Al aludir a su estado civil, Jesús no le hace un reproche, ni estigmatiza su situación. Solamente pone en evidencia su marginalidad. En realidad la invita a ser ella misma, a estabilizar su vida sin necesidad de ninguna otra cobertura social.
—Cinco maridos has tenido y ahora vives con quien puedes.
Sus palabras no rezuman ni siquiera indulgencia. Jesús hace una simple constatación.
—Cinco maridos. Cinco heridas mal cerradas. Cinco sueños enterrados, cinco desiertos donde plantaste cinco jardines. No es de extrañar que, para no sufrir más, cada vez te comprometas menos. No quieres más fracasos. Pero la sed sigue ahí. Si ya no crees en el amor de un hombre, ¿no será por haber esperado un amor eterno?
La mujer empieza a comprender.
—Hablas como un profeta…
Perdida la seguridad en sí misma ante la clarividencia de su enigmático interlocutor, la Samaritana deja caer la máscara de su frivolidad, dejando entrever su corazón de niña herida.
—Yo no soy practicante, aunque siempre he deseado creer. Pero creer, ¿en qué? Vosotros los judíos decís tener la verdad. Y vuestro Dios únicamente acepta ser adorado en vuestro templo. En cambio, los samaritanos dicen que a Dios se accede solo desde el monte Garizim…
Esta mujer inteligente sabe que las religiones tienden a cifrar sus intereses en torno a sí mismas. Y que los religiosos se combaten entre sí con tanta virulencia, no solo por fervor sino también por fanatismo y por soberbia. Los religiosos son hombres. La Samaritana, que es mujer, los comprende bastante. Por eso plantea una cuestión que desvía la atención de su caso personal hacia un plano teológico, para satisfacer su curiosidad y evaluar a la vez a su interlocutor. Porque se ha dado cuenta de que Jesús es un hombre excepcionalmente interesante.
Jesús capta enseguida la maniobra. Y, como sus convicciones no son ni judías ni samaritanas, le responde eludiendo las dos alternativas.
—Dios está fuera de nuestros sistemas y es ajeno a nuestras querellas de campanario. Para encontrarlo no necesitas ni peregrinar al templo, ni subir al monte. Basta con que vayas hasta el fondo de tu ser. La religión, sin el amor en el centro, no es más que una cisterna vacía. Pretender adorar a Dios sin buscar el Espíritu y la verdad no es creíble: es inútil. Por eso en tantos santuarios no se encuentra más que polvo. No son más que museos que amenazan ruina. Solo el deseo de que Alguien que está por encima de todos los templos y de todas las montañas sacie nuestra sed puede hacer que todo reviva, incluso nuestra fe.
La Samaritana suspira y dice:
—Algún día alguien vendrá y nos aclarará estas cosas.
Jesús responde:
—Ese momento ya ha llegado. Y ese Alguien que esperas está hablando contigo.
He aquí la gran revelación: no a la heredera, sino a la extranjera; no a la beata, sino a la hereje; no a la perfecta, sino a la insatisfecha. La Alianza se ofrece a la separada, a la marginada, a la sedienta.
Gracias a su descubrimiento, la Samaritana ya no buscará más agua en los pozos de antes. Olvida su cántaro vacío junto al brocal. Jesús tampoco tiene ya sed. Un manantial insospechado ha empezado a brotar en un baldío. Su incipiente caudal es capaz de saciar a todo el mundo.
La mujer, en la plaza, convence a sus vecinos de que encontrar agua viva no es ya privilegio de nadie. El pozo de Jacob se llamará, en adelante, la fuente de la Samaritana.
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