Estrella Correa - Trilogía completa Un gin-tonic, por favor

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Trilogía completa Un gin-tonic, por favor: краткое содержание, описание и аннотация

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Toda la trilogía en un solo volumen y con contenido inédito Atrevida, sensual, divertida, emocionante. Llena de sorpresas y engaños. Todo se une en una novela donde el amor inunda cada página, nada es lo que parece y las dudas rodean a una chica que lucha por sobrevivir cada día tratando de olvidar el pasado. Dani es una mujer trabajadora enamorada del arte y que, como todos, busca ser feliz. Le encanta salir de fiesta con sus amigas a pasarlo bien y en una de esas noches confusas conoce al enigmático y atractivo Alejandro Fernández, un empresario acostumbrado a triunfar y a conseguir todo lo que desea. Ninguno de los dos espera lo que sus corazones comienzan a sentir y, desde luego, tampoco lo que les depara el futuro al obligarlos a enfrentarse a lo que verdaderamente son. ¿Podrán superar todas las pruebas que el destino les depara? ¿Serán capaces de asimilar todo lo que ocurre a su alrededor? «Un gin-tonic, por favor» es el título de la primera parte de una trilogía que te hará reír y llorar a partes iguales. Una historia diferente, en la que encontrarás, no solo amistad y erotismo, sino mucho más. ¿Quieres saber qué? Adéntrate en la vida de estos personajes y no podrás parar de leer hasta conocer el final. «Una novela para reír, llorar y, sobre todo, pasa sentir. Ilusiona saber y leer a autoras con magia en la pluma». «Una montaña rusa que no te deja respirar. Una sorpresa tras otra. Magnífica trama».

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Preocupada me dirijo a mi despacho. No ha sido buena idea ponerme estos botines tan altos, me tiemblan las rodillas. Me siento y suspiro. Trato de calmarme.

«No pasa nada. Todo va a salir bien. Lo tienes todo controlado».

Abro el correo y voy seleccionando. El spam va a la papelera, contesto rápido los e-mails menos importantes y dejo para el final a los que le tengo que dedicar algo más de tiempo. Cuando termino con esta tarea, miro el reloj. Ha pasado media mañana y el señor Llorens aún no ha aparecido.

Salgo del despacho y Berta no está en su mesa. Me dirijo a la sala de exposiciones principal y la encuentro hablando con una chica muy alta y sofisticada. No debe de tener más de veinticinco años. Va vestida de Prada . Lo sé a ciencia cierta. No es que yo tenga nada en mi armario que se le parezca, no puedo permitírmelo, pero conozco todas sus colecciones, reconocería cada uno de sus modelos desde kilómetros de distancia. Me acerco a ellas. Me escuchan llegar y se giran hacia donde estoy.

—Daniel, ella es Isabelle Dugés, secretaria del señor Álvaro Llorens. Isabelle, te presento a Daniel Sánchez, directora de la galería.

Me sonríe.

Le sonrío.

Nos damos la mano.

—Encantada de conocerla —dice en un perfecto castellano, pero sin poder esconder el atenuado acento galo.

—Igualmente, señorita Dugés —pronuncio el apellido en un perfecto francés. Estudié el idioma durante mis cuatro años de universidad. El plan era irme a vivir a París, con Álvaro, juntos... Mierda, mierda, joder.

—El señor Llorens ha tenido problemas esta mañana —Berta me salva de hundirme en el lodo de recuerdos. Enseguida me recompongo. Estoy acostumbrada a cambiar el chip. La modelo de Prada se dirige a mí.

—Vengo a decirle en persona que Álvaro... el señor Llorens... —rectifica, ay, ay, ay, estos dos tienen algo— desea invitarla a comer. Quiere pedirle disculpas por no acudir a la inauguración de la exposición —me tiende una tarjeta—. A la una y media de la tarde. Procure ser puntual. Le molesta mucho tener que esperar —cojo la tarjeta y sin mirarla la guardo—. He de irme. Hasta pronto —gira sobre sus tacones y sale contoneándose de la galería. Berta me mira.

—Es... simpática —no respondo.

Miro el reloj. Son las doce y media de la mañana. He quedado para comer con Alejandro. No sé cómo le sentará que anule nuestra cita. Opto por escribirle un mensaje. Rápido e indoloro. Por teléfono me arriesgo a quedarme sorda:

"No puedo comer contigo. Una reunión de negocios. Te llamo cuando termine. Te lo compensaré". Pulso "Enviar".

No tarda más de dos minutos en contestar:

"Es de mala educación dejar tirado a tu novio. Por supuesto que me lo compensarás. Dalo por hecho. TE QUIERO".

Vuelvo a leer el mensaje. Tu... ¿novio? Me asusto un poco, pero gana el sentimiento de felicidad.

Le envío otro: "Estoy deseando tener que compensarte... de mil formas diferentes. Por cierto, ¿cuántos años tienes? YO TAMBIÉN TE QUIERO".

Me contesta:

"Joder, preciosa, estoy cachondo. No veo la hora de tenerte desnuda. Tengo treinta y siete años".

Vaya. Dos más de los que pensaba. No es que me importe. Sólo que aparenta bastante menos.

