—¡Oh, Dios mío! —se abalanza sobre mí y me abraza—. Creí que estabas muerta, había mucha sangre...
¿Sangre? ¿Dónde? Me he cortado las venas y no me acuerdo. Soy gilipollas, ¿pero tanto? Se separa de mi cuerpo y miro mis manos, las muñecas las tengo intactas. Respiro tranquila. En ese momento entra el médico seguido por Fernando y un enfermero. Me toma la tensión mientras el doctor me hace extrañas preguntas. No entiendo nada. Mi cara no deja lugar a dudas. No sé de qué me está hablando.
—Señorita Sánchez, estaba usted embarazada de siete semanas. Ha tenido un aborto espontáneo. El problema más grave ahora mismo es su desnutrición aguda. La anemia que tiene ha podido ayudar a que el...
Dejo de escucharlo. Mis oídos zumban como si un centenar de abejas sobrevolaran alrededor. Un sudor frío recorre mi espalda y miro avergonzada a Fernando y a Clara que me observan con cara de pena. Lo saben. El médico ya ha debido de hablar con ellos. Todo el mundo necesita que en algún momento de su vida alguien le dé un toque en la espalda y le diga que la está cagando mucho, que tiene que cambiar y que ha llegado la hora. Yo no necesité ese toque de atención. A mí me vapuleó la noticia de la pérdida de un bebé de Álvaro. Ningún ser querido me dijo que había llegado el momento de ser responsable, que había que hacerse mayor. A mí me dieron con un bate de béisbol en la cabeza sin avisar para que me apartara.
Ese fue mi punto de inflexión.
Y desperté.
24
PROMESAS
A las siete de la tarde Alejandro me ha llamado ocho veces y me ha dejado unos sesenta mensajes de WhatsApp . Debe de estar muy cabreado. Me lo imagino a punto de que le explote la ya conocida vena de la frente. No le gusta no tenerme controlada.
—Habla con él —me sugiere Sara justo antes de beber de su cerveza. Hemos cambiado los gin–tonic por botellines. Seis cascos vacíos yacen sobre la mesita baja del salón.
—No estoy preparada —bebo yo también.
—No hace falta que le cuentes nada. Dile que estás bien.
—No lo estoy —me tapo la cara con el antebrazo.
—Puede que te quite la pena a base de polvos —la miro y está circunspecta, no parece que bromee—. Estoy hablando en serio —se levanta y camina descalza hasta la cocina—. Quizás necesites que te recuerde lo que tienes ahora —escucho cómo abre el frigorífico y lo cierra a continuación. Vuelve a sentarse en el sofá a mi lado y me da un botellín bien frío quitándome el que tengo casi vacío en mi mano. Lo deja sobre la mesa junto al resto. Bebemos a la vez.
—Sé lo que tengo ahora —en realidad no tengo ni idea. Sé que lo quiero y que él dice sentir lo mismo, pero todos nos cegamos al principio. Puede pasar cualquier cosa —querrá que me vaya con él.
—Vete, ¿qué problema hay?
Lleva razón. Quizá lo que necesito es sentirlo cerca. Abrazarlo, hundirme en su pecho y olvidarme de todo ¿Podría hacerlo? Al tercer tono descuelgo.
—¿Dónde estás? —ladra.
—Hola... —escucho un gruñido ininteligible al otro lado de la línea.
—No me toques los cojones, Dani —está muy cabreado. No esperaba otra cosa.
—Estoy en mi casa. Con Sara.
—Esa ya no es tu casa. Baja, estoy en el coche —pi pi pi pi piiiii se escucha. Me ha colgado. Me quedo mirando el móvil durante unos segundos hasta que cojo el bolso y lo guardo dentro.
Ni siquiera lo pienso. Le doy un beso a Sara en la mejilla y mi buena amiga me da ánimos y me recuerda la suerte que tengo con un dios griego esperándome abajo. Y salgo del piso en su busca.
Veo la limusina negra y mi piel reacciona. Carlos me está esperando en la acera, me acerco, lo saludo, me sonríe y abre la puerta trasera ceremonioso haciéndome una pequeña reverencia con la gorra. Entro y no me da tiempo a sentarme. Alejandro tira de mí, me sienta sobre sus rodillas, me abraza y hunde la cabeza en mi regazo. Su olor penetra en mis fosas nasales y me siento en casa. Es simple. Ahora no entiendo la razón por la que llevo toda la tarde huyendo de él.
