«Muchos hombres y mujeres en la historia de la Iglesia han sido llamados a abrazar esta fuerza del evangelio del sufrimiento en grados altísimos de oblación y ofrecimiento. Estos, llamados almas víctimas, cooperan de manera particular con la obra redentora de Cristo en cada generación. La Cruz es reproducida en sus vidas transformándolos en víctimas de amor. Ellos abrazan la Cruz por amor a Cristo, en plena comunión con Él y en imitación plena del Maestro, ofreciéndose como Él, con Él y en Él, por la salvación de la humanidad y para el bien de toda la Iglesia».[12]
Santa Teresita del Niño Jesús decía: «Ofrezcamos nuestros sufrimientos a Jesús para salvar almas. Pobres almas... Jesús quiere hacer depender su salvación de un suspiro de nuestro corazón ¡Qué misterio! No rehusemos nada a Jesús» (Carta 85). «No perdamos las pruebas que nos envía, son una mina de oro sin explotar» (Carta 82).
En sus apariciones, María ha hecho continuos llamamientos a la necesidad de sacrificarse por la salvación de las almas. Por ejemplo, en la revelación en Fátima del 13 de agosto de 1917: «Orad y haced sacrificios por los pecadores, porque hay muchas almas que van al infierno, porque no hay quien se sacrifique ni ore por ellas».
Esta modalidad de victimación está abierta a todos los creyentes, aunque suponga indudablemente un cierto grado de heroísmo: «Por eso, debemos tomar partido en esta lucha permanente contra el mal y contribuir con nuestro granito de arena en la construcción de un mundo mejor. Ofrezcamos con amor nuestros sufrimientos por la salvación de los pecadores. ¿No querrías ser tú de esas almas heroicas que se han consagrado al Señor para salvar a los pecadores? Estas personas ofrecen su vida y sus sufrimientos por la salvación del mundo. Son almas enteramente disponibles para cumplir en ellas la voluntad de Dios. Quieren arrancar a los pecadores de las garras de Satanás para devolvérselas a Dios. Pero ello no es posible sin amor y sin dolor. Algunos las llaman almas víctimas. Ellas son verdaderas maravillas de Dios, joyas de su amor, perlas preciosas, flores hermosas de su jardín. Son hostias inmaculadas y puras, como lo han sido todos los santos».[13]
Fruto de esta corriente de espiritualidad ha sido la creación en los últimos tiempos de un número cada vez mayor de grupos institucionalizados y fundaciones que nacen con el exclusivo propósito de hacer del sufrimiento reparador su vocación y carisma más genuino. El conjunto de estas instituciones ha desembocado en el ámbito de la fe cristiana en lo que se conviene en llamar el «Apostolado del Sufrimiento», cuya idea motriz hay que buscarla en santa María Magdalena de Pazzi (1566-1607), que llevó una vida de continuo martirio por las almas –«¡almas, dadme almas!», decía continuamente–. Suyas son algunas de las frases más famosas sobre el sufrimiento vicario: «Padecer y no morir», «no morir, sino sufrir», «ni morir ni curar, sino vivir para sufrir». Por supuesto, también recibió los estigmas.
Además de éstos, recibió los consiguientes e intensísimos dolores, violentas jaquecas y parálisis frecuentes, acompañados de una catarata de tentaciones de todo tipo: de fe, de ira, egoísmo, tristeza, falta de confianza en Dios, abandono de vida religiosa, todo tipo de pensamientos impuros... tan es así que pedía insistentemente:«Ya que me has dado el dolor, concédeme también el valor». Pero aun así seguía repitiendo: «Ni sanar ni morir, sino vivir para sufrir».
