La serie de cuatro tomos que ofrecemos es el producto de cerca de cuatro años de trabajo. En este tiempo, como equipo, tuvimos la oportunidad de acercarnos y conocer en profundidad las vidas de adolescentes diversas regiones, escuelas, géneros, orientaciones sexuales, edades, entre otros criterios, quienes compartieron con mucha generosidad sus visiones, creencias, preocupaciones y expectativas. Esta serie la dedicamos a ellas y ellos, con enorme agradecimiento por todo lo que pudimos aprender de sus vidas, lo cual tocó tanto las nuestras.
Creemos que el valor del presente trabajo se centra sobre todo en su alcance y en la profundidad de la información obtenida. De un lado, aspiramos a hacer una caracterización exhaustiva de la vivencia de la adolescencia, al indagar por múltiples ejes en cada uno de los ambientes en los que se desarrollan; y, de otro, lo hicimos incorporando sus perspectivas en la construcción de las premisas mismas que sostienen las visiones que se construyen sobre ellas y ellos. Partimos de modelos teóricos, que abrimos al diálogo y discusión con ellas y ellos. En ese sentido, nos sentimos prioritariamente voceros de sus convicciones y necesidades y esperamos poder dar cuenta de ellas lo mejor posible.
Ninguno de nosotros es el mismo luego de esta experiencia, que fue de las más demandantes, gratificantes e intensas de nuestras vidas. Fue un enorme privilegio y a la vez un enorme reto que esperamos seguir honrando al renovar nuestro compromiso por colaborar en generar las condiciones que nos permitan hacer más gratas, plenas y felices las vidas de nuestras y nuestros adolescentes en el Perú.
María Angélica Pease Dreibelbis
Coordinadora del proyecto «Ser adolescente en el Perú»
Introducción
Ser adolescente en el Perú no es sencillo. Pese a sus grandes transformaciones y a su tan promocionado crecimiento económico antes de la pandemia por la COVID-19, el Perú aún es un país profundamente desigual, plagado de exclusiones, con hondas raíces coloniales que discrimina por edad, género, etnia y ámbito; además, en el año del bicentenario de su independencia, no logra mantener una mínima estabilidad política. Tras más de diez años de guerra interna entre grupos subversivos y el Estado, la dictadura fujimorista se mantuvo en el poder y generó una enorme red de corrupción que recién termina de hacerse visible en los últimos años. La mayoría de presidentes del Perú de las tres últimas décadas se encuentran presos, prófugos o con denuncias de corrupción.
La clase política ha sido conservadora respecto a las demandas sociales. Los grupos antiderechos y ultraconservadores atacaron la educación sexual integral con enfoque de género e impidieron que este tema se trabaje en el aula, pese a que tenemos las más altas tasas de violencia sexual y de género de la región, así como las situaciones de mayor impunidad (IOP PUCP, 2013; MIMP, 2018). La ciudadanía organizada, que salió a las calles en 2020, en plena pandemia y ante la crisis política, liderada en gran medida por jóvenes egresados de la secundaria, fue reprimida de manera tan violenta que hubo jóvenes desaparecidos y asesinados (BBC News Mundo, 2020). En medio de todo esto, la crisis sanitaria ocasionada por la COVID-19 nos enrostró la inoperancia del Estado para funcionar a los niveles más básicos; por ejemplo, hacer llegar un bono a quienes viven en condiciones de precariedad, que amenazan sus vidas en medio de la pandemia, aun queriendo hacerlo y teniendo los recursos para lograrlo. La pandemia nos dejará un saldo de mayor desigualdad que aquel que teníamos antes de entrar a ella. El Perú aún es un reto enorme a múltiples niveles para todas y todos sus ciudadanos.
