Laureano Benítez Grande-Caballero - El Padre Pío

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El Padre Pío de Pietrelcina (1887-1968) es mundialmente conocido porque llevó los estigmas de Cristo durante cincuenta años exactos, siendo el único sacerdote estigmatizado de la historia de la Iglesia. Esta obra reflexiona sobre su extraordinaria vida y su mensaje, que tienen muchas enseñanzas que ofrecer a los creyentes del tercer milenio. La espiritualidad del Padre Pío es una llamada a todos los cristianos a recuperar la espiritualidad más auténtica de la tradición de la Iglesia, a poner en práctica las virtudes heroicas y a vivir la pureza de la fe en toda su radicalidad, como él mismo hizo.

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«Os exhorto, hermanos, a que os ofrezcáis vosotros mismos como un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios: tal será vuestro culto espiritual» (Rom 12,1).

El sufrimiento vicario

¿Cómo se definió a sí mismo el Padre Pío? Él mismo confesaba que no era tarea fácil comprenderle, a pesar de la aparente sencillez de su persona: «¿Qué os puedo decir de mí?: soy un misterio para mí mismo». Solía referirse a él mismo diciendo: «Sólo soy un fraile que reza». Pero donde explica mejor la verdadera naturaleza de su misión es en el texto que transcribió en un billete con motivo de su ordenación sacerdotal, el 10 de agosto de 1910, en el cual hace una declaración de principios sobre lo que él deseaba que fuera su más genuina vocación como sacerdote: «Jesús, mi aliento y mi vida, te elevo en un misterio de amor; que contigo yo sea para el mundo Camino, Verdad y Vida; y, para ti, sacerdote Santo y víctima perfecta».

El fraile estigmatizado del Gargano confesaba así desde el comienzo de su ministerio pastoral lo que constituía su carisma más auténtico, su misión esencial en este mundo: ser un alma víctima, compartir la pasión de Cristo para colaborar con Él en la redención del mundo y la salvación de las almas.

El 12 de abril de 1912 escribió a su director espiritual: «Jesús se escoge las almas, y entre éstas, sin ningún mérito mío, ha escogido también a la mía para ser ayudado en el gran negocio de la salvación humana... ¿No le dije que Jesús quiere que yo sufra sin consuelo alguno? ¿No me ha escogido Él para ser una de sus víctimas? Jesús dulcísimo me ha hecho entender todo el significado de víctima... ¡Oh, qué gran cosa es ser víctima de amor!».

El 15 de agosto de 1915 escribió: «Yo no soy capaz de entenderlo; sólo sé con certeza que siento una necesidad continua de decir al Señor: ¡O padecer o morir! Mejor dicho: ¡Siempre padecer y nunca morir!».

Refiriéndose a su entrada en la Orden capuchina, en noviembre de 1922, escribió: «Oh Dios... hasta ahora habías encomendado a tu hijo una misión grandísima, misión que sólo era conocida por ti y por mí... Oh Dios... escucho en mi interior una voz que asiduamente me dice: santifícate y santifica» (Epistolario III, p. 1010). Santificarse en sentido moral, pero también en sentido sacrificial: «Sacrifícate por la santificación y la salvación de las almas». Así pues, tenía conciencia de haber sido elegido por Dios para colaborar en la obra redentora de Cristo, a través del amor y la Cruz.

Después de 25 años de sacerdocio, el Padre Pío volvió a escribir en un billete conmemorativo: «¡Oh Jesús, mi víctima, mi amor! Hazme altar para tu cruz, cáliz de oro para tu sangre, ofrecimiento, amor, oración».

Para él, el sacerdote debe ser otro Cristo, una víctima que entrega su vida para colaborar con el divino Redentor en la salvación de las almas: «No te pido otra cosa que tu Corazón para reposar. No deseo sino participar en tu santa Agonía. ¡Ojalá pudiera mi alma emborracharse con tu sangre y sustentarse con el pan de tu dolor!». «Enciende, Jesús, aquel fuego que viniste a traer a la tierra, para que, consumido por él, me inmole sobre el altar de tu caridad, como holocausto de amor, para que reines en mi corazón y en el corazón de todos».

El 22 de enero de 1953, al celebrar sus cincuenta años de vida religiosa, podrá decir que su vocación se ha cumplido: «Cincuenta años de vida religiosa, cincuenta años fijos en la Cruz, cincuenta años de fuego devorador por Ti, Señor, y por tus rescatados. ¿Qué otra cosa podía desear mi alma, sino llevarlos todos a Ti, y esperar con paciencia que ese fuego devorador queme todas mis entrañas?».

