Amante del riesgo, decido salir y enfrentarme a la situación. Sí, lo sé, normalmente huyo de ellas, pero mi necesidad de él me hace más fácil la tarea de salir del coche e ir en su busca. Me pongo a su lado. Ha parado de dar vueltas sin sentido cuando me ha escuchado cerrar la puerta del copiloto de un portazo.
—Llevas razón. Debería alejarte de mí —dice en un susurro y casi no lo escucho, está hablando más para él que para mí.
Debate consigo mismo. No lo conozco, pero esta faceta suya la he visto varias veces en los últimos días y puedo asegurar que mantiene consigo mismo una dura lucha. Intento conectar nuestras miradas, pero no lo consigo.
—Vamos —me agarra del brazo y tira de mí—. Te voy a llevar a casa. Se ha terminado. Esto ha sido un error.
Me cuesta respirar. Mi cuerpo se ha descompuesto al escuchar sus palabras y, como ya es costumbre, desconecta cuando algo le hace daño, así que no me he dado cuenta de que estoy sentada dentro del coche, inmóvil y parada frente a mi apartamento. El claxon de un coche pasando a toda velocidad a nuestro lado me saca de mi ensoñación.
Abro la puerta, salgo y cruzo la calle. No espero que me detenga. Al fin y al cabo está haciendo lo que le he pedido. Llevarme a casa y alejarme de él. Y lo ha hecho al pie de la letra. Pero su frialdad y lejanía durante el trayecto me hacen temer lo peor. En estos pocos días también he aprendido de él otra cosa: cuando toma una decisión, la lleva a cabo sin dudarlo. Me temo que acaba de decidir alejarse de mí para siempre.
«Es lo mejor, Dani». Me repito mientras cruzo la carretera. Antes de abrir con la llave el portal, giro la cabeza y lo veo. Aún no se ha movido. Está dando puñetazos al volante y en el silencio de la noche puedo oír cómo se desahoga gruñendo palabras malsonantes. Sí, se va a alejar, pero todo me hace sospechar que no le va a ser más fácil que a mí.
El domingo pasa sin pena ni gloria. Sara no ha traído a nadie a casa y eso me parece una novedad. Algo está pasando y yo me lo estoy perdiendo. Anoche salió con Roberto y Sofía. No la escuché llegar, así que la juerga debió de durar bastante. Yo no conseguí cerrar los ojos, desconectar y dejarme atrapar por el sueño hasta altas horas de la madrugada. Han sido las cuarenta y ocho horas más intensas de mi vida. En todos los sentidos. Así que el domingo lo dedico a descansar. Nada reseñable que merezca destacar en ese día. Bueno, sí. Alex ha cumplido su promesa y no he tenido noticias de él. Sé que no las tendré. Un hombre de negocios siempre cumple su palabra. Y él lo es.
El lunes por la mañana, me despierto y leo un mensaje de Fernando preguntándome si estoy saliendo con Alejandro Fernández. Sólo dice eso. No entiendo cómo ha podido enterarse. De todas formas, sea como sea, lo han informado mal. No estamos saliendo, ni lo hemos estado haciendo. Sólo nos hemos acostado unas diez veces desde el jueves, me ha vuelto loca, me ha atrapado y, ahora, me ha abandonado y yo siento que estoy locamente enamorada de él. Nada que no esperase. Esto ya lo supe la primera vez que lo vi. No puedo culpar a nadie. Yo fui la que no salió corriendo en dirección contraria a este ciclón que me iba a dejar tocada. Entono un mea culpa de los muchos que se entonan en la vida.
No es para tanto. Me digo y me repito que se irá como ha venido. Como un tsunami. Tiene que ser así. Si para olvidar a alguien únicamente se necesita el doble de tiempo del que has estado con él, yo voy a necesitar... cuatro días. Intento convencerme. Puedo hacerlo.
No contesto a Fernando. No tiene que decirme con quién salir o con quién no. No es asunto suyo. Él hace su vida y yo la mía. Nunca le ha importado con quien me acueste o me deje de acostar, no sé por qué ahora ha de interesarle.
