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Cinco años y medio antes.
Me he puesto un vestido corto negro y plateado muy estrecho. Unas sandalias de plataforma plateadas y una chaqueta de hilo ancha a juego. Acabamos de graduarnos. Dos horas de entrega de títulos, consejos y enhorabuenas. Hemos terminado con las fotos y vamos camino del Hotel Silken Puerta Madrid donde cenaremos y lo celebraremos.
Entro en la habitación del hotel que hemos reservado de la mano de Álvaro. Pasaremos la noche aquí. Hoy está especialmente distraído. No me ha soltado durante todo el acto en la universidad y, al terminar, me ha besado y felicitado, pero no me ha sonreído. Sus labios se han estirado forzando una mueca, pero sus ojos no expresaban lo mismo.
Me suelta y me siento sobre la cama. Entra en el baño, cierra la puerta y lo pierdo de vista. La habitación impresiona. Suelo negro y paredes blancas de las que cuelgan grandes espejos plateados. Todo muy moderno y funcional. La cama es de un metro cincuenta sobre la que puedes rodar.
Al cabo de unos minutos, Álvaro sale sorbiéndose la nariz. Cree que soy tonta y que no me he dado cuenta de que se ha metido coca. No es la primera vez, lo llevo viendo varios meses. No le he dicho nada. Lo he intentado, pero no me ha dejado ni empezar a hablar. No quiere escucharme, no quiere hablar conmigo. Aparece cuando quiere y desaparece tan rápido como vuelve. Tengo que solucionar esto ya, no puedo esperar más. Desde que volvió de Barcelona está perdido, pero además este trimestre ha sido muy intenso. No pierdo la esperanza de que sólo esté estresado y se relaje y vuelva a ser el mismo en cuanto esto acabe.
Cenamos en un salón abierto que lleva directamente a una terraza desde la que se ve gran parte de la ciudad. Álvaro, que está sentado a mi lado, se ha bebido ya dos botellas de vino. Está un poco desfasado. Él, siempre controlado, desaliñado, pero correcto, está perdiendo los papeles por momentos. He intentado que se calme y se serene, pero no lo puedo controlar. Ha ido dos veces al baño y sé qué ha estado haciendo allí. Se vuelve a levantar. Pide disculpas y se va. Me levanto y lo sigo. Como sospechaba, vuelve a entrar en el aseo. Espero unos segundos y entro detrás de él.
El baño es muy grande. Lo busco, pero no lo veo. Escucho unas risas al fondo, dentro de un cubículo y me acerco. No está cerrado del todo. Empujo la puerta y encuentro lo que sospechaba. Álvaro está esnifando cocaína sobre la tapa del váter acompañado, y esto es una sorpresa para mí, por Laura, una compañera de clase con la que últimamente lo he visto muy a menudo. Creo que ha pasado más tiempo con ella que conmigo este último mes. Cuando me ven, ni siquiera se esconden ni se avergüenzan, terminan lo que están haciendo y se levantan. Laura sale del cubículo, me mira y ríe cínicamente. Se va. Paso de ella. El que me interesa está sentado sobre la tapa del váter, echando su vida por el retrete y esperando a que yo desaparezca para poder tirar de la cadena y ahogarse sin público. En lugar de enfadarme, me invade la pena. Está totalmente perdido y sólo quiero ayudarlo. Deja caer la espalda hacia atrás y cierra los ojos.
—Deberías alejarte de mí. No quiero hacerte daño.
—Demasiado tarde, ¿no crees? —abre los ojos y me mira.
—No sabes lo que dices.
—No, no lo sé. Me has echado de tu vida. No me cuentas nada —empiezo a enfadarme.
Paro, cierro los ojos, suspiro e intento serenarme. Quiero que se abra a mí. No puede ser demasiado tarde. No pienso rendirme. Me acerco a donde está, me arrodillo frente a él y le cojo de las manos.
—Mírame —le pido y lo hace—. Te quiero, no voy a dejarte nunca. Por favor, déjame ayudarte —se levanta y tira de mí levantándome con él. Me abraza durante unos segundos.