Hay sensaciones que no puedes controlar. Tal vez no manejarlas nos hace creernos más dueños de ellas porque la dificultad de comprenderlas nos hace merecedores al alcanzarlas. Eso me pasa con Alejandro. Las sensaciones que mi cuerpo experimenta a su lado son inconfesables. No podía manipularlas a mi antojo, pero eran mías y las conocía. Con Álvaro siempre fue más complicado, no encontraba nombre para ellas y me costaba transformarlas en algo positivo, en algo a lo que poder aferrarme. Había huido tanto de él y de su recuerdo que todo parecía que había pasado en otra vida.
—Preciosa—agarra mi cara y me besa desesperado—, ¿dónde has estado? —susurra más para sí que para mí.
He viajado cinco años atrás, perdida, donde tú no existías ni estabas para cuidarme. Donde todo se vuelve gris y llueve sin cesar. Donde un día me extravié y me costó tanto encontrarme.
Nos besamos. Nos aferramos el uno al otro como si no hubiera nada más.
—Te quiero —sale del fondo de mi alma, y soy completamente sincera.
Llegamos a casa abrazados, recordándonos sin palabras lo que sentimos por el otro. Alejandro me pregunta varias veces qué me pasa, le digo que no me encuentro bien, que me duele la cabeza y que necesito descansar. Lo deja estar. Algo no le cuadra, pero no insiste. Decide que es mejor dejarlo para cuando me encuentre mejor. Cenamos algo rápido, nos duchamos y nos acostamos. Me rodea con los brazos y me acerca a él.
—Prométeme una cosa —le pido.
—Lo que quieras, preciosa.
—Que jamás me mentirás —se remueve nervioso y pasa demasiado tiempo hasta que confirma mi petición.
—Siempre te diré la verdad —besa mi frente.
A la mañana siguiente, Alejandro no me despierta. Cuando abro los ojos, son más de las diez. No he podido dormir mucho. Recuerdos que creía lejanos se han ido agolpando en la mente durante la madrugada y no han hecho otra cosa que acrecentar mi dolor de cabeza. Me levanto y me dirijo a la cocina. Mi dios griego me espera sin camiseta y yo babeo sin poder remediarlo. Su espalda se mueve y la tinta de sus tatuajes baila al compás de sus músculos. Creo que nunca podré acostumbrarme a tanto derroche de masculinidad. El ángel alado parece volar. Es impresionante.
Me acerco por la espalda y lo abrazo. Poso mi mejilla sobre ella y respiro. Siento su calor y cómo se relaja. Deja lo que tiene entre las manos, se da la vuelta y me rodea entre sus brazos.
—Buenos días, preciosa —susurra entre mi pelo.
—Buenos días —me besa la frente, se aparta y me ordena.
—Siéntate, tienes que comer —hago lo que dice aunque me cuesta separarme de él. Me pone delante un plato con dos tostadas y un café.
—Come —vuelve a ordenarme.
Estoy esperando que me pregunte qué pasó ayer. Estoy segura que no lo va a dejar pasar. Yo tampoco lo haría. No le va a gustar lo que le voy a decir, pero no le voy a mentir. Dejo la tostada sobre el plato y me armo de valor.
—Alejandro... ayer... —por un momento no sé cómo seguir. Deja de leer el periódico que acaba de coger y me mira inquisitivo
—Ayer desapareciste —dice en tono neutro.
—Esto va demasiado deprisa. Necesito tiempo para asimilarlo —no he mentido, pero no he dicho toda la verdad.
—Esta es tu casa —la voz suena más dura, se está cansando de esto.
—No, no lo es... —su cara me asusta—. Bueno, vale, deja que me haga a la idea.
Me mira con fijeza y durante un minuto no dice nada. Deja el periódico sobre la encimera, después el café y se levanta ceremonioso. Acorta la distancia que hay entre nosotros. Yo tengo que tragar varias veces y respirar hondo para no caer desfallecida. Me quita la taza de las manos, me coge por las caderas y me sienta sobre el frío acero. Gimo de la sorpresa. Me acaricia los muslos y me separa las piernas para acomodarse entre ellas. Su mirada me tiene atrapada y sólo la aparto para observar cómo humedece su labio inferior con la lengua para después morderlo lentamente.
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