A las seis salgo de trabajar y voy directamente al gimnasio. Voy a volver a asistir a las clases de yoga. El cuerpo y la mente me lo piden a gritos. Entro en el establecimiento y lo primero que diviso es a "la razón de peso". Sí, la razón de peso por la que dejé de venir. Me agacho detrás del mostrador y rezo para que no me haya visto. Todavía puedo arrastrarme desde aquí hasta la sala cinco cual serpiente por el desierto y conseguir pasar desapercibida. Gateo y avanzo unos cuantos metros, creo que lo he conseguido y estoy a punto de aplaudir mis grandes ideas cuando choco con unas robustas piernas y toda mi alegría se va al garete. Están paradas frente a mí, claramente cortándome el paso. Alzo la mirada y... ¡mierda!, me ha pillado, ¡qué vergüenza!
—¿Dani? —me mira desde arriba, está sudado y lleva una toalla alrededor del cuello. No es tremendamente guapo como mi dios del sexo…
«Para, Dani. No pienses en él». Pero su cuerpo musculado de monitor de gimnasio no tiene nada que envidiarle al mismísimo Jean-Claude Van Damme en sus mejores tiempos. Obligado preguntarse por qué no me apunto a otro centro deportivo si no quiero encontrarme con este maromo. La respuesta es muy sencilla: está al lado de casa y la matrícula me costó bastante cara y, por supuesto, la razón de peso no es tan importante como para alejarme de este sitio también. Aquí conozco a la gente y he hecho un par de amigas.
—¿Qué haces ahí tirada? —pregunta. Me pongo de pie con la poca dignidad que me queda.
—Eeehhh... había perdido... algo —atino a decir.
—Vaya, creí que no te vería nunca más por aquí —cambia de tema, afortunadamente.
—Sí, bueno. Siguen dando clases de yoga. No es tan raro.
—Lo raro es que desaparecieras. ¿Por qué fue, Dani? —susurra de manera íntima.
En otro momento estaría ya suplicándole que me llevara al cuarto de baño y me rompiera las bragas, pero ahora, inexplicablemente, sólo quiero que me deje en paz. ¿Qué ha cambiado tanto? «Sabes exactamente qué, pero no vas a reconocerlo».
—¿Por qué llamaste a Fernando?
—Me tenías preocupado. No me gustan tus nuevas compañías.
—Jose, aléjate de mí. Tus juegos no me van.
Me coge de la mano y me acerca a él.
—Ya te he dicho que lo siento. Eras tú la que no quería exclusividad.
No pienso volver a explicárselo. De un tirón me suelto y me voy. Busco desesperadamente la clase de yoga. La necesito. Es una verdad indiscutible.
Salgo del gimnasio bastante más tranquila. No he vuelto a ver a Jose y la clase de yoga me ha dejado destrozada. El yoga relaja, sí, porque te deja tan cansada que tu cuerpo, después de una clase intensiva, sólo quiere dormir y olvidar el dolor de todas las partes del cuerpo, alguna de ellas desconocidas hasta el momento.
Cojo el autobús y me siento en la última fila. Saco el móvil y veo dos llamadas de Fernando y un mensaje de texto:
"Dani, necesito hablar contigo. Llámame cuando leas esto. Es importante".
Levanto la mirada y me doy cuenta de que un hombre me mira fijamente. Lleva así desde que entré. En cuanto percibe que lo estoy mirando, gira la cabeza hacia otro lado.
Bajo del autobús y sólo tengo que caminar unos cien metros hasta llegar a mi portal. Voy a paso ligero. Siento que alguien me sigue. He vuelto la cabeza un par de veces, pero no he visto a nadie. Abro la puerta del portal con dificultad, mi estado de ansiedad está alcanzando niveles considerables y subo las escaleras corriendo: «A la mierda lo conseguido en la clase de yoga».
Entro en el piso y Sara está tumbada sobre el sofá. Llorando... Esto es nuevo. Completamente nuevo e inusual. Es una persona muy alegre y positiva, no muestra sus sentimientos, al menos, no los negativos. Me asusto bastante.
Me acerco a ella y la abrazo. No para de llorar. Estoy un poco preocupada, pero espero a que ella se abra a mí si realmente quiere hacerlo. Si decide callarse, lo aceptaré, entonces la abrazaré y estaré aquí para ella. La acepto tal como es y se muestra, igual que ella ha aceptado mis miedos y mis rarezas.
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