En la teología cristiana suele llamarse sufrimiento vicario al sufrimiento expiatorio de una persona por otra, la cual queda libre de castigo y «redimida» por el sacrificio de la que hace de víctima. El término vicario significa en lugar de, pues la persona que desempeña el papel de víctima asume la representación de la culpable, convirtiéndose así en víctima sustitutoria de castigos que no ha merecido.

La hagiografía cristiana abunda en ejemplos de santos que tuvieron como carisma de santidad su vocación expiatoria, entre los cuales el Padre Pío ocupa un lugar destacado. Las personas que se ofrecen como víctimas propiciatorias suelen llevar una vida llena de padecimientos y tribulaciones: enfermedades físicas, incomprensiones, persecuciones, «noches oscuras», tentaciones... Muchas de ellas recibieron los estigmas de Cristo, y llama la atención el elevado número que murió a una edad temprana. En este sentido el Padre Pío, que vivió 81 años, constituye una excepción.

El fuerte arraigo que tiene esta práctica en el mundo cristiano no es óbice para que muchos creyentes duden de ella, pues les resulta conceptualmente no muy comprensible. En efecto, si partimos de la creencia que afirma que gran parte de nuestros sufrimientos son expiatorios, pues son la consecuencia inexorable de nuestras malas acciones –en el sentido kármico de que toda acción tiene su reacción y toda causa su consecuencia–, sería aparentemente imposible la pretensión de ayudar a nuestros semejantes, ya que éstos deben necesariamente pagar por sus errores, sufriendo íntegramente las consecuencias de sus conductas desviadas. Incluso podría resultar contraproducente, ya que quitarles sufrimientos con nuestra ayuda supondría privarles de las lecciones que necesitan aprender a través del dolor para purificarse y desarrollarse.

Se llega a la misma conclusión si creemos que los sufrimientos son un castigo divino por nuestros pecados: ¿Cómo vamos nosotros a inmiscuirnos en el cumplimiento de la justicia divina? ¿Qué podemos hacer nosotros ante el poder divino, que castiga por su bien a quienes incumplen sus mandatos?

Mas todos sabemos que estas objeciones no tienen una base real, aunque las utilicemos para justificar nuestra indiferencia ante el mal ajeno. Es indudable que las pruebas deben seguir el curso que Dios ha trazado para cada uno de nosotros, mas, ¿acaso sabemos cuál es ese curso? ¿No podría suceder que la Divina Providencia nos hubiera elegido para ser bálsamo de consuelo con el que aliviar las llagas de nuestro prójimo? Si partimos además de la creencia en un Dios cuya misericordia está por encima muchas veces de su justicia, que consuela al que sufre en el mismo desierto de la prueba, ¿no podría ser que necesitara de nosotros para ejercer su misericordia?

El sufrimiento vicario es característico de la tradición cristiana debido a que su hecho central es la experiencia vicaria de un alma víctima de especial relevancia: la del Hijo de Dios, encarnado en Jesús de Nazaret. El Padre Pío, como todos los santos cuyo carisma fue el sufrimiento vicario, se ofreció como alma víctima para imitar a Cristo, para ser alter Christus, y colaborar así en la obra de la redención del mundo.

Las doce horas que transcurrieron entre Getsemaní y el Gólgota, durante las cuales Jesús vivió la tortura de su Pasión y Muerte, conforman un cuadro trágico donde asistimos a una inaudita concentración de dolores y penalidades, donde el sufrimiento alcanzó cotas elevadísimas de crueldad y martirio. Torturado, masacrado, vejado y humillado, Jesús muere en un patíbulo infame, abandonado de todos –incluso de su mismo Padre–, como un malhechor, totalmente fracasado. Su figura patética recuerda al Siervo de Yavé.

Juan Pablo II explicaba en el ángelus del 10 de septiembre de 1989 cómo el Corazón de Jesús se hace víctima por los pecadores: «Jesús, según la palabra del Apóstol Pablo, “fue entregado por nuestros pecados” (Rom 4,25); pues, aunque Él no había cometido pecado, “Dios le hizo pecado por nosotros” (2Cor 5,21).

Sobre el Corazón de Cristo cae el peso del pecado del mundo. En Él se cumplió de modo perfecto la figura del “cordero pascual”, víctima ofrecida a Dios para que en el signo de su sangre fuesen librados de la muerte los primogénitos de los hebreos (Éx 12,21-27). Por tanto, justamente Juan Bautista reconoció en Él al verdadero “Cordero de Dios” (Jn 1,29): cordero inocente, que ha tomado sobre Sí el pecado del mundo para sumergirlo en las aguas saludables del Jordán (Mt 3,13-16 y paralelos); Cordero Manso, “al degüello era llevado, y como oveja que ante los que la trasquilan está muda” (Is 53,7), para que por su divino silencio quedase confundida la palabra soberbia de los hombres inicuos».

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