«Se le preguntó en una ocasión: “¡Padre! Usted sufre lo indecible porque ha cometido la imprudencia de ofrecerse víctima, y víctima por toda la humanidad. Usted, Padre, intenta llevar sobre una parte de sus espaldas a la Iglesia, y sobre la otra al mundo corrompido y desconcertado por las fuerzas del mal”.
El Padre Pío no negó nada de lo propuesto, y se limitó a responder: “¡Sí! ¡Sí! ¡Rogad, pues, mucho para que finalmente no termine aplastado por tanto peso!”».[6]
El estigmatizado de San Giovanni Rotondo es para Jesús –como todas las almas víctimas– una «Humanidad suplementaria», en la que Cristo puede seguir sufriendo para gloria del Padre y las necesidades de la Iglesia.
«La Iglesia nace de la muerte de Cristo. Este dato fundamental nos recuerda también un principio de vida eclesial, que precisamente los santos ponen de relieve: un cristiano, cuanto más revive en sí el misterio del Gólgota, tanto más se hace instrumento de Cristo, para que la Iglesia, en él y en torno a él, pueda “renacer” continuamente en la fe, en la santidad y en la comunión».[7]
Salvando almas
El verdadero objetivo del sufrimiento vicario supera ampliamente la asunción puntual de enfermedades y tribulaciones pertenecientes a otra persona, sino que se abre a un panorama mucho más amplio, pues persigue el perdón de las faltas y la conversión de la persona a la que sustituye. Se trata, ni más ni menos, que de satisfacer a la justicia divina para que la misericordia de Dios salve al pecador y le libre de los castigos que había merecido, ya que éstos han sido reparados por el sufrimiento del inocente.
«Oh, Jesús, dame las almas de los pecadores. Que tu misericordia descanse en ellas; quítame todo, pero dame las almas. Deseo convertirme en hostia expiatoria por los pecadores. Transfórmame en Ti, oh Jesús, para que sea una víctima viva y agradable a ti. Deseo satisfacerte por los pecadores en cada momento».[8]
Salvar almas: he aquí el objetivo por el que las almas víctimas ofrecen su sufrimiento reparador, pues el rescate de las almas tiene un precio, un precio muy caro: la sangre de las víctimas. El Padre Pío a veces hacía esta confidencia: «Las almas no se nos dan como regalo: se compran. ¿Ignoráis lo que le costaron a Jesús? Derramó y sigue derramando todos los días lágrimas de sangre por la ingratitud humana. Pues bien, siempre es preciso pagar con esa misma moneda. Repítele continuamente también tú al dulcísimo Jesús: quiero vivir muriendo, para que de la muerte surja la vida que ya no muere, y la vida resucite a los muertos».
Ardiendo de sed para salvar a las almas, el 20 de febrero de 1921 escribió a su superior: «¡Pobre de mí! No logro descansar. Vivo sumergido en la extrema amargura, en la desolación más deprimente por no ganar todos los hermanos al Señor. Siento el vértigo de vivir por los hermanos... todo se reduce a esto: estoy consumiéndome por el amor a Dios y por el amor al prójimo... ¡Cuántas veces, por no decir siempre, me toca repetir: Señor, perdona a este pueblo, o bórrame del libro de la vida!». Se puede decir que el Padre Pío vivió para salvar a los pecadores. Sentía un gran amor por ellos, hasta el punto de pedir al Señor sus sufrimientos, que muchas veces el Señor le concedía.
En una carta del 26 de marzo de 1914, escribía: «Si sé que una persona está afligida, sea en el alma o en el cuerpo, ¿qué no haría ante el Señor para verla libre de sus males? Con mucho gusto cargaría con todas tus aflicciones, con tal de verla a salvo, cediendo a su favor el fruto de tales sufrimientos, si el Señor me lo permitiera».
