«¿Otra vez has perdido las llaves? Un día van a entran en casa y se lo van a llevar todo». Me contesta unos segundos después.
«¿Estás o no estás?». Insisto.
«Estoy llegando».
Nos abre con muy mala cara. Le doy un beso en la mejilla y le pido que no se enfade. Ella suspira, resignada, y le suelta una fresca a Álvaro.
—Estamos en el interior. Ya puedes quitarte las gafas de sol. —Enarca una ceja.
—¿Por qué te caigo tan mal, Clarita? —Pone la cara a la altura de la de mi amiga.
—Paso de ti, Alvarito. —Gira sobre sus Converse y camina hasta el salón.
Empiezan una trifulca sobre quien odia más a quien que dura más de diez minutos. Paso de ellos, me meto en mi habitación, me quito los zapatos y me tiro sobre la cama. Como en un acto reflejo, toqueteo la pulsera que siempre me acompaña (una cadenita de plata con varios objetos colgando que me regaló mi madre) y sonrío. Cojo el libro de Técnica de la mesita de noche y me pongo a estudiar. Solo consigo aprovechar la primera media hora. Después, Álvaro se acomoda a mi lado y me suplica que haga un descanso sin dejar de besarme el cuello.
—Acabo de empezar. —Me remuevo.
—Solo un ratito… —Sigue a lo suyo.
—Algunas personas tenemos que estudiar —lo empujo suavemente—, no gozamos de ese cerebro privilegiado —le toco la cabeza con el dedo.
No hace ni caso, me atrae hacia él, me sonríe, me quita el libro de la mano, lo tira al suelo y se tumba sobre mí.
—Y yo te necesito a ti para seguir cuerdo.
Me besa. Suavemente, despacio, tomándose su tiempo. Me acaricia. Me mima. Me saborea. Yo gozo de su roce y me derrito debajo de él. Me tiene totalmente atrapada, y no sólo hablo en el sentido literal de la palabra. Es tan absolutamente grande lo que siento por él que no puedo describirlo con palabras.
Este es nuestro segundo año juntos y nada ha cambiado desde el primer día entre nosotros. No podemos separarnos el uno del otro, casi vivimos juntos. O estamos en su casa, o estamos en la mía.
Se puede decir que no tiene familia. Sus padres no han fallecido como los míos, pero casi no los ve. Esto me da mucha pena. Yo ni siquiera los conozco. La verdad es que sé muy poco sobre su familia. No se llevan bien y no le gusta hablar del tema, así que yo intento ignorarlo aunque no siempre lo consigo. Lo único que he podido sonsacarle es que su padre no está de acuerdo con la carrera que ha escogido y a lo que quiere dedicar el resto de su vida. Quiero saberlo todo sobre él y que lo sepa todo de mí. Le he abierto mi alma. Le he hablado del dolor por la muerte de mis padres, de la soledad que siento desde entonces, del vacío que se apoderó de mí y que sólo él ha conseguido llenar de alguna manera. Del daño que sentí en mi corazón y de lo resentido que está todavía. Todo. Quiero que lo sepa todo. Que él fue quien me abrió el espíritu, quien hizo que el dolor se atenuara, quien recompuso los pedazos poco a poco y quien ocupa la mayor parte de mis pensamientos y mis ilusiones.
Tras hora y media de saciarnos el uno del otro, nos abrazamos. Me gustaría que el tiempo a su lado restase y no sumara, que no acabara nunca este momento, ni ninguno de los que paso a su lado.
—¿En qué piensas, nena?
—En todo lo que te quiero —me aprieta más contra él y suspira—. ¿Sabes?— sigo—, aún espero que se cumpla el deseo que pedí la noche de la lluvia de estrellas... ¿Qué pediste tú? —Me agarra los pechos y los masajea suavemente.
—Esto...
Abro la boca sin saber qué decir. Lo siento reír sobre mi cuello. Le doy una patada y lo empujo al borde de la cama muerta de risa.
—Serás idiota... —le tiro un cojín y se vuelve a acercar a mí.
—Te quiero, nena —me da un corto beso en los labios. Se levanta y se va. Escucho cómo se despide de mi compañera de piso y cierra la puerta.
No puedo ser más feliz.
*******
Actualidad.
