la adolescencia sin un análisis sociohistórico de la coyuntura en la que se desenvuelven las y los adolescentes (Perinat, 2003). La adolescencia se entiende prioritariamente como un período de tránsito de la idea o conceptualización que una colectividad desarrolla sobre la infancia a la idea o conceptualización que tenga sobre la adultez. Asimismo, las etapas de la vida llamadas «postadolescencia» o «preadultez» se «inventaron» como transiciones a los roles y las responsabilidades adultas y se extendieron en muchas sociedades occidentales hasta mediados de los veinte años (OECD, 2007).
2. Algunas ideas que orientan el estudio
Partimos del entendimiento del desarrollo humano como el resultado de la interacción del individuo con diversos contextos, en donde su mente y las particularidades de la misma son producto de dicho intercambio y a la vez un motor que afecta la transformación de dichos contextos. Nos orientan dos grandes enfoques de la psicología del desarrollo con una perspectiva cultural: el modelo bioecológico de Bronfenbrenner (1979) y la teoría histórico cultural de Vygotsky (1978).
El modelo bioecológico de Bronfenbrenner entiende el desarrollo del ser humano desplegándose en la interacción con una diversidad de nichos ecológicos organizados en una estructura anidada, los cuales influyen y a su vez son influidos por el sujeto en desarrollo. El modelo pone énfasis en explicar la conducta y el desarrollo desde cómo el sujeto percibe su ambiente, antes que en cómo este aparece objetivamente en la realidad (Esteban, 2010). En este modelo, cada nivel supone grados distintos de proximidad. En el nivel más próximo (el microsistema), el desarrollo es el producto de la participación activa de entornos como la familia y la escuela. En el nivel más amplio y envolvente (el macrosistema), se verán representados la cultura y significados que regulan y estructuran las vivencias y eventos en los otros niveles. Desde Bronfenbrenner, el desarrollo humano se entiende como el conjunto de cambios perdurables en el modo en que una persona percibe su entorno y se relaciona con él. De esta forma, es más importante la manera en que el individuo percibe y representa su ambiente antes que la manera en que este existe de manera objetiva (Esteban, 2010).
Por su parte, la teoría de desarrollo histórico cultural de Vygotsky (1978) —uno de los padres de la psicología cultural— enfatiza la capacidad de los individuos para modificar sus entornos, además de ser afectados por estos, y así nos aleja de reduccionismos contextuales en la caracterización de la adolescencia. Refuerza la noción de interacción entre el individuo y sus entornos de desarrollo antes que una lógica determinista (ya sea biológica o socioculturalmente). La famosa ley de doble formación intra-inter psicológica de Vygotsky sostiene que toda función mental emerge primero en la interacción con otros en el plano social y solo después se hace mente. La relación entre estos dos procesos está siempre mediada por instrumentos, ya sean físicos o psicológicos (Stetsenko & Arietvitch, 2004; Wertsch, 1998). Dichos mediadores entre la mente y el mundo social son artefactos culturales (como el ábaco, la calculadora o la lógica formal) que transforman el flujo y la estructura de las funciones mentales. De este modo, el funcionamiento psicológico individual no es estrictamente social o individual, sino que está siempre mediado por instrumentos socialmente construidos (Cole, 2003). Los procesos psicológicos, de esta forma, no serán nunca una mera copia de procesos compartidos (interpsicológicos) y externos, sino que suponen su apropiación y transformación, proceso que desde la teoría de Vygotsky se conoce como la internalización de los instrumentos de mediación. El individuo se concibe como un sujeto con agencia, que no es pasivo ante el contexto sociocultural, pero que sí es influido por él y que es capaz de transformarlo (Stetsenko & Arietvitch, 2004).
Conviene destacar que, en ambas aproximaciones, ninguna característica es «puramente» individual (como ninguna variable es «puramente» social), en tanto todas reflejan la interacción del individuo con los diversos niveles de desarrollo (lo cual se refleja de manera clara en la ley de doble formación intra-inter psicológica de Vygotsky). En ese sentido, por ejemplo, en relación al macrosistema, la vivencia de la sexualidad y el género estará afectada por los valores y creencias que operan a nivel cultural; respecto al exosistema, la vivencia se verá condicionada por la manera como la sexualidad se representa en los programas televisivos que consume la persona. Vinculado a los dos, la vivencia de la sexualidad se verá mediada por las relaciones con la familia y la escuela, así como en la interacción entre ambos entes sociales; ya que, por ejemplo, la escuela delimitará qué se entiende por educación sexual y sexualidad, además que la familia trazará las licencias o prohibiciones para hablar o experimentar por este tema.
Así, nuestro estudio se enmarca en la psicología cultural, la cual parte del entendimiento de que mente y cultura se construyen mutuamente y considera la vivencia humana como la unidad de análisis (Esteban, 2008). El objeto de estudio central será, de este modo, los sentidos y significados construidos por los sujetos a partir de la apropiación y uso de artefactos culturales, así como todo aquello que hay en el entorno, lo cual a su vez incluye la manera como el entorno es percibido y como uno se relaciona con él. En tanto toda vivencia humana es construida en la interacción entre lo inter e intra psicológico (siguiendo ley de doble formación de Vigotsky), esta vivencia se encuentra situada en una «geografía vital» y a su vez afectada por los diversos discursos, narrativas, visiones del mundo y del ser humano (las «voces culturales») que subyacen a la misma (Esteban, 2011).
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