Ser adolescente es particularmente complejo en nuestro país. Para la mayoría, implica asistir a una escuela pública de mala calidad, que solo permite desarrollar habilidades básicas a niveles muy bajos en relación con el resto de la región. Los adolescentes se encuentran con una escuela docente-centrada, transmisionista, jerárquica y autoritaria, que entiende a sus estudiantes como receptores del aprendizaje y no logra formarles en ciudadanía (Ames & Rojas, 2012). Además, implica estar sometidos a múltiples formas de violencia en sus hogares y en sus escuelas. Particularmente, las violencias sexuales y de género en nuestro país tienen rostro de niña y de adolescente (IOP PUCP, 2013). El maltrato físico como forma de educar, naturalizado e invisibilizado, continúa muy presente en sus vidas pese a los esfuerzos por combatirlo (MIMP, 2018). La tradición autoritaria de nuestro país, expresada en su clase política, también se vio reforzada por una manera de educar que tiende a dar poca voz a las y los adolescentes2. Pese al sostenido crecimiento económico en el Perú y a que salimos de las denominaciones globales de los mayores niveles de pobreza, la desigualdad es aún muy elevada en nuestro país. Ello se refleja de forma clara en las condiciones que una egresada o egresado de secundaria pública tiene para labrarse un futuro en contraste con las y los de escuela privada. Para la mayoría de adolescentes de nuestro país, serlo implica construir metas a futuro que no se sabe si lograrán alcanzarse y que es probable se vean frenadas por las condiciones de precariedad en que la mayor parte vive (Cueto y otros, 2018).
Uno de los mayores retos de ser adolescente en nuestro país es pertenecer a un grupo al que invisibilizan de forma continua. Lamentablemente, la adolescencia no fue prioridad en ningún momento histórico ni de la academia, ni de la agenda educativa, ni de la política pública. Sus necesidades pasaron inadvertidas y continúan invisibilizadas por la manera en que esta etapa de vida se conceptualiza. El sentido común les asume como más grandes y sin necesidad de apoyos. Muy revelador de ello fueron una serie de acciones y medidas del Ejecutivo durante la cuarentena del año 2020. Desde que se decretó esta medida, hubo una marcada preocupación por las niñas y niños, por su aprendizaje y su recreación. Diversos grupos —como médicos, académicos y educadores— hicieron visibles sus necesidades. El presidente de ese entonces, Martín Vizcarra, se refirió en varias ocasiones a sus necesidades e incluso se dirigió a ellas y ellos en mensajes a la nación. Nada de esto ocurrió con las y los adolescentes, pese a que enfrentaban situaciones de particular vulnerabilidad durante la pandemia y la cuarentena3. Al empezar a regular las salidas y desplazamiento en espacios públicos de diversos grupos hacia la mitad de 2020, el ejecutivo posibilitó la salida de niñas y niños hasta los 14 años a espacios públicos acompañados de un adulto o adulta4. Dicho corte de edad carece de sentido en términos de desarrollo humano, ya que corta a la adolescencia media a los 14 años sin criterio alguno; pero, además, refleja cuán invisibles son las y los adolescentes en el imaginario. Ellas y ellos fueron, de alguna forma, las y los «castigados» durante la pandemia. No fueron visibilizados en sus necesidades y no recibieron atención política alguna. Se asumió simplemente que son más «grandes» y que pueden lidiar con lo que vivimos. Esta preocupación por la invisibilización y devaluación de las adolescencias fue el motor inicial del presente estudio.
Asimismo, las y los adolescentes se desarrollan enfrentados o definidos por discursos en torno a ellas y ellos, que suelen ser deficitarios y devaluantes, representaciones sociales instaladas en los sentidos comunes que pasan sin cuestionamiento de generación en generación y que alimentan políticas públicas, manuales de crianza, discursos docentes, noticias e historias en medios de comunicación (Pease & Ysla, 2015). Dada la escasa investigación sobre adolescentes en nuestro país —predominantemente se llevaron a cabo estudios con adolescentes tardíos universitarios5 o centrados en procesos que corresponden a contextos muy específicos6—, nos orientamos por modelos teóricos explicativos desarrollados para realidades muy distintas a la nuestra, las cuales la psicología cultural denomina con la abreviación WEIRD (Western, Educated, Industrialized, Rich and Democratic; es decir, occidentales, con elevado acceso a educación, industrializadas, ricas y democráticas) (Heine, 2016). En castellano, weird significa «raro» y, en efecto, el término intenta hacer notar lo «extrañas» que son esas sociedades para dos terceras partes del mundo, incluyendo nuestro país. Muchas de las teorías de desarrollo adolescente, sin duda muy valiosas para su realidad, explican poco de sociedades no WEIRD y no logran aportar mayores alcances a contextos de precariedad, exclusión, discriminación y desigualdad, como el caso peruano.
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