Laureano Benítez Grande-Caballero - El Padre Pío

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El Padre Pío de Pietrelcina (1887-1968) es mundialmente conocido porque llevó los estigmas de Cristo durante cincuenta años exactos, siendo el único sacerdote estigmatizado de la historia de la Iglesia. Esta obra reflexiona sobre su extraordinaria vida y su mensaje, que tienen muchas enseñanzas que ofrecer a los creyentes del tercer milenio. La espiritualidad del Padre Pío es una llamada a todos los cristianos a recuperar la espiritualidad más auténtica de la tradición de la Iglesia, a poner en práctica las virtudes heroicas y a vivir la pureza de la fe en toda su radicalidad, como él mismo hizo.

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«El Padre Pío recibió los estigmas en su cuerpo, como Cristo, para destruir los pecados y los sufrimientos del mundo contemporáneo» (Cardenal Corrado Ursi).

«Con Cristo estoy crucificado: y no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gál 2,20).

Viacrucis

Como todas las almas víctimas, el Padre Pío realizó su misión vicaria de expiación a través del sufrimiento. En el mes de junio de 1913 escribía al Padre Benedetto, su director espiritual: «El Señor me hace ver, como en un espejo, que mi vida futura no será más que un martirio» (Epistolario I, p. 368).

Esta premonición del Padre Pío se cumplió plenamente a lo largo de toda su vida, que se convirtió en un auténtico viacrucis bajo el peso de sufrimientos abrumadores, tanto físicos como morales y espirituales.

«Me encuentro levantado no sé cómo en el ara de la Cruz desde el día de la fiesta de los santos Apóstoles, sin jamás descender ni por un instante. Anteriormente era interrumpido el suplicio algún instante, pero, desde aquel día hasta aquí, el sufrimiento es continuo, sin interrupción alguna. Y este penar va siempre en aumento. ¡Fiat!» (carta del 21 de julio de 1918).

Las enfermedades sufridas por el Padre Pío fueron documentadas en un memorial enviado al Vaticano por el doctor Miguel Capuano, su último médico. El doctor Capuano ejerció su profesión en San Giovanni Rotondo durante cincuenta años, cuarenta de los cuales al lado del Padre Pío y, poco antes de morir, firmó página por página un largo informe científico, en el que anotó con escrupulosidad una larga serie de enfermedades padecidas por el fraile de los estigmas:

«El Padre Pío –se lee en el informe– perdía algo así como un vaso de sangre cada día. Tenía fiebres que a veces alcanzaban los 44-45 grados, las cuales se podían medir solamente con termómetros especiales. A la bronquitis crónica, que tuvo desde niño, se habían añadido el asma y una pleuritis exudativa, enfermedad que dejaba al Padre Pío sin respiración a causa de las terribles punzadas en el costado. Sufría también de pulmonía y bronco-pulmonía dos veces al año, en las estaciones intermedias; de úlcera péptica, con espasmos, vómito y ayuno forzoso. Más tarde aparecieron los cólicos de los cálculos renales, que le hacían gritar durante horas al punto de invocar la muerte. No faltaban las enfermedades –por así decirlo– ligeras, como la artritis, la artrosis, la descalcificación de los huesos de toda la columna, la rinitis hipertrófica, la faringitis y la laringitis purulenta, la otitis, la sinusitis, y las fuertes migrañas.

Además, el Padre Pío no veía bien, al punto que no podía releer sus propios escritos y, en los últimos años de su vida, fue afligido por un epitelioma en el oído izquierdo que no le permitía dormir de aquel lado. Tenía un quiste en la parte derecha del cuello, que le impedía girar la cabeza, y luego aquella hernia en la ingle derecha que en 1925 le llevó a la operación, la cual le fue practicada sin anestesia, porque el Padre Pío tenía miedo a que, bajo los efectos de los fármacos, los médicos aprovecharan para escudriñar sus llagas, que llevaba rigurosamente cubiertas».[15]

A este terrible cuadro clínico hay que añadirle los dolores continuos que padecía debido a sus estigmas, la escasísima cantidad de comida que ingería –a todas luces insuficiente para cubrir sus necesidades diarias, hasta el punto de que durante períodos largos de tiempo solamente se alimentaba de la Hostia–, sus mortificaciones, las largas horas de permanencia en el confesionario, y el hecho de que apenas dormía. Un médico llegó a decir, asombrado ante la pasmosa resistencia de aquel fraile que llevaba una vida increíblemente activa a pesar de sus sufrimientos físicos, que para la medicina «el Padre Pío está biológicamente muerto».

