Si gano, gana toda la Iglesia; pero si pierdo, pierde toda la Iglesia. Si amo mucho, crece el amor en el torrente vital de la Iglesia. Si soy un “muerto”, es la Iglesia entera la que tiene que arrastrar este muerto. Hay, pues, interdependencia.
Dios necesita poner equilibrio entre las ganancias y las pérdidas, entre la cantidad de bien y de mal. Vivimos en una sociedad singular en que ganamos en común y perdemos en común.
Y como en esta “sociedad” hay tanta hemorragia o pérdida de vitalidad por parte de los bautizados inconsecuentes, tendrán que equilibrarse las pérdidas de unos con las ganancias de los otros. Ahora bien, como los bautizados que hacen perder vitalidad no serían capaces de hacer rendir vida a las “cruces”, por eso Dios se ve “forzado” a poner a los buenos en oportunidades dolientes para que les hagan rendir mérito y vida».[3]
El sufrimiento vicario tiene como eje y leitmotiv la aceptación plena de la cruz de Cristo como símbolo del sufrimiento redentor. Pero si el cristiano abraza la Cruz, no es porque le atraigan las torturas, sino porque su Redentor, el objeto de su amor, está ahí, en la Cruz. Los que aman de verdad a alguien desean compartir sus sufrimientos, como prueba suprema de su amor, y por tanto comparten gozosamente su Cruz. Las almas víctimas pretenden, por tanto, la imitatio Dei: si amamos verdaderamente a Cristo, y Cristo está en la Cruz, la mejor prueba de amor que le podemos dar es subir con él a esa Cruz para que, allí crucificados, podamos ser uno con Cristo y colaborar en su obra redentora. «Hermanos: Dios me libre de gloriarme si no es en la Cruz de nuestro Señor Jesucristo, en la cual el mundo está crucificado para mí, y yo para el mundo» (Gál 6,14-18).
¿Por qué Cristo necesita almas víctimas? ¿Es que acaso la obra de la Redención no quedó clausurada en el Gólgota? Está claro que Jesús no necesita de ninguna criatura, pero en sus designios eternos ha preferido servirse de los miembros de su Cuerpo Místico para realizar el plan de la redención. Como afirmó el Papa Pío XII: «Eso realmente no sucede por necesidad o debilidad, sino más bien porque Cristo lo dispuso así para mayor honor de su inmaculada Esposa».
Un día, un discípulo preguntó a su Maestro
—Maestro, ¿por qué los buenos sufren más que los malos?
El Maestro respondió:
—Una vez un labrador tenía dos vacas, una robusta y otra débil. ¿A cuál pondrá el yugo?
—Supongo que a la fuerte –contestó el discípulo.
—Así hace el Misericordioso –respondió el Maestro–: para que el mundo siga adelante, pone el yugo a los buenos.
Quien mejor expresó la unión con Cristo a través del dolor fue el apóstol san Pablo, con una frase famosa que vuelve a incidir en su doctrina del Cuerpo Místico: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24).
Juan Pablo II, en su encíclica Salvifici doloris, explica así las anteriores palabras del apóstol: «Todo hombre tiene su participación en la redención. Cada uno está llamado también a participar en ese sufrimiento mediante el cual se ha llevado a cabo la redención, y por el que todo sufrimiento humano ha sido también redimido. Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también participe del sufrimiento redentor de Cristo.
[...] En cuanto el hombre se convierte en partícipe de los sufrimientos de Cristo –en cualquier lugar del mundo y en cualquier tiempo de la historia–, completa a su manera aquel sufrimiento, mediante el cual Cristo ha obrado la redención del mundo. Este sufrimiento es en sí mismo inagotable e infinito. Ningún hombre puede añadirle nada. Pero, a la vez, en el misterio de la Iglesia como cuerpo suyo, Cristo en cierto sentido ha abierto el propio sufrimiento redentor a todo sufrimiento del hombre. Esto significa que la redención permanece constantemente abierta a todo amor que se expresa en el sufrimiento humano».[4]
Estas palabras ponen de relieve que, al participar en los sufrimientos de Cristo, también participamos en la redención que se ha efectuado a través de ellos. Esto quiere decir que, al ofrecer nuestros padecimientos para «completar» la pasión de Jesús, también estamos ofreciendo nuestros sufrimientos para completar su obra redentora. Este ofrecimiento convierte nuestra Cruz, por tanto, en un sufrimiento vicario.
