Si traducimos «pecado» por la idea oriental de «karma», esta visión de Cristo como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» también es compartida –aunque parezca sorprendente– por gran parte del esoterismo de lo que se ha venido en llamar «Nueva Era»:
«Jesús, por su naturaleza divina, estaba libre del karma colectivo de la raza y del mundo. La absoluta carencia de karma le eximía de la necesidad de pasar por los dolores humanos que son parte del karma colectivo [...].
Pero él quiso sufrir todo ello de su propia voluntad, para cumplir la obra que ante sí veía como Salvador del Mundo. Para que Jesús desempeñara su función como Redentor y Salvador de la humanidad era necesario que cargara sobre sí el karma de la raza, o sea que acumulara sobre su cabeza “los pecados del mundo”. Antes de levantar la carga que pesaba sobre el linaje humano, debía ser un hombre entre los hombres [...]. Le era necesario cargar con el peso de la vida terrena para salvar a los moradores de la tierra.
Después de su prolongado ayuno y los días de meditación, tuvo ocasión de asumir el karma del mundo. En aquella formidable lucha espiritual, la más tremenda que presenció la tierra, Jesús encorvó delicadamente sus hombros para cargar sobre su espalda el peso del pecado. En aquel momento, las almas de los hombres recibieron un beneficio incomprensible para el ordinario entendimiento. La potente alma de Jesús se ligó voluntariamente al karma humano, alentada por el puro Espíritu, con objeto de aliviar parte del peso kármico y emprender la obra de adelantamiento y redención de la humanidad».[2]
El Cuerpo Místico
Aunque la práctica del sufrimiento vicario se asocia tradicionalmente con el cristianismo, no es exclusivo de él. Por más que parezca asombroso, también existe en las tradiciones orientales, aparentemente regidas por la implacable ley kármica de causa-efecto que asigna un carácter estrictamente individual al sufrimiento, el cual, a simple vista, no puede ser perdonado, mitigado, ni redimido.
En la doctrina del Budismo Mahayana –una de las dos ramas en que se escinde el budismo. Significa «Gran Camino», y consiste en una interpretación del budismo menos estricta que la contenida en el Budismo Hinayana, o «Pequeño Camino»– se formula con claridad la teoría del sacrificio vicario, al cual se le da el nombre de Parinamana.
Literalmente, Parinamana significa «doblar hacia», «liberar», «transferir» o «renunciar». Consiste, pues, en renunciar en bien de otro, en sacrificar los propios intereses en beneficio de los demás, en expiar el mal karma del prójimo mediante las buenas acciones propias, o en cambiarse por el que debería padecer su propio karma.
Al ser que realiza el Parinamana se le llama en la terminología budista Boddhisattva, el cual renuncia a su propio nirvana para ayudar a los demás a liberarse de su sufrimiento. Esta es la idea que late en las siguientes palabras del Padre Pío: «Mi misión es consolar y aconsejar a los afligidos, especialmente a los afligidos de espíritu. ¡Oh, si pudiera barrer el dolor de la faz de la tierra! Amo a mis hijos espirituales tanto como a mi alma, y aún más. Al final de los tiempos me pondré en la puerta del Paraíso, y no entraré hasta que no haya entrado el último de mis hijos».
En tanto que quiere volcar sobre la humanidad doliente cualquier mérito que puede corresponderle por sus actos de bondad, cargando sobre sí el peso del mal que pueda sobrevenir a sus ignorantes y autodestructores hermanos, recuerda a los «siervos de Yavé». El Boddhisattva es equivalente, pues, a la misericordia divina de las religiones teístas. La doctrina del karma es implacable: es la ley de la naturaleza, inflexible y despiadada, la justicia absoluta; Parinamana es como el corazón de un ser religioso llenado con lágrimas, el amor absoluto. Es el equivalente budista del sacrificio crístico, del sufrimiento vicario.
La base de esta teoría –que sirve también para explicar el misterio del sufrimiento vicario– consiste en considerar al Universo como un gran sistema espiritual compuesto de seres que son los múltiples reflejos fragmentarios del Absoluto –Dios–. Si «Todo es el Uno», las partes de este sistema están tan íntimamente unidas e interrelacionadas que, cuando alguna de las unidades que lo componen es afectada en alguna forma, ya sea buena o mala, todas las demás partes o unidades son arrastradas en la conmoción general que se produce, compartiendo un destino común. Cuando se vive en esta conciencia cósmica –crística, para decirlo con lenguaje cristiano– se siente que los demás forman parte de uno mismo, o que son repeticiones diversas de uno mismo, el mismo yo modificado por la naturaleza en otros cuerpos. «El que hace sufrir al prójimo se causa daño a sí mismo. El que ayuda a los demás se ayuda a sí mismo» (León Tolstoi).
Incluso existe una corriente de pensamiento que considera a nuestro planeta como un organismo vivo, al cual se le da el nombre de Gaia, formado por la totalidad de los seres vivos que pueblan la Tierra, unidos por lazos que superan los vínculos puramente ecológicos.
Si en nuestro plano espiritual de existencia las cosas están tan íntimamente relacionadas unas con otras, ¿por qué no podría el mérito de nuestras propias acciones compensar o destruir el efecto de un mal karma creado por una mente ignorante? ¿Por qué no podríamos sufrir por la causa de otros y aligerar, aunque sea en escasa medida, el peso del mal karma bajo el que gimen el débil y el ignorante, salvándoles así de la maldición que ellos mismos generaron? Todas las cosas proceden de una misma fuente; cuando otros sufren, también yo sufro; ¿por qué no podría entonces el sacrificio mitigar de algún modo la severidad del karma? En esto consiste el Parinamana.
Aunque esta teoría monista basada en la No-dualidad puede parecer exclusiva de la filosofía oriental, una modalidad de ella ha pasado a la teología cristiana, donde se la conoce bajo el nombre de «Cuerpo Místico de Cristo», fundamentada en la creencia de que la comunidad de los creyentes forma un organismo vivo cohesionado por relaciones de interdependencia, donde lo que le sucede a una parte repercute en toda la Iglesia, del mismo modo que todo cuanto afecta a un miembro del cuerpo físico tiene influencias en todo el organismo
San Pablo, en su primera Carta a los corintios, formula claramente esta doctrina: «Porque así como, siendo el cuerpo uno, tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo [...]. De esta suerte, si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan» (1Cor 12,26).
En el ser humano existe una predisposición innata a la expiación, al sufrimiento como redención de faltas. Los psicólogos pueden llamarla alienación o masoquismo. Para un cristiano o cualquier creyente de otras religiones es más una necesidad de trascendencia, de apertura a un misterio, a una realidad que nos sobrepasa. Cada ser humano tiene en su interior un «pequeño salvador» latente.
«He conocido innumerables personas, acosadas por enfermedades y desgracias, que sentían paz y serenidad solamente pensando que estaban colaborando con Jesús en la redención del mundo. Les daba infinito alivio ofrecer sus dolores por la solidaridad salvadora. En cuántos enfermos incurables, postrados en los hospitales, al mirar ellos el Crucificado y pensar que compartían sus dolores por la salvación del mundo, he visto en sus ojos una paz profunda y una extraña alegría.
Todos los bautizados del mundo estamos misteriosamente intercomunicados. El misterio opera por debajo de nuestra conciencia. Una vez injertados en este árbol de la Iglesia, la vida funciona a pesar de nosotros [...].
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