Paramos ante el edificio del Círculo de Bellas Artes. Me encanta venir aquí, lo visito un par de veces al mes. Me impregno del arte de toda clase de artistas y sus obras me abren la mente y me ayudan a ver las cosas desde otra perspectiva. Pero... no entiendo qué hacemos aquí. Creí que iba a llevarme a cenar. Bajamos del coche, le da las llaves a un hombre al que llama Carlos, parece que nos estaba esperando y le indica que le mandará un mensaje cuando lo necesite.
Posa su mano derecha bajo mi espalda, me empuja suavemente y comienzo a caminar junto a él. Es una necedad y muy sutil, pero me domina, es así de simple. Me da la mano y me insta a que entre delante de él.
—¿Qué hacemos aquí?
—Mi niña curiosa... —me besa los nudillos.
«¿Mi... niña?». Coge la pala y recógeme del suelo.
Subimos en uno de los ascensores y salimos a una terraza enorme e iluminada. Sabía que estaba aquí, pero nunca había subido. No la conocía. Es maravillosa. Desprende lujo y elegancia. Segrega romanticismo con esas ristras de pequeñas luces encendidas y mucha vegetación. Huele maravillosamente bien, a primavera, aunque estemos en octubre. Frente a nosotros se postra la diosa Minerva y más allá, a lo lejos, puedo ver la Castellana, la Puerta de Alcalá, Gran Vía y la Cibeles. Esto es un lujo para todos los sentidos, pero especialmente para la vista.
Estamos completamente solos. Sólo veo a un camarero que en estos momentos se acerca sonriendo hasta nosotros.
—Buenas noches, señor Fernández —hace una pequeña reverencia con la cabeza—. Acompáñenme, por favor.
Mis pies no se mueven hasta que Alejandro no tira sutilmente de mí. Estoy impresionada y conmovida. Ha organizado esta cena, en este sitio y se ha encargado de que lo tuviéramos sólo para nosotros. Le ha tenido que costar una pasta y un par de influyentes llamadas telefónicas para conseguirlo, y en tan poco tiempo. Pero lo que más me emociona y, al mismo tiempo me perturba, es que haya hecho todo esto por... mí. Debe significar algo, ¿no?
Nos sentamos en una mesa muy pequeña adornada con una vela y unas pocas margaritas blancas. Son mis preferidas. Qué casualidad. Me recuerdan a mi niñez, a las tardes en la casa del pueblo de mi abuela. Rodeada de mi familia, de mis... padres.
Estamos uno frente al otro, pero podemos tocarnos con facilidad. Nuestras piernas se rozan bajo la mesita.
—Alejandro, esto es... demasiado —le acaricio la mano y después la aprieto.
—Todo, nena —me guiña un ojo.
No sé qué quiere decir con «todo», pero es la otra palabra la que me deja petrificada: «Nena». Me conmuevo y algo se remueve en mi interior. Hace mucho tiempo que nadie me llama así. Sé que es un apelativo muy común, pero para mí tiene mucho significado. Estoy...
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Seis años antes.
—¡Nena¡ ¡nena! —me giro y antes de darme cuenta lo tengo sobre mí, me ha cogido en brazos y estoy dando vueltas abrazada a su cuello.
—Hemos aprobado Arte Procesual —sonríe—. No nos queda nada, nena. En pocos meses te tendré toda para mí... en nuestro piso en París —me baja y me besa.
París. Un proyecto que teníamos en mente desde hacía un año, el comienzo profesional de nuestras carreras. Estaba muy ilusionada. Era algo que llevaba esperando mucho tiempo. Me entusiasmaba en demasía, pero lo que más me seducía era la idea de irme con él, juntos, a otro país. Empezar algo nuevo y nuestro. Iniciar una vida juntos era lo que deseaba desde que me había dado cuenta de que no podría llamarse vida la existencia lejos de él.
Termina de besarme.
—Tengo que irme, llego tarde a Pintura Mural —me besa la nariz—. Te recojo a las seis —vuelve a besarme y desaparece ante mis ojos igual de rápido que ha llegado.