Teresa Neumann, una estigmatizada alemana del siglo pasado, que ofreció su vida a sufrir por la salvación de las almas, explicaba así su misión: «Mira, el Salvador es justo, y por eso tiene que castigar. Pero es también bondadoso y quiere ayudar. El pecado que se ha cometido tiene que ser castigado. Mas, cuando otro asume el sufrimiento, se satisface a la justicia y el Salvador es libre para desplegar su bondad».[9]
Ante estas palabras, lo más fácil es calificar esta actitud como propia de una debilidad masoquista, que se suele hacer extensiva a toda práctica penitencial basada en infligirse sufrimiento. Pero los testimonios de las almas vicarias contradicen este prejuicio. A pesar de su ofrecimiento como alma víctima, Teresa Neumann nunca escondía su temor a sufrir. A quienes le llamaban la atención sobre este hecho, les respondía: «Mira, el sufrimiento no puede gustarle a nadie. Tampoco a mí me gusta. Ninguna persona ama el dolor, y yo también soy una persona. Pero amo la voluntad del Salvador y, cuando Él me envía un sufrimiento, lo acepto porque Él lo quiere así. Pero el sufrimiento a mí no me gusta».[10]
Parecidas palabras le dirigió el Padre Pío a su hija espiritual Cleonice Morcaldi en cierta ocasión, cuando ésta le interrogaba sobre el sentido de su sufrimiento: «No creas que a mí me gusta el sufrimiento en sí mismo; me gusta y se lo pido a Jesús por los frutos que produce: da gloria a Dios, salva a las almas, libera las del Purgatorio. ¿Qué más puedo querer?».
Todas las almas víctimas tienen como misión salvar a través del amor, no del sufrimiento, pero sólo se consigue la salvación entregándose al sufrimiento para redimir a los demás, como hizo Jesús entregando su vida por amor a nosotros. El Padre Pío también donó su vida para este fin, plenamente aceptado:
«Todo se resume en esto: estoy devorado por el amor a Dios y el amor al prójimo. ¿Cómo es posible ver a Dios que se entristece ante el mal y no entristecerse de igual modo? Yo no soy capaz de nada que no sea tener y querer lo que quiere Dios. Y en Él me encuentro descansado, siempre al menos en lo interior, y también en lo exterior, aunque a veces con alguna incomodidad. Jesús se escoge algunas almas y, entre ellas, en contra de mi total desmérito, ha elegido también la mía para ser ayudado en el gran proyecto de la salvación humana. Y cuanto más sufren estas almas sin alivio alguno, tanto más se mitigan los dolores del buen Jesús. Éste es el único motivo por el que deseo sufrir cada vez más y sufrir sin alivio; y en esto encuentro toda mi alegría».
El apostolado del sufrimiento
Pedir voluntariamente padecer penalidades en lugar de otra persona es la forma más pura de ejercer el sufrimiento vicario, sin duda la más perfecta y difícil, y por eso parece reservada a las almas elegidas de los santos, hasta el punto de que constituye uno de los caminos más directos para alcanzar la santidad. Consciente de que la dureza de este camino no lo hace adecuado ni asumible por la mayoría de los creyentes, el Padre Pío en su correspondencia
desaconsejaba a muchas personas que se ofrecieran como almas víctimas, pues conocía las enormes dificultades de este carisma.
Sin embargo, el carisma de alma víctima dentro de la Iglesia no está destinado solamente a los santos, o a personas de extraordinaria categoría espiritual, aptas para resistir las duras pruebas del sufrimiento vicario. Más bien podemos decir que está abierto y disponible para todos aquellos creyentes que son llamados a esta misión sacrificial por el mismo Cristo, ya que hay otra modalidad más sencilla y asequible de sufrimiento reparador para el común de los mortales, que consiste en ofrecer nuestros propios sufrimientos, es decir, aquellos que nos corresponden por prueba o expiación, con la intención de aliviar o eliminar los padecimientos de otras personas, incluyendo la petición de misericordia para sus pecados, y la conversión y salvación de sus almas.
«A vosotros que sufrís, os pido que nos ayudéis. Pido que seáis una fuente de fuerza para la Iglesia y para la humanidad. En la terrible batalla entre las fuerzas del bien y del mal que nos presenta el mundo contemporáneo, venza vuestro sufrimiento en unión a la cruz de Cristo».[11]
Читать дальше