Dejo el móvil sobre mi mesa y me siento frente al ordenador. Comienzo a revisar el inventario de las ventas que se han producido desde la inauguración. Entra un correo electrónico por el servidor.

De: Álvaro Llorens.

Hoy a las 12:50 horas.

Asunto: No llegue tarde.

"Señorita Sánchez, cuando llegue al restaurante diga mi nombre. La acompañarán a la mesa. Tal vez me retrase un poco. Usted sea puntual".

No lo conozco de nada, pero ya me cae mal. Dominante, autoritario, acostumbrado a mandar, y a que le doren la píldora. Me lo imagino de mediana edad, de unos cuarenta y cinco, con sobrepeso y una incipiente calva.

«Y con un palo metido por el culo».

Mi subconsciente a veces acierta. Es un maleducado. Ni "Hola, ¿qué tal?". Quiere disculparse, sí, pero ha tenido varias semanas para llamar y justificarse y no lo ha hecho.

«Es el dueño de la empresa. No tiene que excusarse por nada».

Cada vez tengo menos ganas de asistir a esta reunión–comida–o–como–se–llame. No me apetece tener que ser simpática, ni tener que hacerle la pelota al Jefe Ordeno y Mando. Así lo voy a llamar. Ale, ya tiene nombre. Bautizado queda.

Voy al baño, me refresco un poco, me retoco los labios y vuelvo al despacho a recoger la documentación que he preparado esta mañana tras la noticia de que iba a venir. Querrá estudiar todos los datos de las obras, sus ventas y oportunidades de traslado. Me pongo la chaqueta, me cuelgo el bolso y, justo antes de salir por la puerta, me coloco las gafas de sol. Me dirijo al borde de la acera para parar un taxi. De pronto, siento que unas grandes manos tiran de mí, me dan la vuelta y me abrazan. Unos jugosos labios se pegan a los míos. Me altero. Se separa y sonríe. Lo admiro. Dios, es perfecto. Lleva barba de varios días y el pelo alborotado que contrastan con su traje Armani y su Rolex de oro con esfera y pulsera negra. Debe costar más que mi salario anual. Es increíblemente atractivo.

—Buenas tardes, preciosa. ¿Puedo acompañarla a su almuerzo?

No sé por qué me pregunta. No me deja contestar. Tira de mí y me mete en la limusina. No puedo dejar de mirarlo embobada.

—Carlos, a... —me mira.

Despierto de mi ensimismamiento.

—La Manzana, Hotel Hesperia. Paseo de la Castellana —me dirijo al chófer. Acto seguido, Alejandro pulsa el botón que nos aísla del conductor cerrando la mampara de cristal.

—Una reunión de trabajo en un hotel. Espero que sea con una mujer —está empezando a ponerse rojo.

—Un día de estos te explota la vena de la frente —no le hace gracia—. En el restaurante del hotel —especifico—. No es tan raro —no, no lo es, y lo sabe, pero sus celos son enfermizos.

—Dime al menos que no es con uno de esos artistas promiscuos —sonríe. Está feliz, no lo puede ocultar.

—Ven —me coge de las caderas y me sube sobre su regazo—. Quiero que huelas a mí y no olvides que me perteneces.

No podría hacerlo aunque quisiera. Soy totalmente suya.

Paramos en la puerta del hotel. Antes de dejarme ir, vuelve a besarme. Quedamos en vernos en casa después de trabajar y nos despedimos. El trayecto en la limusina ha sido corto, pero intenso. Es muy impetuoso.

Entro y busco los baños. Necesito retocarme los labios. Están hechos un desastre. Compruebo que vuelvo a estar perfecta y me dirijo al restaurante. Es precioso. Todo en tonos pastel, sillas y mesas de madera de abedul y mucha vegetación colgando de las paredes. La luz es tenue y natural. Es relajante. No hay mucha gente y casi no se escucha ruido. Una tranquilidad infinita invade la estancia. Me dirijo al camarero que está tras el atril.

—Buenas tardes. Estoy esperando al señor Álvaro Llorens.

—Buenas tardes, señorita Sánchez. El señor Llorens aún no ha llegado. La acompañaré a su mesa —dice sin ni siquiera mirar la reserva. Me indica cordialmente que lo siga.

Llegamos a un espacio casi totalmente cerrado, abierto sólo por mi derecha, muy amplio. Los techos son altos y, desde donde estoy, no puedo ver ninguna otra mesa. Es muy... íntimo. Demasiado, diría yo. Me quito la chaqueta, la cuelgo sobre el respaldo y me siento. Dejo la documentación sobre la mesa.

—¿Desea tomar algo mientras espera?

—Eh... agua, por favor.

—¿Con gas o sin gas? ¿Alguna marca en especial?

«Del grifo me vale».

—Cualquiera... sin gas.

—Enseguida se la traigo —da media vuelta y desaparece.

Miro a mi alrededor. Está todo muy bien cuidado. La decoración es simple pero exquisita. La luz, ideal. Manteles y servilletas blancos, un pequeño florero con campanillas en el centro de la mesa… Después de diez minutos no sé con qué entretenerme. Cojo el móvil y le mando un mensaje a Sara:

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