Roberto Badenas - Encuentros inolvidables
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Nicodemo es el discípulo de la noche, el seguidor en la sombra. El que quisiera ser, pero no parecerlo. El que duda, no por falta de convicción sino por falta de valor. El hombre del qué dirán y de la cautela. El que admira, pero que no se atreve a pronunciarse, corriendo hasta el final el riesgo de no salir del grupo de los tibios a quienes, según la metáfora bíblica, Dios vomita de su boca (Apocalipsis 3: 14-22). El que tiene miedo a comprometerse, porque sabe cuán difícil es remar contra corriente. El que desea cambiar, pero no llega a romper la cáscara fosilizada de su yo. Habiendo podido ser desde aquella noche un hombre nuevo al servicio del evangelio, seguirá al servicio de la vieja ley como simple jurista.
Solo tres años después, cuando el alto clero resuelva acabar de una vez con el revolucionario predicador, Nicodemo se atreverá por fin a arriesgarse en su defensa (Juan 7: 40-52). Así, cuando ese seguidor de la última hora se decida a tomar públicamente posición por Jesús, este ya habrá sido ejecutado (Juan 19: 38-52).
Abriéndose paso entre las sombras, en el horizonte indeciso de su vida, la luz recibida en su entrevista secreta iluminará la cruz del Calvario y le recordará la enigmática referencia al madero, levantado entre la tierra y el cielo para salvación de los hombres. Movido por esa inspiración se pronunciará por el crucificado cuando sus propios discípulos huyen aterrados e incrédulos. Desafiando a los jefes y colegas a quienes siempre temió, les pedirá hacerse cargo del cuerpo de Jesús y, como último homenaje a quien únicamente siguió de lejos, cubrirá de perfumes las heridas que su propia cobardía también contribuyó a abrir… Paradójicamente, solo entonces empezará a renacer a esa nueva realidad en la que le había costado tanto creer.
Junto al pozo
Una sed insaciable
Es mediodía en Sicar, momento de buscar los interiores umbríos tras las ventanas entornadas y refrescarse un poco. Por las calles vacías, incluso las sombras parecen refugiarse contra los muros, mientras el sol se venga sobre el polvo, y el camino del pozo es una larga quemadura blanquecina de la que todos se apartan.
El pozo tiene sus horas: el amanecer, con el fresco del alba, y el atardecer, al declinar el calor. Entonces el sendero se llena de risas y cántaros de barro, que oscilan flotando entre cabelleras negras y velos blancos. Los mozos del pueblo, arracimados sobre los escalones de la plaza, siguen con la mirada, en la bajada del pozo, unas siluetas que solo se concretizan en el fondo de sus sueños. Saben que será más fácil saciar la sed de agua que la sed del encuentro.
Pero en Sicar, a mediodía no sucede ni lo uno ni lo otro. A esa hora, quien descansa o espera contra el brocal, resguardándose como puede bajo la sombra huidiza de las palmeras, tiene que ser un extranjero.
Jesús ha cruzado una vez más la frontera de Samaria y la de los tabúes de su gente. Ha pasado a terreno hostil, a territorio de herejes. Y para ayudar a sus discípulos a vencer sus prejuicios, los ha enviado a comprar provisiones mientras él espera.
Jesús sabe que judíos y samaritanos son enemigos acérrimos que rara vez se cruzan — sordos y mudos — y que solo se encuentran en la tierra de nadie —¿o de todos?—, de sus comunes rencores polarizados en torno a la soberbia y las ruinas de dos santuarios rivales.
Por eso, cuando ella llega, sin decir nada, solamente acompañada de su sombra y de los destellos del sol jugando en sus pulseras, él también guarda silencio. Es «la Samaritana». Nadie la conoce por otro nombre. A todos intriga su figura, arrogante y solitaria, que acude cada mediodía con su cántaro al hombro. Nadie sabe lo que esconde su mirada. Pero dicen que la Samaritana no es como las demás mujeres. Es osada e inquieta.
Este sudoroso desconocido es, sin embargo, más atrevido que ella.
—Dame de beber.