Ni siquiera me ha dejado decir nada. Me tengo que agarrar a la pared para no caerme de lo mareada que me encuentro. Es un torbellino que se llevó todo lo malo de mi vida, una tormenta que arrasa mi día a día, un remolino de sentimientos que me superan, un ciclón que invade mi mente a cada segundo haciéndome feliz. Llegó y trastocó mi existencia, y nada ha vuelto a ser igual. Todo fue... muchísimo mejor.
Son más de las seis de la tarde. Concretamente las seis y veinte y Álvaro todavía no ha llegado. Estoy dando vueltas por mi piso sin saber muy bien qué hacer. He terminado de preparar la mochila con un poco de ropa antes de las cinco. Desde entonces estoy esperando. Le he mandado un par de mensajes y no me ha contestado. Vamos a pasar el fin de semana a una casa en el campo que tiene su familia no muy lejos de aquí. No sé exactamente dónde. No me ha dicho nada. Quiere darme una sorpresa. Ese era el plan.
Dos minutos después de la última vez que miré la pantalla de mi móvil, lo vuelvo a hacer. La observo como si tuviera la culpa de su tardanza. Son las siete de la tarde y mi estado de nerviosismo ha pasado a un casi ataque de pánico. No es normal que haga esto. Siempre estamos conectados. Si no estamos juntos, nos enviamos mensajes. Nunca pasa más de una hora entre envío y envío aunque no tenga nada que decirme. Está claro que ahora tiene que darme alguna explicación, así que no entiendo por qué no me llama.
Después de quince minutos más de desesperación, llamo a un par de compañeros de clase para ver si saben algo de él. Sergio, uno de ellos, me dice que salió de clase a las once de la mañana para contestar una llamada telefónica y que no volvió a entrar ni para recoger sus enseres de pintura. Se marchó. Pero no sabe dónde. Después de eso, nadie ha vuelto a verle por la facultad.
A las nueve lo he llamado veinte veces, le he enviado varios correos y mensajes de texto. No me quedan pelos en la cabeza ni uñas en los dedos. Me he tomado tres valerianas y cuatro tilas, pero no han servido de mucho. No han servido de nada.
A las diez no puedo parar de llorar. Mi mente es muy imaginativa y lo vislumbra de la peor forma posible. Estoy tentada de llamar a los hospitales. Son miles las conjeturas que pasan por mi cabeza.
A las doce, me he tenido que tomar un tranquilizante de los que tengo guardados en el fondo del cajón de la mesita. Hacía años que no los necesitaba, pero esta es una buena ocasión para hacer uso de ellos. A la una de la mañana estoy totalmente drogada y no puedo parar de llorar. Tirada sobre mi cama, espero que el sueño me venza y la oscuridad se apiade de mí. Necesito dormir y dejar de martirizarme. Mi mente va a mil por hora y necesito que pare, dejar de imaginar las mil y una circunstancias, todas de ellas catastróficas, en las que se puede encontrar Álvaro.
El sábado por la mañana no me encuentro mejor. Clara, mi compañera de piso, intenta consolarme, pero sabe que es imposible que pueda dejar de preocuparme. No encuentro otra explicación que no sea la de que le ha pasado algo y, como no conozco a su familia ni ellos sabrán de mí, nadie me ha avisado de nada.
Deambulo durante todo el día por el piso. Por la tarde le pido a Clara que me acompañe a casa de Álvaro. Estoy casi segura de que no estará allí, por eso no he ido antes, pero tengo que comprobarlo y descartar la opción de que esté tirado en la bañera, con un golpe en la cabeza y desangrándose. Sí, así son todas las opciones que baraja mi mente. Fatales y sin un final feliz.
Frente a su puerta, me tiembla tanto el pulso que soy incapaz de meter la llave en la cerradura. Clara me la quita de las manos, la introduce y gira. Voy directa al cuarto de baño de la habitación. El dormitorio está todo destartalado. Hay ropa tirada sobre la cama y zapatos esparcidos por el suelo. El armario está abierto y no encuentro su mochila. Parece como si hubiera tenido que hacer el equipaje corriendo. Tenía que haber hecho la maleta para irnos de fin de semana, pero de ninguna manera hubiera dejado todo así. El piso de Álvaro siempre ha estado recogido y limpio. Él no dejaría la habitación de esta manera. El resto del piso sigue en orden y en su sitio.
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