—Nena..., te amo —y me besa. No dura demasiado, lo justo para recordarnos que tenernos el uno al otro es un regalo. Bueno, yo nunca lo he olvidado. Él logra acordarse de vez en cuando.
A las tres de la mañana no me siento los pies. No es que esté siendo el alma de la fiesta, pero estas sandalias son demasiado altas y yo no estoy acostumbrada más que a llevar zapatillas de deporte. Me siento. Sergio se acerca a mí con una Coca-Cola en la mano.
—¿Cansada? —me ofrece la bebida y se sienta a mi lado. Estamos en la terraza del hotel y se está levantando un poco de aire que se agradece en esta noche de julio. Bebo un sorbo del refresco que me ha traído.
—Gracias.
—¿Has visto a Álvaro? El grupo de Mural queremos hacernos una foto. Hace tiempo que no lo veo.
—No, estará en el baño —«esnifando coca».
—¿Quieres bailar? —me sonríe.
—Me encantaría, pero no puedo más —me masajeo los tobillos—. Creo que voy a subir a la habitación a descansar.
—Oh, vale —me levanto y me tambaleo. Me agarro al hombro de Sergio y él me sujeta el brazo. Reímos.
—Será mejor que te acompañe.
Cruzamos la sala y, antes de entrar en el ascensor, Sergio se despide de mí y vuelve a la fiesta. Me quito los zapatos incluso antes de darle al botón de la planta en la que está nuestra habitación. «Oh, esto está mucho mejor». No tengo ni idea de dónde puede encontrarse Álvaro. Justo antes de que Sergio se sentara a mi lado, le he enviado un mensaje diciéndole que estaba muy cansada y que me iba a la habitación. Me ha parecido ver que había leído el mensaje, pero no estoy muy segura. Las luces de colores de la fiesta no me han dejado comprobarlo con nitidez.
Salgo del ascensor y camino por nuestra planta descalza con las sandalias en la mano. El pasillo me parece bastante más largo que esta tarde. Estoy muy cansada. Física y anímicamente. La situación me desespera. Álvaro ha desaparecido. Después de decirme que me ama con locura, pero de pedirme que me aleje de él, casi no he vuelto a verle. He intentado pasarlo bien y no darle a las cosas más importancia de la que realmente puedan tener, pero no ha servido de nada. Mi cabeza no para de dar vueltas a lo que puede estar pasando por la de Álvaro. No le encuentro explicación. Si me quiere tanto, ¿por qué me aleja?
Llego a la puerta de la habitación y escucho ruidos dentro. Introduzco la tarjeta y abro la puerta. Después de eso, todo se vino en tropel. Necesité varios segundos para darme cuenta de lo que estaba pasando. Álvaro estaba en la cama con... Marta. Me paro en seco. No mis pies, sino todo mi cuerpo, todo mi ser, toda yo y, aunque el corazón me bombea a mil por hora, todo sucede a cámara lenta. Es como estar en el estreno de una película a la que no te han invitado y de la que intentas escapar, pero alguien ha cerrado con llave la puerta de la sala de cine y resulta imposible salir.
Me falta el aire, todo se pone negro y poco más recuerdo. Ni siquiera sé si alguno de ellos se percata de mi presencia; más que nada porque nadie sale en mi busca. Álvaro me llamó un par de veces al día siguiente, pero jamás le cogí el teléfono, entre otras cosas, porque yo dejé de ser yo y dejé de existir para ser otra diferente. Salí de allí a toda prisa y lo siguiente de lo que tengo un poco de conciencia es del vómito en un macetero antes incluso de llegar al ascensor.
A partir de ahí todo se vuelve negro. Los siguientes días pasaron como una nebulosa, con agujeros negros donde los días parecían años y mi existencia luchaba por no desaparecer. No conseguía, por más que lo intentara, controlar el temblor de mis manos. Miraba a mi alrededor y todo parecía ir a cámara lenta. No lograba unir un pensamiento con otro, en la mitad del primero me perdía y volvía donde lo había dejado al principio. No encontraba respuestas ni a las preguntas más obvias. Sabía que el mundo no terminaba ahí, que la vida seguía y que todo a mi alrededor era tan real y tangible como siempre, pero nada volvería a ser igual porque yo no era la misma persona.
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