Junto a estos sufrimientos físicos, el Padre Pío también padeció sufrimientos de orden moral y espiritual. Aparte del dolor que experimentaba viendo la decadencia moral del mundo, durante toda su vida fue asaltado por unos lacerantes escrúpulos, que le atormentaban de tal manera que incluso –aunque parezca increíble decirlo– ¡le llevaron a albergar serias dudas sobre si se iba a salvar o no! Esta prueba, inexplicable en alguien tan tocado de gracias sobrenaturales, era aceptada por él como venida de Dios, y tenía por objeto preservarle de la soberbia.

«No se trata de desesperanza –le decía en una carta a su confesor–, pero no lo entiendo. Es terrible. No sé cómo el Señor puede permitir todo esto. Me veo a disgusto en todo, y no sé si obro bien o mal. No se trata de escrúpulos, sino de que la incertidumbre de agradar o no al Señor me aplasta. Y eso en todo y en todas partes, en el altar, en el confesionario, en todas partes. Avanzo casi por milagro, pero no entiendo nada».

Como trasfondo de todos sus sufrimientos, sufrió durante amplios períodos lo que viene a llamarse, desde san Juan de la Cruz, una terrible «noche espiritual», que le sumió en crisis, sequedades, incertidumbres y angustias indecibles. ¡Quién lo diría, cuando se le veía bromear y atender con tanto amor y entrega a su ministerio sacerdotal!

«Las tinieblas se van intensificando cada vez más; las tempestades se suceden a las tempestades y en lo íntimo de mí mismo van haciendo un vacío cada vez más espantoso, que me hace morir de terror en cada instante. Dondequiera vago encuentro espinas, que todo me penetran. Mis sufrimientos interiores crecen y crecen cada vez más sin el menor descanso. Así lo quiere el Señor, porque así desea ser amado de sus criaturas».

«La noche se va haciendo cada vez más profunda; la tempestad, cada vez más áspera; la lucha, cada vez más apremiante, y todo amenaza una inundación de la pobre nave de mi espíritu. Ningún consuelo baja a mi alma. Sólo veo con claridad mi nulidad, de una parte; y de la otra la bondad y el tamaño de Dios. Veo a Dios en mí mismo y, lejos de satisfacer mi afán, mayor deseo siento».

En el fondo de sus sufrimientos morales latía la creencia de su radical incapacidad, que le hacía sentirse indigno de los dones que el Cielo había volcado sobre él con tanta abundancia. Frecuentemente se quejaba de que cualquier otra persona, en su lugar, habría hecho más que él, acusándose de no haber sabido corresponder adecuadamente a tantas gracias como se le habían dado. Llegó a decir que no entendía por qué su hábito de capuchino no salía huyendo de él, escandalizado de su indignidad como siervo de san Francisco. ¡Cosas raras de los santos!, pues esta actitud de considerarse radicalmente indignos de la gracia de Dios fue común a muchos de ellos.

Llevaba sus sufrimientos en secreto, pero a veces abría su alma atribulada ante personas de su confianza. En agosto de 1922 el Padre Rómulo Pennisi, director del pequeño seminario capuchino de San Giovanni Rotondo, rodeado de sus alumnos, tuvo este diálogo con el Padre Pío:

—Padre Pío, hoy veo que sufres mucho. Dime: ¿Te duelen mucho tus llagas?

—Hijo mío, cuando tú tienes una llaga, ¿te duele? Ahora piensa que yo tengo cinco, y... ¡qué llagas!

—Entonces, dame un poco de tu sufrimiento. El sufrimiento compartido es menor.

—Eso nunca, hijo mío. Soy celoso de mis sufrimientos. Si Dios te diera una centésima parte de lo que yo sufro, no resistirías ni siquiera un minuto. Morirías al instante.

—Padre Pío, aquí están los seminaristas que quieren aligerarte un poco el peso de tu Cruz. ¿Por qué no pides al Señor que distribuya un poco de tus sufrimientos en cada uno?

—No reparto con nadie mis joyas.

Así era el Padre Pío. Él sabía que había sido escogido por Dios como colaborador de la obra de la redención de Cristo y que esta colaboración se realizaba a través de la Cruz. Bajo un jefe coronado de espinas, él no quiso ser menos. Y esto duró durante toda su vida.

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