Esta experiencia del apostolado del sufrimiento fue recogida y perfeccionada algo más tarde por santa Margarita María de Alacoque: «Todo mi apostolado consistió principalmente en abrazarme gozosa a la Cruz y en abandonarme amorosamente al Crucificado divino con gratitud del alma y con sed inmensa de su gloria. ¡Oh, aprended, pues, ante todo, la ciencia sublime de sufrir! ¡Sí, de sufrir amando y de cantar sufriendo para gloria del divino Corazón! Dejaos atraer desde el Calvario a su Calvario, sin vacilaciones ni cobardías... Ceded al imán de su Corazón crucificado... Y no temáis, porque Aquél que os ha inspirado el deseo ardiente, y el querer, sabrá también daros el poder con gracia superabundante. Acercaos, pues, al Tabernáculo del Rey de amor... Venid, llevándole gozosos, como ofrenda de apostolado, las dolencias... Ofrecedle, como rico tesoro, las flaquezas dolorosas de la salud quebrantada... Presentadle este precioso obsequio, y, colocándolo en la herida de su Corazón adorable, decidle con toda resignación, con celo ardiente y con amor apasionado: “Acepto Señor, la gloria incomparable de ser una partícula de la Hostia redentora que eres Tú mismo... Pero, en recompensa, sana las almas enfermas, y, a cambio de este Calvario nuestro, sube al Tabor de tu gloria, Jesús”».
El caso quizá más conocido dentro de este apostolado del sufrimiento fue el que llevó a cabo la mística francesa Marta Robin. Aquejada desde la infancia por muchas enfermedades incurables, que la produjeron parálisis, trastornos digestivos y ceguera, pasó cincuenta y tres años inmovilizada en su lecho, sin tomar otro alimento que la Hostia. A raíz de una revelación en 1928, ofreció su vida al Corazón de Jesús en la Cruz. Desde entonces, comenzó a sufrir también los estigmas.
A medida que su fama aumentaba, recibía innumerables visitas –llegó a recibir a más de 100.000 personas– y mantenía una intensa correspondencia con personas de todo el mundo. Cambió la vida de muchas personas escuchándolas, aconsejándolas, alentándolas... Incluso fue capaz de realizar numerosas obras de caridad con los pobres, y de fundar una congregación, la Foyer de Charité, hoy extendida por varios países. Resumía su misión en dos palabras: «Ofrecerse y sufrir».
Otra alma víctima de especial relevancia en los tiempos actuales lo constituyó la beata Luisa Piccarretta (1865-1947), que mantuvo frecuentes contacto con el Padre Pío por bilocación. Siendo todavía niña, comenzó a manifestar una misteriosa enfermedad que la obligaba a quedarse en cama. Alrededor de los dieciocho años, mientras se encontraba haciendo la meditación sobre la pasión de Jesús en su habitación, sintió su corazón oprimido y que le faltaba la respiración. Asustada, salió al balcón y desde allí vio que la calle estaba llena de personas que empujaban a Jesús llevando la Cruz. Sufriente y ensangrentado, Jesús alzó los ojos hacia ella pronunciando estas palabras: «¡Alma, ¡ayúdame!».
Luisa entró a su habitación con el corazón desgarrado por el dolor, y llorando le dijo: «¡Cuánto sufres, oh mi buen Jesús! ¡Si pudiera yo al menos ayudarte y librarte de esos lobos rabiosos, o cuando menos sufrir yo tus penas, tus dolores y tus fatigas en tu lugar, para así darte el más grande alivio...! ¡Ah, Bien mío!, haz que yo también sufra, porque no es justo que tú debas sufrir tanto por amor a mí y que yo, pecadora, esté sin sufrir nada por ti». Y desde aquel momento repitiendo siempre su fiat, se hicieron más frecuentes los períodos transcurridos en cama, hasta el punto que estuvo postrada sufriendo una completa inmovilidad durante 62 años.
Luisa murió antes de cumplir los ochenta y dos años de edad, el 4 de marzo de 1947, después de una corta pero fatal pulmonía –¡la única enfermedad diagnosticada en su vida!–.
2 La sangre del Cordero
«¿Un hombre que ha permanecido crucificado durante medio siglo? Todo eso, ¿qué quiere decir? ¿Sabéis por qué subió Jesucristo a la Cruz? Subió a la Cruz por los pecados de los hombres, y cuando en la historia aparece algún crucifijo, eso quiere decir que el pecado de los hombres es grande y que para salvarlo es necesario que alguien regrese otra vez al Calvario, vuelva a subir a la Cruz y allí permanezca sufriendo por sus hermanos. Nuestro tiempo tiene necesidad de gente que ofrezca lo que el Hijo Unigénito sufrió. En eso consiste toda la cuestión del Padre Pío».[14]
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