¿Por qué le estará dirigiendo la palabra ese judío? ¿No le importa contaminarse al contacto de una mujer «inmunda»? ¿O acaso busca otra cosa…?
Las palabras del forastero le parecen, de tan simples, sospechosas. Pedir agua junto al pozo es lo que suelen hacer los hombres cuando quieren hablar con una mujer. Casi todas las historias de amor empiezan, en Sicar, con un «tengo sed». La Samaritana se sabe el cuento de memoria. Se lo han contado, junto al pozo (o junto al lecho, ¿qué importa?) cinco o seis hombres con los que esperó hacer realidad sus sueños… cuando todavía era capaz de soñar.
Si este hombre pide agua, quizá quiere algo distinto. «Dame de beber» es una contraseña tan vieja como su pueblo. Cuando Abrahán decidió casar a su hijo, envió a su siervo al pozo. Su estrategia era ya la misma:
—La mujer a quien le pida de beber y me diga que sí, esa será la elegida para ser la esposa de mi amo.
Así se conocieron Isaac y Rebeca (ver Génesis 24).
Hoy, sentado junto al pozo excavado por Jacob, el hijo de aquella famosa pareja, ¿estará ese hombre ofreciendo un nuevo futuro a la Samaritana? ¿Puede un pozo ser el punto de encuentro con el destino?
Pero entre Jesús y esta mujer hay un abismo de distancia.
No viven en el mismo mundo. El de ella está hecho de relaciones inestables y oscuras. Jesús va a traerle un encuentro decisivo a mediodía.
Tampoco hablan el mismo idioma. Ella, coqueta, juega con la conversación, hablando del agua como pretexto para decir lo que no se puede:
—¿Me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?
Para Jesús, sin embargo, el interés de este encuentro se cifra precisamente en la distancia que los separa. Aparte de la sed que siente, sabe que pedir agua puede ser tan chocante como decir: «He venido a hablar de tu porvenir». ¿De qué otra manera podría interesar a una mujer como ella?
—Yo podría darte agua viva…
No es de extrañar que, cuando Jesús le propone un agua mejor, la Samaritana piense en agua corriente, en un depósito, una fuente, un fregadero, y hasta en un cuarto de baño de mármol.
El forastero, sin embargo, no tiene aspecto de poder ofrecerle nada de eso.
—No tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo…
Mientras la mujer se evade, sacando agua del fondo del pozo, Jesús le ofrece ya, sacada del fondo de su simpatía humana, otra agua más valiosa y refrescante.
—Si supieras qué agua te ofrezco me la pedirías. Yo te hablo de un agua inagotable, que desborda todas las reservas y que no se canaliza con ningún sistema. Fuente de vida, manantial de esperanza. Que vivifica el cuerpo y el espíritu, que limpia por fuera y por dentro.
Este hombre enigmático ¿será un zahorí, un mago o un poeta chiflado? Este judío fuera de serie está empezando a intrigarla.
—Dame agua de esa.
Jesús no dispone de mucho tiempo. A lo lejos se escuchan ya las voces de los discípulos que regresan. Por eso, quema las etapas normales de una aproximación. Con una sutil distinción entre el agua corriente y el agua viva, demuestra que considera a la Samaritana capaz de seguir su reflexión espiritual. Para él el agua no es un objeto, la mujer tampoco.
Franqueando los prejuicios de toda jerarquización, Jesús pone al ser humano por encima de las barreras sociales, los tabúes religiosos, las exclusiones clasistas, las fronteras raciales y las diferencias de sexo. Al hacerlo libera a la teología de su último corsé. Para acabar con toda ambigüedad, se vuelve hacia la Samaritana y le dice:
—Llama a tu marido.
Es decir, define tu identidad, tu estatuto social. Trae a quien te da el nombre y la existencia legal.
Pero no tiene marido. Tuvo cinco, y ya no cree en el matrimonio. Cinco fracasos le han hecho perder la fe en los hombres. Ahora, al optar por la independencia, la Samaritana se margina. Se excluye. Es libre, pero está condenada a perder la seguridad.
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