Decía el Padre Pío de Pietrelcina, que «el Calvario es el monte de los santos, pero de allí se pasa a otro monte, que se llama Tabor». El cristianismo afirma que, cuando el sufrimiento se vive desde la fe –en la conformidad con la voluntad de Dios, en el abandono en sus manos–, y desde el amor –uniéndonos a Jesús en la Cruz y ofreciendo nuestras pruebas con el fin de conseguir misericordia para los que sufren–, se convierte entonces en una Cruz que nos llevará a la visión beatífica del Salvador, al sagrado monte de la transfiguración, al Tabor.
En el Gólgota
La clave de esta victimación vicaria es el amor, y no una querencia por el sufrimiento. El Padre Pío aceptó ser escogido por Jesús como víctima de amor para realizar su tarea redentora, que llevó a cabo con gran misericordia hacia nosotros, sus hermanos, durante toda su vida y aun en los actos cotidianos más sencillos, pero, sobre todo, a través de la santa Misa, donde participaba realmente en la pasión de Jesús.
«Amor, sufrimiento y salvación, esa fue la misión de Cristo en la tierra, y esa debía ser la misión del Padre Pío en la tierra, imitando a su señor Jesús. Imitación por participación otorgada por pura gracia, y no por imitación a fuerza de voluntad y de perfección alcanzada».[5]
El Padre Pío creía que su destino en la Tierra era amar a Dios y a su prójimo a través del dolor, igual que Jesús crucificado, con la intención no sólo de quedarse al pie del monte Calvario, sino de subir a la misma cruz de Cristo, para vivir allí crucificado con Él: «¡O amar a Dios o morir! ¡Dios mío!: yo te pido fuerza para sufrir, desnudo de todo consuelo humano. Me siento ahogado en el piélago inmenso del amor al amado».
Guiado por ese amor, el Padre Pío eligió la Cruz: «Sed amantes de la Cruz. La prueba de amor más segura consiste en padecer por el amado y si un Dios padeció por amor tantos dolores, el dolor que se padece por Él se vuelve tan amable cuanto el amor».
Desde los comienzos de su vocación, el Padre Pío estuvo convencido de que la Cruz no es sólo una condición que Jesús nos impone para seguirle, sino que es la ocasión más real y autentica de pertenecer a su reino: uno es en verdad cristiano sólo en la medida en que acepta la cruz como deseo fundamental de vida, para imitar a Jesús: «El prototipo, el ejemplar en el cual es preciso mirarse y modelar nuestra vida es Jesucristo; pero Jesús ha escogido por bandera la cruz, y por ello quiere que todos sus discípulos sigan la senda del Calvario, llevando la cruz para después morir en ella. Sólo por este camino se llega a la salvación».
Ya en sus primeros tiempos había aceptado plenamente la invitación a cargar con la cruz y subir al Calvario, para compartir así los dolores de ese Cristo sufriente a quien tanto amaba. Esto escribía en una carta de 1913: «Sí, yo amo la cruz, la cruz sola, y la amo porque la veo siempre sobre las espaldas de Jesús. Y Jesús sabe muy bien que toda mi vida, que todo mi corazón se ha entregado completamente a Él y a sus penas.
Solamente Jesús puede comprender mi pena cuando se presenta a mi vista la escena dolorosa del Calvario. Nunca entenderemos del todo el alivio que se da a Jesús no solamente al compadecerse de sus dolores, sino también cuando encuentra un alma que por amor suyo no le pide consuelos, sino ser partícipe de sus mismos dolores».
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