Estoy muy cómoda en el pecho de Alejandro, pero, por mucho que esté disfrutando este momento, no voy a permitir que tenga la oportunidad de echarme de su lado, otra vez. Así que, aunque no es lo que deseo, me voy a ir yo.
Levanto la cabeza y, aún jadeando, me separo de su cuerpo despacio. Sale de dentro de mí y se retira. Me bajo de la mesa, tiro de la falda hacia abajo y busco con la mirada mi destrozado tanga. Está completamente roto bajo la mesa. Me agacho, lo cojo y lo guardo en el bolso que aún llevo colgado.
Alejandro todavía no ha dicho nada. Lo miro. Está apagando algunos monitores y se está poniendo la chaqueta. Voy a decir adiós, pero en ese momento me da una toallita húmeda y me dice que me limpie.
—Gracias, prefiero ir al baño.
—Esa puerta de ahí —la señala.
Entro, demasiado deprisa, y cierro la puerta. Me lavo y vuelvo a salir. No quiero tardar demasiado. No sé hacia dónde ir. Me decido por la puerta de salida.
—Tenemos que hablar —suena a una orden.
No sé exactamente de qué. Tal vez sea del hecho de que se ha corrido varias veces dentro de mí en las últimas horas y no ha utilizado preservativo y, en realidad, no sabemos nada el uno del otro. Es un tema peliagudo, pero necesario aclarar. Yo puedo ser una descerebrada que busca atraparlo y él tiene pinta de haber recorrido mucho mundo. Me vuelvo y voy directa al grano:
—Tomo la píldora —parece que no está sorprendido. Ni del tema que le he sacado, ni del hecho de que la tome.
—Me dejas mucho más tranquilo —dice en un tono demasiado sarcástico.
Parece que no era eso de lo que quería hablar.
—Y tú deberías ponerte condones para fo... —levanto la voz.
—Yo no follo sin condón —me corta—. Y modera tu lenguaje, señorita.
Voy a obviar esto último que ha dicho.
—Pues cualquiera lo diría..., creo que en las últimas veinticuatro horas se te ha olvidado usarlo... —me pongo a contar con los dedos— bastantes veces.
Viene hacia mí decidido, me coge de la mano y tira.
—Vamos, hoy duermes en mi casa.
—Yo creo que no —digo mientras me suelto, pero me vuelve a agarrar.
—Estoy seguro de que sí —ruge, pero me vuelvo a soltar.
—¿Por qué debería?
Me vuelve a coger. Esta vez sobre sus hombros. Durante unos segundos me quedo paralizada y al momento siguiente empiezo a patalear.
—Suéltame. Suéltame, ¡joder!
Camina hacia el fondo de la habitación. Le da a un botón y se abre un ascensor ante nosotros. No me había dado cuenta de este pequeño detalle. Entramos, me suelta frente a él, apoya mi espalda sobre el espejo y se agacha lo suficiente para dejar sus ojos a la altura de los míos.
—No deberías... —dice como si también estuviera seguro de que no me conviene acercarme a él, como si me estuviera advirtiendo—, pero no puedes hacer otra cosa. Intentas alejarte de mí, pero tu cuerpo no puede evitar necesitarme.
Ha definido exactamente lo que siento, pero me da la sensación de que no sólo habla de mí.
Salimos del ascensor cogidos de la mano. Llega directamente a un garaje privado donde sólo hay tres coches. Nos subimos a un BMW serie 7. ¿Colecciona esa marca como cromos? Cuando me suelta, me doy cuenta de lo fuerte que me tenía agarrada.
No hablamos por el camino. Aprovecho el trayecto para analizar lo que me ha dicho unos momentos antes. Es verdad que mi cuerpo necesita estar con él de manera desesperada, pero no creía que se hubiera dado cuenta. A veces soy un libro abierto. O ha aprendido a leer demasiado rápido cada uno de mis sentimientos.
«No flipes, Dani. No tienes sentimientos hacia él».
Lo miro y parece que está enfadado. Aprieta tanto el volante con las manos que tiene los nudillos blancos. Pero enfadado por qué. Este hombre morirá de un ataque al corazón más pronto que tarde. Parece que está debatiendo la idea de llevarme con él, o alejarse de mí. Pues ya somos dos. No hace falta que le dé tantas vueltas. Que me lleve a casa y se aparte. No ha dicho que no pueda hacerlo, sólo se ha referido a mi necesidad de él, nunca a su necesidad de mí.
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